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que la dictadura nos dejó (78-79).

      La continuidad entre dictadura y democracia que propone Avelar posee fuertes implicancias para el análisis de la producción literaria de postdictadura, pues supondría la destrucción del esquema de periodización literaria con que hasta ahora se ha enmarcado y comprendido el corpus literario de la época.

      Un enfoque renovador para la crítica literaria de la década de los noventa fue la publicación del libro de Rodrigo Cánovas, Novela chilena. Nuevas generaciones. El abordaje de los huérfanos (1997) que, aunque adopta la estructura generacional para la periodización de la novela chilena, releva la propuesta de “imagen pública” que sustentaría cada grupo generacional en la construcción de su narrativa:

      Acaso la noción de Generación pertenezca a una clase específica de etiquetas en la conformación de imágenes conceptuales. Sería un rótulo que opera en la vida cotidiana como una moneda de cambio para establecer un diálogo específico sobre ciertas esferas del conocimiento. Produce, así, una estructura de superficie —una base de sustentación mínima— por la cual nos alejamos en un grado de lo real empírico, dejando en suspenso una estructura profunda. Considerando que el objetivo de nuestro trabajo es señalar la propuesta novelística de una nueva generación, el esquema de Goic es inevitable. Lo adoptamos como un artefacto operativo que nos permite acotar felizmente un grupo de autores, con sus respectivas novelas, y hablar globalmente de su imagen pública y de su obra novelística (1997: 34).

      Cánovas establece la línea crítica que guiará su trabajo a partir de la reflexión sobre la representación pública, y discursiva, de los autores tratados, antes que de su clasificación generacional. Su perspectiva crítica busca diversificar la producción narrativa para radicar, finalmente, su punto en común en los procesos de recepción de los textos, en la construcción de sus imaginarios públicos. La propuesta en torno a la imagen pública como el lugar de recepción textual evidencia la sumisión de los discursos literarios a los modos de circulación de los bienes simbólicos en tiempos de postdictadura, cuya impronta ha sido definida desde el poder institucional como la retórica del consenso y cuyo fin persigue la homogeneización discursiva de las diferencias y la anulación de la diversidad cultural.

      A comienzos de la postdictadura, se construye un nuevo escenario social que redefine las relaciones entre actores y representaciones simbólicas, de modo que el campo cultural se transforma en un espacio que reprime los conflictos de sentido y pluralidad de identidades, con el objetivo de que el consenso democrático construya una unidad homogénea en torno a los múltiples lugares de enunciación y posiciones críticas frente a las interpretaciones que la literatura, y el arte en general, emitía sobre el proceso político del momento. Nelly Richard (2000) calificó de “teatro de representaciones” a este nuevo escenario: “el escenario de las mediaciones simbólico-institucionales donde códigos e identidades traman interactivamente significaciones, valores y poderes” (97). Para esta autora,

      El escenario democrático ha hecho prevalecer una dimensión de cultura espectáculo que lo llena de visibilidad y de figuración numérica hasta que el simbolismo complaciente de lo mayoritario borre los matices del pliegue crítico-reflexivo y disipe las ambigüedades de todo lo que no contribuye directamente a la vistosidad de las actuaciones. Esta dimensión de cultura-espectáculo ha privilegiado un modelo de pluralismo que se congracia con la pluralidad reuniendo la mayor diversidad de opiniones, pero cuidándose de que ninguna confrontación de tendencias desarmonice el equilibrio que lleva las diferencias a coexistir pasivamente bajo un régimen neutral, alineadas todas por igual bajo la fórmula reconciliatoria —y conciliadora— de la suma (2000: 105).

      Pluralismo sin confrontación, diferencias sin representación y neutralidad cultural son los ejes que sostienen la dinámica retórica del consenso cuyo objetivo, como se mencionó recién, se consolidó mediante la homogeneización discursiva de las diferencias y la anulación de la diversidad cultural.

      El caso paradigmático de producción textual bajo esta retórica consensual lo constituyó lo que en su momento se denominó el Boom editorial o Nueva narrativa, conjunto de autores y textos signados por la lógica mercantil de editoriales transnacionales que publicaron en la primera mitad de los años noventa a autores chilenos con gran aparataje publicitario. Un conjunto de textos narrativos que retornó al paradigma consensual de representación realista, rechazando no solo el experimentalismo formal de, especialmente, la escena de avanzada de los años ochenta, sino también la politización del discurso literario presente en el género testimonial de denuncia política de las décadas anteriores. Así, cierto sector de la producción literaria asumió el consenso en su representación realista y el acatamiento de las ya consagradas formas sociales implementadas durante la transición económica. Cárcamo-Huechante (2007) ha analizado este punto, señalando que “el denominado ‘ajuste estructural’ fue también un ajuste cultural y/o un giro simbólico” (17), para lo cual establece una continuidad semántica desde la conferencia dictada por Milton Friedman en el edificio Diego Portales en su visita a Chile en 1975, el libro La revolución silenciosa de Joaquín Lavín publicado en la década de los ochenta, hasta desembocar en la novela Mala onda, de Alberto Fuguet, texto emblemático de la Nueva narrativa. Según Cárcamo-Huechante, en esta novela se graficaría de forma patente la nueva discursividad consensual, y economicista, del recién iniciado período de postdictadura. Por eso, se puede calificar a este período como una época de despolitización, o bien, como la época de los discursos políticos subsumidos a las leyes económicas del mercado, como el tiempo de despolitización del sistema político: una institucionalidad concebida como un entramado de discursos ajenos a toda definición ideológica. Esto constituye, para Tomás Moulian (1997), la democracia protegida, la crítica de las ideologías y la muerte de la política:

      Lo que caracteriza al Chile Actual, desde el punto de vista ideológico, es el debilitamiento de los sistemas discursivos alternativos al neoliberalismo y la capacidad manifestada por este para seducir y atraer o, de un modo más pasivo, para presentarse como el único horizonte posible de quienes antes tenían otras perspectivas ideológicas (54).

      Para Moulian, la postdictadura es simplemente la continuidad político-jurídica del régimen previamente establecido, cuya productividad discursiva —el consenso— se enfoca en la homogeneidad social y en la anulación de la diversidad, en “la desaparición del Otro” (Moulian, 1997: 39). No obstante, Moulian pareciera vislumbrar una posibilidad de expresión alternativa, una posibilidad de discursos enunciados por subjetividades subalternas, marginales o minoritarias frente al consenso retórico de la postdictadura, cuando afirma que, frente a la inercia generalizada que ha impuesto el tiempo consensual de la postdictadura,

      Hay por debajo un oscuro y lento trabajo de reconstrucción del tejido social, de constitución de sujetos. Incluso puede decirse que el peso de la actual neblina histórica indica la necesidad de buscar en el nivel de lo local un espacio de rehistorización molecular […] esa orientación busca la recreación de sujetos que desde la particularidad, o sea desde su condición vivida y racionalizada, “trabajada”, se autoproduzcan como mediadores entre lo particular y una universalidad histórica (Moulian, 1997: 78).

      Salazar y Pinto (1999) diagnostican la misma situación de emergencia de subjetividades locales: “cada mazazo asestado a la civilidad (para profundizar la individuación y nivelar el piso del Mercado) ha aumentado la densidad de los sujetos y multiplicado sus redes laterales. La centrifugación de la institucionalidad aventó del espacio público a los sindicatos, núcleos de partido y organizaciones nacionales de masas, pero no ha podido aventar las redes sociales y culturales de refugio” (119-120). Es en este refugio cultural, en esta emergencia productora de subjetividades locales donde se localizan autores como Cynthia Rimsky, Eugenia Prado y Juan Pablo Sutherland, más allá no solo del consenso simbólico que supuso la Nueva narrativa, sino también más allá de la inercia discursiva generalizada del ámbito cultural de las décadas recientes. Al abrigo de este espacio social no reconocido, se recrean nuevas redes sociales y posibilidades de expresión identitaria, ajenas a la uniformidad de sentido que impulsó el consenso en todas sus manifestaciones. Nitschack (2004), incluso, reconoce la particularidad del proceso chileno, al afirmar que en este país, más que en otros, habría surgido una multitud de identidades locales, transitorias y emergentes,

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