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juguetes. Partió las cajas, las metió en la más grande y la sacó al cubo de reciclaje. Después volvió y se situó junto a la barra.

      –Gracias por tu ayuda.

      –De nada. Estaba pensando que podría almorzar aquí.

      Ese hombre la atraía y no podía negarlo. Tenía una mirada noble y hacía tiempo que había aprendido que esa virtud estaba infravalorada en las personas.

      –Pareces un hombre encantador, pero la respuesta es «no».

      Él enarcó una ceja.

      –Estás dando mucho por hecho.

      –Tal vez, pero no voy a cambiar de opinión.

      Él seguía allí sin moverse, tan alto y con esa cordial actitud. Era muy agradable, pero nada más. Will Falk era un tipo amable. La había ayudado y ella estaba evitándolo, intentaba darle esquinazo. Tenía razones para ello, aunque él no lo sabía. Suspiró.

      –No es nada personal, pero no salgo con hombres.

      –¿Es que juegas con el otro equipo?

      A pesar de la incómoda situación, Jo sonrió.

      –No, no soy lesbiana.

      Esperaba que él dijera que no tenían por qué salir juntos, que podría ser solo sexo, porque sabía que en el fondo una oferta de ese estilo la tentaría y es que hacía mucho tiempo que no estaba con un hombre.

      La puerta se abrió y varias mujeres del Ayuntamiento entraron. Saludaron a Jo antes de sentarse en una mesa junto a la ventana. Al minuto llegaron doce clientes más, incluyendo a un par de hombres que no reconoció, pero que parecían venir de la obra. Saludaron a Will, pero se sentaron en un banco.

      –Veo que estás ocupada. Ya seguiremos con esto más tarde.

      –No hay necesidad de hacerlo.

      –No estoy tan seguro.

      La puerta volvió a abrirse y Ethan Hendrix entró. Miró a su alrededor y se acercó a la mesa donde se habían sentado los obreros. Uno de ellos se levantó. Antes de que Jo se diera cuenta de lo que estaba pasando, Ethan echó el brazo atrás y le lanzó un puñetazo en la mandíbula al hombre.

      Jo miró el reloj. ¡Ni siquiera era mediodía! Todo apuntaba a que iba a ser un día muy largo.

      Tucker se colocó la bolsa de hielo en la mandíbula mientras la dueña del bar, Jo había dicho Ethan que se llamaba, lo observaba con cautela.

      –Ya he dicho que no voy a devolvérselo –dijo sabiendo que se había merecido ese puñetazo y alguno más.

      –Perdóname si no te creo –le contestó ella antes de mirar a Ethan–. Y tú, hazlo otra vez y tendrás la entrada prohibida a este bar.

      –No he roto nada.

      –Ya sabes lo que pienso sobre que haya peleas en mi bar. ¿Quieres que hable con Liz?

      –No –respondió Ethan al instante algo asustado–. No se lo digas a mi mujer. No volveré a hacerlo.

      –Más te vale –y con eso Jo se marchó para atender a un cliente.

      –Qué bar más raro –murmuró Tucker mientras se palpaba la mandíbula. No le dolía mucho y esperaba que el hielo controlara la hinchazón y el moretón. A lo largo de los siguientes días llegarían dos cuadrillas más de hombres y no quería tener que dar explicaciones sobre el hematoma ni tener que escuchar sus especulaciones sobre por qué lo habían golpeado.

      A su lado, Ethan abría y cerraba la mano derecha.

      —Me ha dolido.

      —No esperes compasión por mi parte —le dijo Tucker—. ¿En qué demonios estabas pensando?

      —¿Quieres que te haga la misma pregunta?

      —No. Si tuviera una hermana, yo habría hecho lo mismo.

      —Y tanto que lo habrías hecho —Ethan lo miraba—. Esperaba que la protegieras, no que te acostaras con ella.

      —Te das cuenta de que eso sucedió hace diez años.

      —¿Crees que importa?

      Tucker dejó la bolsa de hielo sobre la barra.

      —Probablemente no. Si sirve de algo, diré que no pretendía que sucediera. Estaba borracho.

      La mirada de Ethan se volvió gélida de nuevo.

      —¿Quieres contarme los detalles?

      —Eh, no. Tienes razón.

      Ethan le dio un golpe en el brazo.

      —Confiaba en ti.

      —Lo sé.

      —Y me traicionaste.

      Tucker se vio invadido por un sentimiento de culpabilidad.

      —Lo siento. No sé qué decir —ya era terrible que Ethan supiera lo de aquella noche, y mucho peor sería si conociera las circunstancias en que sucedió todo.

      —Mi madre cree que fue la primera vez para Nevada.

      Tucker contuvo el aliento mientras la potencial verdad lo golpeaba con fuerza por dentro.

      ¿Virgen? No, no era posible. No solo había estado borracho, sino que además le había susurrado el nombre de Cat a una chica virgen...

      —Mátame directamente —murmuró apoyando los codos sobre la barra y la cabeza sobre las manos—. Espera —se puso derecho—. ¿Tu madre lo sabe?

      —Está muy unida a sus hijas.

      —Eso parece... ¿Quién más...? —sacudió la cabeza—. No me lo digas.

      ¿Nevada era virgen? Tenía dieciocho años... Era posible y, con la suerte que él tenía, más que probable.

      No podía recordar mucho sobre aquella noche excepto que había sido rápido y un desastre. ¿Cómo iba a disculparse por eso? ¿Qué iba a decir? Se había visto arrollado por el amor que sentía por Cat y todo lo demás estaba borroso. Pero, sin duda, había aprendido una lección: nunca hagas el tonto por amor. Pero eso no justificaba nada, y menos su actitud para con Nevada.

      Jo dejó una cerveza delante de cada uno.

      —Mejor. Parece que habéis hecho las paces. ¿Vais a comer algo?

      —No me vendría mal almorzar —dijo Tucker débilmente.

      Ethan agarró las dos cervezas.

      —Vamos a sentarnos en una mesa al fondo. Dos hamburguesas, ¿vale?

      Tucker asintió y siguió a su amigo hasta un espacio que le recordaba más a los bares a los que estaba acostumbrado a ir. Ahí, las pantallas de televisión estaban emitiendo deportes, había sillas sin acolchar y una gran mesa de billar en el centro.

      —Un lugar interesante —dijo Tucker cuando se sentaron uno frente al otro.

      —Es mi hogar —dijo Ethan—. Exceptuando la universidad, no he estado en ninguna otra parte —le dio una cerveza a Tucker—. Debes de estar cansado de estar viajando todo el tiempo.

      Tucker dio un trago.

      —Es lo único que conozco. Dime por qué esto es mejor.

      Ethan le lanzó una lenta sonrisa de satisfacción, se metió la mano en el bolsillo trasero del vaquero y sacó su cartera. Le pasó una fotografía en la que aparecía con una preciosa pelirroja que estaba mirándolo como los hombres desean que se los mire, con una combinación de amor, orgullo y felicidad.

      —No te la mereces.

      Ethan se rio.

      —¡Y qué lo digas! Liz es increíble. Muy sexy, inteligente

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