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temporada en casa y tardaban unos días en sentirse mejor por haberse ido y hasta entonces echaban de menos su vida y tenían que adaptarse. A Bill le ocurría eso incluso antes de irse de casa. Era la anticipación, casi igual de mala. Miraba por la ventana y veía a la Doncella esperándolo allí, a lo lejos, y, al oscurecer, la veía iluminada, como si le dijera: «¡Ajá! Creías que me había olvidado de ti, pero no». Para nosotros era todavía peor poder verla. Habría sido mejor vivir en un sitio desde donde no la viéramos.

      Observábamos el tiempo por si el relevo se retrasaba, esperando a medias que se retrasara y a medias que no, porque eso haría más larga la espera. Le preparaba su cena favorita: pastel de carne y brazo de gitano con helado de postre en una bandeja, para que la tomara sobre las piernas, pero no comía mucho; ya le habían entrado los canales.

      Yo tenía un calendario en el que tachaba los días que faltaban para que volviera. Los niños me mantenían ocupada. Cuando Hannah era un bebé, vivíamos juntos en la estación en tierra firme, pero con los otros dos, ya no. Estacionaron a Bill en la torre cuando Julia tenía meses, así que me quedé sola con una niña de cinco años y una recién nacida con cólicos. Fue muy duro. Me enfadaba mucho cuando veía a la Doncella. Tan orgullosa, ella. No era justo que tuviera a Bill para ella sola y yo no, cuando yo lo necesitaba más.

      A Hannah le gustaba que su padre fuera farero porque eso la hacía destacar; los padres de sus amigos eran carteros o tenderos. Que no es que sea malo, al contrario, pero son trabajos comunes, ¿no crees? Hannah dice que se acuerda de él, pero lo dudo. Creo que, al principio, los recuerdos son vívidos y, luego, ejercen mucha influencia sobre ti el resto de tu vida. Pero no siempre puedes fiarte de ellos.

      Cuando Bill estaba de permiso, le preparaba su comida favorita y unos bombones especiales. Era como un ritual. No quería que nada fuera distinto. Quería que Bill supiera qué debía esperar al llegar a casa y qué le esperaba. Cómo lo esperaba. Son los detalles lo que mantienen vivo el matrimonio; detalles que no requieren mucho esfuerzo y demuestran a la otra persona que la quieres y no pides nada a cambio.

      No tengo ni idea de qué le ocurrió a mi marido. Si se hubiesen dejado la puerta abierta o se hubieran llevado el bote o no hubieran encontrado los chubasqueros y las botas de agua, quizás habría creído que el mar se lo llevó. Pero el bote estaba en la torre, igual que los suestes, y la puerta estaba atrancada por dentro. Piénsalo. Una puerta maciza de bronce de cañón no se cierra sola, así como así. Y si le añades lo de los relojes y la mesa preparada… No cuadra nada, eso es lo que pasa.

      El día anterior, el 29, Bill estaba a cargo del radiotransmisor. Dijo que la tormenta se estaba alejando. Que estarían listos para el relevo del sábado.

      La Corporación del Tridente tiene una grabación de esa radiotransmisión, aunque me apuesto lo que sea a que no van a dejar ni que la huelas. Los del Tridente son muy reservados y no les gusta hablar de lo que pasó; para ellos, es evidente que es una vergüenza. Pero Bill les dijo: «Pues mañana», que mandaran el bote de Jory por la mañana. Y le respondieron: «De acuerdo, Bill, mañana te lo mandamos». Que sí, que sé de sobra lo que piensa Helen: que se levantó una ola tan grande que se los llevó. Y no me sorprende, porque nunca tuvo mucha imaginación. Pero se equivoca.

      Nunca me olvidaré de la voz de Bill por la radio. De lo que dijo y de cómo lo dijo. Esa voz sonaba como la de mi marido. Lo único raro fue que esperó más de lo normal con el transmisor encendido cuando ya se había despedido. Como en la tele, cuando la transmisión se corta un segundo y la imagen avanza. Pues algo así.

      Soy una persona dada a los «¿y si…?». Digo yo, ¿y si el mar no estaba agitado el día que desaparecieron? ¿Y si se llevaron a Bill? No sé qué o quién pudo hacerlo, ni siquiera quiero decir qué pudo ser. Todo lo que pudo haber sucedido… Lo que ocurrió, cómo debió de sentirse, quién había allí, si fue uno de ellos… No ha pasado un día sin que piense en ello, pero siempre vuelvo a lo mismo. Parece una locura cuando lo digo en voz alta. Pero es lo que creo. La torre de un faro, abandonada de la mano de Dios, es como una oveja descarriada. Una presa fácil.

      Pareces alguien a quien le traen sin cuidado estas cosas. Me da igual. Lo único que te voy a decir es que, si pierdes a la persona que lo significa todo para ti, ya me dirás si algún día te resulta fácil decir: «Ya está, se acabó, se ha ido». Todavía oigo la voz de mi marido, ¿sabes? Aún la oigo, hoy mismo, más clara que el agua. Cuando tiendo la ropa, oigo que Bill me llama desde la casa, como lo haría si estuviera en la parte de atrás, arreglando la cadena de la bici, y me preguntara si me apetece un café.

      Sé que es imposible. No vivimos en la misma casa. Nos mudamos a una nueva, Bill no sabría dónde estoy. De todas formas, no nos podíamos quedar en aquellas viviendas: son para las familias de los torreros, no para las familias de los torreros desaparecidos. Da lo mismo, fue como admitir que Bill no iba a volver. Me pongo triste solo de pensar que se presenta en nuestra casa y descubre que no estoy. Pero alguno de los conserjes de las casitas de la Doncella me lo diría. Y estas cosas se te pasan por la cabeza.

      Pero a Helen no le gusta imaginar. Es demasiado fría y práctica. Por eso, cuando hablas con ella, no te cuenta la verdad. Ni siquiera creo que sepa qué significa esa palabra. Desde que la conozco, lo único que se le ha dado bien es mentir. Me escribe cartas y me manda postales de Navidad, pero más valdría que no se molestara. Nunca las leo. Me gustaría no volver a saber nada de ella.

      Cualquiera pensaría que querría hacer una amiga, y más teniendo en cuenta la vida que llevaba antes. Pero Helen nunca hablaba de eso. Como vivíamos una al lado de la otra, podríamos habernos hecho íntimas; es lo que hacen las esposas de los guardas encargados: cuidar de las familias y manejar el cotarro cuando los hombres no están. Si nosotras nos llevábamos bien en las casitas, ellos se llevaban bien en la torre. Es la norma que regía en el servicio en los faros.

      Pero Helen, no. Ella se creía especial. Yo diría que hasta se creía demasiado importante, con sus pañuelos caros y sus joyas elegantes. Creo que, si tuviera todo el dinero del mundo para gastármelo en mí misma, seguiría siendo sencilla, porque la belleza forma parte de la personalidad, ¿verdad? Nunca me he sentido guapa.

      Con otra vida, no habríamos tenido ninguna relación. Lamento que nuestros caminos se cruzasen.

      No creer en nada le va a traer mala suerte a Helen. Sin la fe, yo me habría quitado de en medio hace mucho tiempo. Todavía me lo planteo a veces, pero luego pienso en los niños y no soy capaz. Si supiera que, de ese modo, me encontraría con Bill, entonces quizá. Quizá. Pero todavía no. Necesito que la luz siga brillando.

      Una vez, los de la Corporación del Tridente me insinuaron que Bill lo había hecho a propósito. Que se había embarcado en un barco francés para empezar una nueva vida. Y verás, no soy una persona violenta, pero poco me faltó para montar un numerito. Bill nunca me haría algo así. Nunca me habría abandonado.

      Ay, cierto, llaman a la puerta. Es el técnico de la televisión.

      ¿Has terminado? Si no, tendrás que volver otro día. No puedo dejar que te quedes; me pone nerviosa atender dos cosas a la vez, tengo que prestar atención al técnico. Espero que me la pueda arreglar; esta noche dan Bailando con las estrellas. Detesto no verla bien.

      Capítulo 10

      Helen

      Cada verano iba de peregrinación, el día de su cumpleaños o por esas fechas. Le dejaba la perra a una amiga y subía al tren hasta la siguiente estación, a media hora de la costa, y el resto del trayecto lo hacía en taxi. Las cosas no habían cambiado demasiado, nada era distinto. Aunque la vida continuaba a su ritmo en la superficie, por debajo la tierra se movía despacio. Las olas seguirían rompiendo en la orilla, hasta el fin de los siglos, pacientes; las hojas de las hayas surcaban el aire como empujadas por un abanico oriental.

      Helen enfiló la calle principal. Los mosquitos flotaban como nubes temblorosas y un olor a perifollo, maduro y caliente, venía del seto denso. Las sombras cálidas se alargaban por el camino; las ramas negras de los árboles cortaban un sol anaranjado. Rebasó el cartel del cementerio de

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