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completo y los huesos de su marido yacían, desnudos, sobre la arena.

      «Un guarda nunca abandona su faro».

      Lo había oído millones de veces tras la desaparición de Bill.

      Entonces, ¿qué demonios había hecho Bill? Con los años, se había acostumbrado a no saber, se sentía incluso cómoda así, como con un par de pantuflas harapientas con agujeros que no sirven para nada, pero que no se quitaba de encima.

      Sea como sea, una esposa no abandona a su marido. Jenny nunca se mudaría. No hasta conocer la verdad y, entonces, quizá entonces, podría pegar ojo.

      Oyó que su visita llegaba al umbral; arrastraba los pies y tenía la tos de un fumador. Llamó a la puerta con los nudillos y Jenny se sorprendió. Entrelazó los dedos temblorosos. Ah, claro, recordó, el timbre está estropeado.

      Capítulo 9

      Jenny

      Habría ido a buscarte, pero el coche tiene una rueda pinchada. Estoy esperando a que venga mi cuñado y me la cambie. No se me dan bien los coches. Bill se ocupaba de todas esas cosas. Pero, como ahora no está, supongo que tengo suerte de que Carol y Ron vivan cerca. No sé qué haría sin ellos. No estoy segura de que pudiera con todo.

      Será mejor que entres. Encenderé la luz. Trato de no tener muchas encendidas para que no suba la factura. El Tridente nos asignó una pensión, pero vuela enseguida. No he podido trabajar, así que no tengo otros ingresos. De todas formas, no he trabajado nunca; me ocupaba de cuidar a la familia cuando Bill estaba de servicio, así que qué iba a hacer yo ahora. No sabría ni por dónde empezar. No sé ni qué se me daría bien.

      Adelante, venga, dime, qué quieres saber. No tengo mucho tiempo, luego va a venir un técnico a repararme el televisor. Estaría perdida sin la tele. La tengo encendida todo el día, me hace mucha compañía. Cuando está apagada, me siento sola. Lo que más me gustan son los concursos, que los graban en platós que brillan que da gusto. Me encanta Fortuna familiar, con todas esas lucecitas y los premios, es muy colorido, y eso me gusta. Normalmente, dejo la tele encendida cuando me voy a la cama, para que esté igual al levantarme; así hay alguien a quien dar los buenos días. Me ayuda a distraerme. Las noches son peores, porque me cuesta dejar de pensar.

      Es un asunto muy siniestro para escribir sobre él. Para empezar, ya es malo que sucediera como para que encima tengas que escribir un libro sobre el tema. En cualquier caso, no entiendo por qué alguien querría leer sobre desgracias. Suficientes hay ya en el mundo. ¿Por qué no se escriben más historias sobre cosas agradables? Pregúntaselo a tus editores.

      Supongo que querrás algo de beber, ¿verdad? Tengo café, no me queda té. No he podido ir a la tienda por culpa del coche y no me gusta caminar. Igualmente, yo tampoco tomo. ¿Ni siquiera un vaso de agua? ¿Seguro? Como prefieras.

      Esa es una foto de toda la familia en el cabo Dungeness. Mi nieto tiene cinco años y los gemelos, dos. Todos son de Hannah. No quería tenerlos tan pronto, pero así es como vinieron. Hannah es mi hija mayor. Luego tuve a Julia, que ahora tiene veintidós y, luego, a Mark, que tiene veinte. Tuve a mis hijas muy separadas porque tardé en quedarme embarazada, ya que Bill estaba siempre fuera. Ah, no, no creo que sea demasiado joven para ser abuela. Me siento mayor. Mayor de lo que soy. Pongo buena cara porque no querrán venir y ver a su abuela triste a todas horas, pero es un gran esfuerzo. Sobre todo, el día del cumpleaños de Bill o de nuestro aniversario, cuando lo único que me apetece es quedarme en la cama y no quiero levantarme ni siquiera para abrir la puerta. Me da igual seguir adelante o no. No le veo el sentido. Nunca lo superaré, nunca.

      ¿Estás casado? No, no lo habría dicho. Ya he oído que los escritores sois así. Os tiene tan absorbidos el mundo que tenéis en la cabeza que no os centráis en lo que hay fuera de ella.

      Nunca he leído un libro tuyo, así que no sé cómo escribes. Echaron una historia tuya por la tele, ¿no? La proa de Neptuno. Esa sí que la vi. La dieron por la BBC antes de Navidad. Estaba bien. Era tuya, ¿no? Bien, bien.

      No entiendo por qué te interesa nuestra historia. No tienes ni idea de faros ni de las personas que los velan ni nada. A mucha gente le fascina lo que pasó, pero no por eso sienten la necesidad de convertirlo en un entretenimiento. No lo vas a resolver, por mucho que lo creas.

      Bill era mi amor desde pequeña, y yo el suyo. Estamos juntos desde los dieciséis. No había estado con otro hombre antes, ni tampoco después. En lo que a mí respecta, seguimos casados. Incluso hoy; si no me decido sobre algo, como cuántos palitos de pescado debería comprar en el supermercado cuando vienen mis nietos a cenar, me pregunto qué me diría Bill. Eso me ayuda a decidir.

      Nunca he entendido a las mujeres que se pelean con sus maridos. Se quejan a la mínima y los ponen por los suelos ante cualquiera. Por cosas como que el marido deja la ropa sucia en el suelo o que no ha lavado bien los platos. No dejan de machacarlos y no se paran a pensar en la suerte que tienen de poder estar con sus maridos cada noche y no echarlos de menos. Como si la ropa y los platos y esas cosas importaran. La vida no se trata de eso. Si no eres capaz de pasar por alto esas cosillas, te has equivocado en la vida. No deberías haberte casado. Con nadie.

      ¿Qué puedo decirte de Bill? Para empezar, que no les tenía mucho aprecio a los que metían las narices en nuestros asuntos. Pero eso a ti no te ayuda mucho, ¿verdad?

      El destino de Bill fueron los faros. Su madre murió cuando era un bebé; una tragedia, murió dándolo a luz, de modo que creció con su padre y sus hermanos. Su padre era farero, igual que su abuelo y su bisabuelo. Cuando empezó, Bill era el más joven de los tres chicos que entraron. No tenía alternativa. Estaba resentido, sí. En el fondo, creo que habría querido dedicarse a otra cosa, pero no tuvo la oportunidad y nadie le preguntó. No tenía voz ni voto en esa familia.

      Siempre trataba de contentar a los demás. Me decía: «Jen, solo quiero una vida fácil», y yo le decía que para eso estaba yo, para hacerle la vida fácil. Ni él ni yo habíamos tenido una infancia feliz y eso es lo que nos unió al principio. Entendía a Bill y él me entendía a mí. No necesitábamos darnos explicaciones. Hay comodidades que la gente da por sentadas, como un ambiente agradable en casa y un plato caliente en la mesa, pero no lo son. Nosotros queríamos ser buenos padres de nuestros hijos. Hacer las cosas bien.

      Al principio, tuvimos suerte. Lo destinaron a estaciones en tierra firme, donde podíamos vivir todos juntos, o en peñascos en los que te proporcionaban la casa. Cuando conocí a Bill, le dije, de buenas a primeras: «No me gusta estar sola, me gusta estar con alguien, y si quieres convertirte en mi marido, así tendrán que ser las cosas». Al principio, los estacionamientos nos iban bien, pero sabía que tarde o temprano nos tocaría un faro de mar adentro. Me aterraba ese día. Tendría que pasar mucho tiempo sola y criar a los niños como una madre soltera. Normalmente, son los hombres sin familia los que quieren que los destinen a un faro mar adentro, como Vince, el auxiliar, que no tenía que cuidar a nadie y no le importaba dónde lo estacionaran. Pero a nosotros sí que nos importaba. Me dio tanta rabia; no queríamos esa torre espantosa, pero nos la asignaron de todos modos… Y mira qué pasó.

      La Doncella es la peor de todas; está muy lejos y es horrible y amenazadora. Bill decía que estaba oscura y abarrotada por dentro y que no le daba buena espina. «Mala, mala espina», así lo decía él. Como comprenderás, ahora le doy vueltas. Ojalá le hubiera preguntado a qué se refería, pero solía cambiar de tema para no disgustarlo. Tampoco quería que pensara en la torre cuando estaba en tierra firme. La torre ya me lo arrebataba lo suficiente. Teníamos que esperar tantísimo tiempo para volver a verlo que, cuando estaba aquí, quería que estuviera en cuerpo y mente.

      Las noches previas a la vuelta de Bill al faro eran las peores. Me ponía mala solo de pensar que se iría en cuanto pisara tierra firme, y eso era como echarlo a perder, porque no disfrutaba de estar con él en casa como debería haberlo hecho. Me preocupaba demasiado porque volvería a irse. Siempre pasábamos esas noches previas de la misma manera. Nos acomodábamos en el sofá y veíamos Adivina, adivinanza u otro concurso para los que no hay que pensar mucho. A Bill le entraban «los

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