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que tener estómago —dice Jory—. Y debes saber llevarte bien con cualquiera, sea como sea.

      —Ah, no tengo ningún problema con eso.

      —Pues claro que no. Tu encargado es de los buenos, y eso marca la diferencia.

      —¿Y qué hay de los demás?

      —Me dijeron que había que vigilar al auxiliar. Pero es más o menos de tu edad; seguro que os llevaréis bien.

      —¿Qué pasa con él?

      Jory sonríe al ver la expresión del chico.

      —No pongas esa cara, muchacho. Corren muchas historias sobre el servicio, pero no todas son ciertas.

      El mar se agita y se revuelve bajo el bote, se ondula, oscuro, lo embiste y se arroja contra él; la brisa avanza en dirección contraria, rozando la superficie del agua, la granula y la esparce por doquier. Un golpe contra la proa provoca un surtidor y las olas toman cuerpo; surgen, en secreto, de una mayor profundidad. Cuando Jory era niño y navegaban de Lymington a Yarmouth se asomaba por la barandilla de cubierta y se maravillaba de lo que hacía el mar, poco a poco, sin que uno se diera cuenta de cómo el bajío descendía y la costa se perdía de vista, donde podías caer a treinta metros de profundidad. Había agujas y peces de formas extrañas, hinchados, brillantes, con tentáculos suaves y ojos como canicas empañadas.

      El faro se va acercando; una línea se convierte en un palo, un palo se transforma en un dedo.

      —Ahí está. La Roca de la Doncella.

      A esa distancia ven el mar manchando la base, las cicatrices de una intemperie violenta acumuladas tras años de reinado. Y aunque ha estado ahí miles de veces, acercarse a la reina de los faros despierta en Jory un sentimiento peculiar: se siente reconvenido, insignificante, quizá algo asustado. La Doncella, una columna de cincuenta metros de colosal ingeniería victoriana, se recorta, imponente y magnífica, sobre el horizonte, como un bastión estoico de la seguridad de los navegantes.

      —Fue de las primeras —dice Jory—. En 1893. Se desmoronó dos veces antes de que pudieran prenderle la mecha. Se dice que, cuando el tiempo es inclemente, profiere un grito donde el viento penetra por las rocas, como una mujer que llora.

      Los detalles emergen entre la bruma gris: las ventanas del faro, el aro de hormigón de la plataforma, el estrecho camino de peldaños de hierro que conduce a la puerta de acceso y las escalerillas.

      —¿Nos ven?

      —A esta distancia, sí.

      Sin embargo, en cuanto lo dice, Jory busca la silueta del guarda encargado que espera ver en la plataforma, con el uniforme azul marino y la gorra de plato blanca, o con traje ordinario, dando la bienvenida con un gesto. No ve a nadie. Estarán vigilando las aguas desde el amanecer.

      Observa con cautela el agua bulliciosa que rodea la base del faro para decidir cuál es la mejor forma de acercarse, si llevando el barco hacia delante o hacia atrás, si echando el ancla o dejándolo libre. El agua helada se derrama sobre una maraña de rocas; cuando el mar sube, las rocas desaparecen; cuando retrocede, emergen como muelas negras y refulgentes. De todas las torres, la del Obispo, el Lobo y la Doncella son las más difíciles en las que atracar; y, si tuviera que elegir, diría que la Doncella les da cien vueltas a las demás. Entre los marineros corre la leyenda que se erigió sobre las fauces de un monstruo marino fosilizado. Durante su construcción, murió gente, y el arrecife ha quitado la vida a muchos navegantes extraviados. A la Doncella no le gustan los desconocidos; no recibe a nadie con los brazos abiertos.

      Sin embargo, sigue esperando ver a algún guardia. El muchacho no podrá llegar, a menos que alguien lo espere en la zona de desembarque. En esos momentos, con el vaivén del mar, el barco se alza tres metros y cae otros tres al cabo de un segundo, y, si no estuviese atento, se rompería la cuerda y el muchacho acabaría en las gélidas aguas. Tiene bemoles, pero esto pasa en todas las torres. Para un hombre de tierra, el mar es constante, pero Jory sabe que no es constante: es voluble, impredecible y te atrapa si te descuidas.

      —¿Dónde están?

      Casi no oye a su oficial de cubierta gritar para hacerse oír por encima del rugido del agua.

      Jory les indica con un gesto que irán por el otro lado. El muchacho está pálido. El ingeniero también. Jory debería tranquilizarlos, pero él tampoco se siente seguro. En los años que hace que viene a la Doncella, nunca ha tenido que rodearla hasta la parte de atrás de la torre.

      La torre, en toda su envergadura, se alza ante ellos, granito puro. Jory estira el cuello para atisbar la puerta de entrada, situada a una veintena de metros sobre el agua, hecha de bronce de cañón sólido, cerrada a cal y canto.

      La tripulación empieza a gritar, llama a los guardas y profiere silbidos agudos. En las alturas, la torre se estrecha hacia el cielo, y el cielo, a su vez, observa desde la cúspide el pequeño navío, empujado de acá para allá, confundido. El ave que ha seguido su trayecto no se aleja. Sigue haciendo círculos, una y otra vez, chillando un mensaje que no comprenden. El muchacho se asoma por la borda y entrega su desayuno al mar.

      Suben y bajan, esperan y esperan.

      Jory alza la cabeza hacia la torre, que descuella por encima de su sombra, y lo único que oye son las olas, su entrechocar y la creación de espuma, el chapoteo y el engullir de las rocas, y tan solo piensa en la niña desaparecida de la que hablaban esa mañana en la radio, y en la parada de autobús, la parada de autobús vacía, y en la incesante lluvia torrencial.

      Capítulo 2

      Extraño incidente en un faro

      The Times, domingo 31 de diciembre de 1972

      Se ha informado a la Corporación del Tridente de la desaparición de tres torreros del faro de la Roca de la Doncella, situado a veinticuatro kilómetros al suroeste del cabo de Land’s End. Los hombres han sido identificados como el guarda encargado, Arthur Black; el guarda ordinario, William Walker, también conocido como Bill; y el guarda auxiliar, Vincent Bourne. Han informado de la desaparición un barquero local y su tripulación, tras haber tratado de dejar en la roca al guarda de relevo y devolver al señor Walker a tierra.

      Por ahora no hay indicios que permitan establecer el paradero de los desaparecidos y no se ha hecho ningún comunicado oficial. Se ha abierto una investigación.

      Capítulo 3

      Nueve plantas

      El amerizaje dura horas. Una docena de hombres suben por las escalerillas con el sabor de la sal y el miedo en la lengua, las orejas en carne viva y las manos ensangrentadas y frías.

      Cuando llegan a la puerta, descubren que está cerrada por dentro. Una lámina de acero, construida para resistir los envites del mar y los vientos huracanados: deben romperla con músculos y trancas.

      Al rato, uno de los hombres, con la cara pálida, empieza a temblar con violencia, en parte por la extenuación y, en parte, por el desasosiego que lo corroe desde que el bote de Jory Martin volvió sin haber encontrado a nadie y la Corporación del Tridente les dijo: «Id».

      Tres hombres entran en la torre. Dentro está a oscuras y perciben el olor a humedad y humanidad característico de las estaciones marítimas con ventanas cerradas. No hay mucho que ver en el almacén: bultos enmascarados por la penumbra, bobinas de cuerda, un salvavidas y un bote suspendido bocabajo. Todo está intacto.

      Los chubasqueros de los guardas cuelgan entre las sombras, como peces de un gancho. Gritan sus nombres a través de la portezuela del techo, voces que suben en espiral por las escaleras:

      —¡Arthur!

      —¡Bill!

      —¡Vincent!

      —Vince, ¿estás ahí?

      —¿Bill?

      Es

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