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Los guardianes del faro. Emma Stonex
Читать онлайн.Название Los guardianes del faro
Год выпуска 0
isbn 9788418217272
Автор произведения Emma Stonex
Жанр Языкознание
Издательство Bookwire
—Fuera —dijo Helen, distraída, al hocico de la perra que le acariciaba la palma—. Después te saco. —Subiría al bosque y la pasearía por el mantillo frío y húmedo. La idea de que habría un después la tranquilizó.
El escritor cargaba con una bolsa de lona que Helen imaginó llena de recibos y mecheros; se lo figuraba viviendo en una casa con las camas deshechas y los gatos dormidos en las encimeras. Seguro que había desayunado Weetabix, unos cereales que habrían salido de una caja rota, pero probablemente se había quedado sin leche y había echado un chorro de agua del grifo. Se habría fumado un cigarrillo pensando en la Roca de la Doncella y habría apuntado lo que quería preguntar.
Habían pasado muchos años, pero seguía haciéndolo: sacaba conclusiones tras un primer vistazo; con ese criterio evaluaba a cualquier desconocido. ¿Había perdido a alguien, como ella? ¿Comprendía lo que se siente al vivir una tragedia así? ¿Se encontraba en su lado de la ventana o en el otro, el imposible de alcanzar? Helen no creía que importara si había perdido a alguien o no; era escritor, podía imaginarlo.
En ese sentido, Helen era escéptica: su habilidad para imaginar atañía a lo que no podía imaginarse. Lo concebía como una caída. Ingrávida. Incrédula. Esperaba a que alguien la cogiera, pero nadie lo hizo durante años, y ella siguió cayendo, y no hubo respuestas, ni claridad, ni superación. Esta palabra era popular ahora —«superar»—, la usaba gente que había fracasado en una relación o gente despedida del trabajo, y Helen pensaba que esas cosas eran relativamente sencillas de superar; no te llevaban al borde del precipicio y te arrojaban al vacío. Eso es lo que ocurre al perder a alguien por arte de birlibirloque. Sin rastro, sin ninguna razón, sin pistas. ¿Qué podría imaginar Dan Sharp, qué sabía de acorazados y armamento y hombres ebrios y descompuestos en los astilleros?
Anhelaba relacionarse con gente de su misma condición: reconocerla y que la reconocieran. Advertiría la pérdida en su rostro, algo no evidente a simple vista, el resentimiento o la resignación, demonios de los que ella había tratado de zafarse durante mucho tiempo. Les diría: «Lo sabes, ¿verdad? Lo sabes», y a saber qué le ofrecerían aquellas personas a cambio. Y si eso no le reportaba amabilidad y comprensión, entonces, ¿para qué?
Entretanto, los demonios seguían colándose entre la ropa de su armario, le producían escalofríos cuando se vestía o los descubría agazapados en la penumbra de un rincón, arrancándose la piel de los pulgares. Le faltaba seguridad, le decían los terapeutas —pero hacía ya tiempo que no los veía—, y la seguridad era al menos una superficie de un milímetro a la que aferrarse.
Así que ahí estaba aquel hombre, que ahora abría la cancela. La cerró con torpeza; el pasador estaba oxidado. En la radio de la cocina sonaba Scarborough Fair. Helen se quedó atontada por la melancolía que emanaba de la canción; la letra hablaba de espuma de mar, de camisas de cambray y de un amor más amargo que dulce. La asaltaban pensamientos descabellados, de vez en cuando, sobre Arthur y los demás, pero, en general, había aprendido a mantenerlos a raya. La de secretos que un faro podía contar. Secretos de hombres enterrados bajo el agua, como los de Helen.
Recordaba a su marido a trozos, escamas resecas que se esparcían como hojas que entran por la puerta de la cocina. A veces, conseguía atrapar alguna y la observaba debidamente, pero, en la mayoría de las ocasiones, las contemplaba volando alrededor de sus tobillos mientras se preguntaba de dónde demonios sacaría la energía para barrerlas.
Nada había cambiado tras la pérdida. Se seguían escribiendo canciones. Se seguían leyendo libros. Se seguían declarando guerras. Veías a una pareja discutir frente a los carritos en el supermercado antes de entrar en el coche y cerrar de un portazo. La vida se renovaba sin compasión. El tiempo transcurría según su ritmo habitual, con idas y venidas, principios y finales, progresiones perceptibles que colocaban las cosas en su sitio, sin pensar en el silbido que llenaba el bosque alrededor del pueblo. Había empezado como un silbido soplado por unos labios secos. Con los años, se había transformado en una nota clara y sostenida.
Esa misma nota era la que ahora oía, acompañada por el timbre de la puerta. Helen se metió las manos en los bolsillos de la chaqueta de punto e hizo rodar las borras con los dedos. Le gustaba esa sensación, hacerlas rodar debajo de las uñas, algo doloroso que no lo era tanto.
Capítulo 6
Helen
Pasa, pasa. Entra. Siento que la casa esté tan desordenada. Es muy amable de tu parte decir que no lo está, pero sí, sí que lo está. ¿Te apetece té o café? Perfecto, pues té. ¿Con leche y azúcar? Pues claro, todo el mundo lo toma ahora con leche y azúcar. Mi abuela tomaba té negro, sin nada, solo, con una rodaja de limón. Pero ahora ya no se toma así. ¿Te apetece un poco de tarta? Me temo que no puedo ofrecerte una casera.
Bien, eres escritor, qué maravilla. Nunca había conocido a un escritor. Es una de esas cosas que todo el mundo desea, ¿verdad? Escribir un libro. Incluso yo me lo planteé, pero no soy escritora, claro. Puedo pensar en lo que quiero escribir, pero es muy difícil transmitirlo a otras personas, y supongo que ahí está la diferencia. Después de la muerte de Arthur, todo el mundo me dijo que me vendría bien hacerlo, escribir cómo me sentía para sacarlo de dentro. Debes de estar a favor de esos recursos; ya que eres tan creativo, ¿crees que al hacer algo creativo uno se siente más completo? Bueno, en fin, de todos modos, nunca llegué a escribir nada. Tampoco estoy segura de qué habría escrito para un desconocido.
Veinte años, por Dios, cuesta creerlo. ¿Puedo preguntarte por qué has elegido nuestro caso? Si esperas que mi marido sea el típico machote que sale en tus libros y que voy a contarte una historia sobre misiones y naufragios o lo que sea, creo que te has equivocado.
Sí, es un misterio, si quieres creer las habladurías. A mí, que lo he vivido desde dentro y que me toca tan de cerca, no me lo parece; pero no te sientas mal por eso, no, de verdad. No me molesta hablar de Arthur; es una forma de sentirlo conmigo. Si hubiese tratado de fingir que no ocurrió nada, habría tenido problemas hace mucho tiempo. Una siempre debe aceptar lo que le ocurre en la vida.
He oído de todo a lo largo de los años. Que Arthur fue abducido por alienígenas. Que lo asesinaron unos piratas. Que lo chantajearon unos contrabandistas. Que mató a los otros dos o que ellos lo mataron, que, luego, se mataron el uno al otro, y que el que quedaba, se quitó la vida, por alguna mujer, por una deuda o por un tesoro que dilapidaron. Que los perseguían fantasmas o que fueron secuestrados por orden del gobierno. Que los amenazaron unos espías o que se los zamparon serpientes marinas. Que se volvieron locos, uno o los tres. Que tenían una vida secreta de la que nadie sabía nada, riquezas enterradas en plantaciones de Sudamérica que solo podían encontrarse buscando la señal del mapa. Que se habían ido a Tombuctú y les había gustado tanto que no regresaron… Cuando ese tal lord Lucan desapareció dos años más tarde, hubo quienes dijeron que había ido a encontrarse con Arthur y los demás en una isla desierta, supuestamente con los pobres que pasaban por el Triángulo de las Bermudas. Es que a ver… ¡a quién se le ocurre! Seguro que preferirías cualquiera de estas versiones, pero me temo que todas son absurdas. No estamos en tu universo ahora, estamos en el mío, y esto no es un thriller, es mi vida.
¿Te corto cinco minutitos, de acuerdo? Como los minutos de un reloj, si te imaginas la tarta como un reloj; ese es el tamaño del trozo que te corto. Dame el plato; aquí tienes. Debo admitir que nunca le cogí el tranquillo a la repostería. Parece que a todas las mujeres se les da bien, pero a mí no, no sé por qué. A Arthur se le daba mejor que a mí. ¿Sabías que aprendieron a hacer pan como parte de la formación? Uno aprende de todo para ser farero.
De