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había una tumba. Solo un banco, en el cabo, con una inscripción que rezaba:

      arthur black, william walker, vincent bourne

      maridos, padres, hermanos, hijos –

      queridos, todos

      «rayos resplandecientes de la misericordia del padre

      que brillan en su faro por siempre jamás».

      ¡Cuántas veces había oído a Arthur cantar esa saloma de marineros! Sentado en el borde de la bañera, la cantinela ondulaba en el vapor; la tarareaba en el lavabo, al lavarse la cara, o en la cocina, mientras asaba lonchas de tocino o cortaba rebanadas de pan. «Deja que sigan ardiendo las luces, mándanos un haz entre las olas». Llegaba a casa oliendo a algas y se sentaba en su sillón a comer patatas fritas impregnadas de vinagre sobre un bol de papel grasiento, con esas manazas que tenía, agrietadas como jarrones de terracota, con una suerte de halo alrededor de las uñas. Arthur atrapaba el pescado con las manos desnudas, ¿o no? Tenía algo de magia: magia marina, en parte humana, en parte piélago. Helen no tuvo claro desde el principio si casarse con él. Hasta que Arthur la llevó a dar una vuelta en barca. Entonces, lo supo. Arthur era diferente en el mar. Era difícil de explicar. Pero su personalidad cobraba sentido.

      Un poste terminado en un dedo señalaba la dirección del complejo residencial del faro; el camino serpenteante se estrechaba, invadido por la vegetación, y desbordaba sus lindes un revoltijo de prímulas y ortigas. Más adelante, tras una cuesta, aparecía la Roca de la Doncella.

      La torre refulgía sobre un mar cobalto, una línea tan nítida como una raya de rotulador. Quizá un puñado de entusiastas de los faros vengan aquí en verano, pensó Helen; llegaban hasta este punto, con las piernas llenas de rasguños por el endrino y la violeta de monte, y admiraban el faro desde la lejanía, una veta plateada en un espejo plateado, antes de volverse, cansados y sedientos, con ganas de una bebida fría, y sin la necesidad de volver a pensar en la Doncella.

      En la claridad moteada del sendero, la señal sobre una verja de metal rezaba: faro de la roca de la doncella: solo acceso privado.

      Ahora eran casas de alquiler vacacional y solo podían acceder los inquilinos. El camino era demasiado estrecho y retorcido, incluso para los camiones de la basura, así que había contenedores de plástico apiñados junto a la verja con números pintados en blanco.

      Aquí Helen esperaba verlo, cada año, venir a su encuentro. Quizá alguien lo acompañara y serían dos siluetas; alzaría la mano y ella haría lo propio, les devolvería el saludo. Tenía que mantener la esperanza de que eso ocurría: que las personas que comparten un mismo lugar al final encuentran la forma de reunirse.

Parte III

      Capítulo 11

      Arthur

      Barcos y estrellas

      El momento del día en que pienso más en ti es a la salida del sol. Justo en el instante previo, uno o dos minutos antes, cuando la noche da la bienvenida a la mañana y el mar empieza a separarse del cielo. Día tras día, el sol regresa. No sé por qué. He custodiado mi luz, encendida en la oscuridad, y la mantendré encendida: el sol no tenía que tomarse la molestia. Aun así, sigue volviendo y yo sigo pensando en ti. Dónde estarás y qué andarás haciendo. Y aunque no soy hombre que dé vueltas a estas cosas, es ahora, justo en este momento, cuando lo hago. Soy el único hombre durante las horas solitarias; casi me lo creo, porque el sol sigue despuntando y debo apagar la luz un amanecer tras otro, en cuanto no es necesaria, y quizá estés ahí cuando baje por las escaleras. Tal vez te encuentre ante la mesa con alguno de los otros, un poco mayor, quizá, desde la última vez que te vi, o tal vez exactamente igual.

4

       Dieciocho días en la torre

      Las horas se convierten en noches, que se vuelven albas que, a su vez, se transforman en semanas y así sucesivamente, mientras el ancho mar se ondula, la lluvia resuena y el sol brilla hasta el ocaso desde la mañana, y las conversaciones se susurran bajo una luz tenue, una luz inexistente, conversaciones que no existieron o que existen ahora.

      —Reponían el concurso ese en el que preguntan sobre un tema, Mastermind —dice Bill en la cocina, con un pitillo colgado de la boca e inclinado sobre sus conchas. Todo torrero necesita un pasatiempo, le dije cuando empezó, y cuantos más, mejor; te hace esmerarte y crear algo provechoso, tener un objetivo, día tras día, hasta llegar a la perfección. Un viejo guarda encargado con el que trabajé me enseñó cómo construir una goleta y meterla en una botella. A mí me pareció demasiado meticuloso, incluso las velas tenían que pegarse. Me llevó semanas de dedicación antes de poder deslizarla dentro y levantar las jarcias; si hubiera pegado mal un solo palo, habría arruinado toda la goleta. La soledad empuja al hombre a alcanzar su estándar de calidad. Lo sé porque llevo veintitantos años en la Doncella y Bill, solo dos.

      —¿Y qué tema han elegido?

      —Las cruzadas —responde—. Y Guardianes del espacio.

      —Deberías participar.

      —¿Con qué?

      —Con un tema que conozcas.

      Bill sopla la concha que está tallando, la deja a un lado, se recuesta en la silla y coloca los brazos tras la cabeza. El ordinario exhibe una expresión aplicada y tímida, con el pelo corto a ras de las orejas; tiene unos rasgos menudos y precisos; en tierra firme, lo tomarías por contable. El humo le llena los conductos respiratorios y surge en dos chorros idénticos por las comisuras de la boca, donde se funden con la neblina fantasmagórica que ha dejado quien ha estado allí antes dando caladas.

      —Sé de muchos temas —dice—, pero no lo suficiente.

      —Conoces bien el mar.

      —Pero tiene que ser un tema específico. No puedes llegar allí y soltarle al presentador: «Pregúntame lo que quieras sobre el mar». Es un tema demasiado amplio, no me dejarían.

      —Bien, pues sobre faros.

      —Anda, no seas tonto. No puedes ser especialista sobre un tema que coincida con tu trabajo. Nombre: Bill Walker. Trabajo: farero. Tema: faros.

      Apaga el cigarrillo Embassy y enciende otro. Debido al frío de esta época del año, hay que mantener las ventanas cerradas, y, como aquí cocinamos, fumamos y preparamos platos que humean, el ambiente se está cargando mucho.

      —¿Tienes ganas de que vuelva Vince? —le pregunto.

      Bill expulsa el aire por la nariz.

      —Me da igual tanto una cosa como la otra.

      Le agarro la taza y enciendo el hervidor eléctrico. Aquí, nuestros días y noches se organizan alrededor de las tazas de té, sobre todo en esta época del año, diciembre, el corazón del invierno, cuando amanece tarde, anochece pronto y hace un frío espantoso. Levantarse a las cuatro para el turno de mañana, vuelta a la cama después del almuerzo, levantarse otra vez más tarde, descorrer las cortinas y se acabó la tarde. ¿Es hoy, mañana, la semana que viene? ¿Cuánto llevo durmiendo?

      En realidad, la taza es de Frank; es roja y blanca, con la inscripción Brandenburger Tor. Frank es tan remilgado que seguro que se la llevará mañana cuando se vaya, no sea que alguno de nosotros se la melle mientras él está en tierra. Cada uno tomamos el té de forma distinta, y quien lo prepara debe tenerlo en cuenta. Incluso ahora que Vince va a volver y lleva semanas fuera, nos aseguraremos de preparárselo bien. Así demostramos que prestamos atención. En casa, Helen no pone azúcar, pero yo no me quejo, lo acepto y así no discuto. Aquí, en cambio, llegamos a las burlas: «Tú, pedazo de imbécil, esa red de pescar aguanta más que tú».

      Bill dice:

      —¿Sabías que Frank se echa la leche antes que el té, el tío? Primero la bolsita,

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