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por la homogeneización de las diferencias y la anulación de la diversidad cultural antes que por los cambios esperados. La retórica del consenso constituyó su instrumento de difusión, no solo entorpeciendo la emergencia de nuevos sujetos sociales, sino especialmente estableciendo un campo discursivo que se caracterizó por mantener la ambigüedad del consenso en todas sus expresiones. Si algo puede definir esta retórica es, justamente, la duplicidad en su discurso que, por un lado, emite señales para unificar a la comunidad (“Aylwin, presidente de todos los chilenos”) pero, por otro lado, asume lo indefinido, lo superficial y lo incompleto como signos que representaron el proceso de transición y todas las manifestaciones políticas del período. Incluso, por largo tiempo no supimos si referirnos a transición o postdictadura.

      Esta duplicidad discursiva operó principalmente en su objetivo político de ocultar las diferencias tras la ilusión del acuerdo, pues bajo la supuesta transparencia del pacto democrático se traslucían los reflejos de rostros, identidades y sujetos marginados por el argumento hegemónico de la necesidad coyuntural. La política del consenso, y su instrumentalización discursiva en lo que denominamos la retórica del consenso, fue legitimada explícitamente en 1998, al afirmarse que

      La noción de consenso político, que se limitó a la clase política durante la transición, se ha extendido culturalmente a la mayoría de la población chilena […] el uso del vocablo pasó a internalizarse como una modalidad cultural en la clase política. Su expresión más gráfica es la propia palabra “concertación”, que no sólo sirvió de nombre para la alianza electoral y coalición de gobierno, sino de apelación a la ciudadanía para dejar de lado las visiones confrontacionales. El consenso reemplazó la lógica de la polarización y del enfrentamiento que rigió en la política chilena desde los años sesenta, y se instaló como una especie de dogma de comportamiento en el Chile post 1990 (Fernández, 1998: 35).

      Dogma de comportamiento y extensión cultural constituyen los presupuestos sociales que posibilitarán la circulación pública de la retórica del consenso y se instalan como polos opuestos de la representación discursiva de identidades diversificadas o minoritarias.

      En términos estrictos, la transición chilena señala el cambio del régimen dictatorial por el régimen democrático inaugurado en marzo de 1990, dejando en suspenso la fecha de término de dicho proceso debido a la permanencia de lo que se denominó “enclaves autoritarios” o leyes de amarre, constructos jurídicos de la Constitución de 1980 que aseguraron la continuidad legal de instituciones nacidas bajo dictadura, como las senaturías designadas, el sistema electoral binominal, la Ley de Amnistía y, hasta la actualidad, la propia Constitución. Manuel Antonio Garretón (1999) considera que el término de la transición se produjo el 11 de marzo de 1990 con la asunción de Patricio Aylwin a la presidencia, aunque sostiene que el producto de este proceso de cambio político devino en una democratización incompleta:

      La transición política en Chile se desencadenó con el resultado del plebiscito de 1988, cancelándose ahí definitivamente toda posibilidad de regresión autoritaria pese a las intenciones claramente no democráticas del pinochetismo civil y militar. Y ella terminó con el ascenso del primer gobierno democrático en marzo de 1990. Pero el término de la transición no significó que, junto a gobiernos plenamente democráticos, el régimen político y la sociedad hubieran alcanzado la democracia propiamente tal. Se trató de una transición incompleta que dio origen a una democracia restringida, de baja calidad y llena de enclaves autoritarios (58-59).

      En el concepto de enclaves autoritarios se han condensado, en el discurso sociológico, los argumentos que sostuvieron la naturaleza incompleta del proceso de transición, ya sea en forma de democratización incompleta, como menciona Garretón, o de democratización frustrada, como la denomina José Bengoa (2009), quien señala el carácter parcial y frustrado del proceso en la sociedad chilena: “Se modernizó en el siglo XX la infraestructura tecnológica industrial del país, pero no se revolucionó de la misma suerte el trato entre las personas, las relaciones culturales, las viejas normas clasistas predemocráticas que dominan esta sociedad”(146). Bengoa destaca no solo la peculiaridad de proceso incompleto, sino especialmente la condición superficial, de baja intensidad, que caracteriza a la transición chilena, en el sentido de que ha operado cambios institucionales que en poco o nada han supuesto renovaciones en la matriz cultural de la conservadora sociedad chilena. Bengoa enfatiza el carácter retrógrado que todavía subyace en el período de postdictadura en las relaciones entre el ámbito social y el cultural, cuyas producciones se ven permeadas por el conservadurismo de las clases dominantes:

      La renovación alcanzada en estos últimos veinte años, por parte de la antigua clase alta chilena de origen oligárquico, es un fenómeno central que debemos analizar. Es la misma capa social que ha mandado en la sociedad chilena, con sus mismos valores fundantes, con la misma visión acerca de la desigualdad social. La literatura de estos días, las novelas que se están publicando y que han sido llevadas al cine, muestran sin temor a equívocos que la sociedad chilena no se ha modificado en este aspecto central, y que la matriz oligárquica continúa dominando sus relaciones íntimas (2009: 147).

      Por eso, para Bengoa el desafío de la modernización consiste en “modernizar la cultura cotidiana, la red de relaciones que forman la argamasa de la sociedad” (146). El carácter superficial y apariencial de las transformaciones se vuelve, así, una característica más del proceso de transición. Más aún, se deduce del razonamiento de Bengoa la fragmentariedad con que se ha vivido el proceso transformacional; este no constituyó un bloque unitario de experiencias comunes en los componentes de la sociedad, que haya sido percibido en conjunto y de la misma manera. Al respecto, Salazar y Pinto (1999) señalan que ha habido una transición histórica con tres lógicas distintas: la de la clase política militar, la de la clase política civil y la de la sociedad civil. Para la primera, la transición ocurrió forzosamente “cuando el fuego militar debió dar paso a la lógica de mando militar, o sea: cuando fue necesario dejar de perseguir adversarios y defender la ‘plaza’ conquistada. Cuando, para legitimar la ilegitimidad de las armas, tuvo que recurrir a discursos ‘civiles’ de legitimación” (114). Es en la promulgación de la Constitución de 1980 donde estos autores puntualizan la operación legitimante de la institucionalidad implantada en los años siguientes al Golpe cívico-militar y punto de arranque de lo que denominan la “retirada” de los militares, ofreciendo este cuerpo legal como instrumento para negociar, con la clase política civil, su propia transición de vuelta a los cuarteles. Por su parte, la clase política civil se habría dejado seducir por este artefacto legal, incorporándose a la propuesta transicional de la Constitución: “Así, desde 1985, la clase política civil movilizó todo su poder teórico para conceptualizar minuciosamente todos los escenarios de transición a la democracia” (Salazar y Pinto, 116), logrando con ello, como afirman Salazar y Pinto, empleo político para esta e impunidad penal para aquella. Esta misma negociación entre las clases militar y política habría desechado las reivindicaciones del movimiento popular, convirtiendo al proceso de transición, desde la perspectiva de la sociedad civil, en una derrota histórica, “como si no hubiera más historia que los plazos legales, ni más acción que los pactos internos de lo político” (Salazar y Pinto, 118). La negociación entre estos tres componentes, y sus respectivas lógicas, definen una nueva matriz de cultura política.

      Las formas de relación entre el Estado, la estructura político-partidaria y la sociedad civil, los tres actores que Garretón reconoce como generadores de una nueva matriz social, conformarán el espacio público en que se ejerza la nueva cultura política a partir de los años noventa, privilegiando, por cierto, la relación entre los dos primeros y excluyendo al tercer componente, la sociedad civil, “que sobre todo se expresa en la juventud y en los pobres o marginales urbanos, cuyas pautas de acción colectiva traducen esta mutación que está muy lejos de capturarse con el concepto de anomia” (Garretón, 1991: 46). Paradójicamente, en la imposibilidad de calificar de anomia la exclusión de la sociedad civil, o parte de ella, se funda asimismo el principio de integración, “superficial e incompleta”, como el nuevo fundamento discursivo que sostiene la retórica del consenso que emerge desde esta relación tripartita y que ofrece

      Esta libertad de posicionarse en variados espacios y, por tanto, esta posibilidad de participar en un régimen de pluri integración,

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