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paso era una desilusión. La intuición de Juan Vicente Gómez era mucho más penetrante que una verdadera facultad adivinatoria. El doctor Duvalier, en Haití, había hecho exterminar los perros negros en el país porque uno de sus enemigos, tratando de escapar del tirano, se había escabullido de su condición humana y se había convertido en perro negro. El doctor Francia, cuyo prestigio de filósofo era tan extenso que mereció un estudio de Carlyle, cerró a la república del Paraguay como si fuera una casa, y sólo dejó abierta una ventana para que entrara el correo. Nuestro Antonio López de Santana enterró su propia pierna en funerales espléndidos. La mano cortada de Lope de Aguirre navegó río abajo durante varios días, y quienes la veían pasar se estremecían de horror, pensando que aun en aquel estado aquella mano asesina podía blandir un puñal. Anastasio Somoza García, padre del último dictador nicaragüense, tenía en el patio de su casa un jardín zoológico con jaulas de dos compartimientos: en uno estaban encerradas las fieras, y en el otro, separado apenas por una reja de hierro, estaban sus enemigos políticos.

      Martínez, el dictador teósofo de El Salvador, hizo forrar con papel rojo todo el alumbrado público del país para combatir una epidemia de sarampión, y había inventado un péndulo que ponía sobre los alimentos antes de comer para averiguar si no estaban envenenados. La estatua de Morazán que aún existe en Tegucigalpa es en realidad del mariscal Ney: la comisión oficial que viajó a Londres a buscarla, resolvió que era más barato comprar esa estatua olvidada en un depósito, que mandar a hacer una auténtica de Morazán. (García Márquez, 2015b, p. 172)

      Como se puede apreciar, en el inventario de dictadores que le habían servido como modelo inspirador de su patriarca, García Márquez jamás mencionó a Fidel Castro, a quien veía, seguramente, más bien como caudillo. No obstante, existen testimonios sobre su interés en él, desde los años iniciales de la redacción final de la novela. Carlos Franqui (2006) recuerda la insistente indagación de García Márquez por las anécdotas de Castro, sus pertinaces preguntas:

      Nuestro primer encuentro europeo ocurrió en el 68, a su regreso de un viaje a Checoslovaquia… cuando vivía en Barcelona, y pareció nacer una amistad entre nosotros. Gabo me soltaba la lengua, yo aceptaba el juego, me interesaba mucho que supiera lo que ocurría en Cuba, la crisis irremediable de la Revolución, el caudillismo de Fidel Castro, Cuba una provincia rusa, no en el sentido satélite, a donde mandaba Fidel Castro, pero sí en el sistema ruso y comunista.

      Lo que más interesaba a García Márquez era la personalidad de Fidel Castro, me hacía contar sus anécdotas e historia, y eran muchas aquellas que conocía del Comandante. (p. 364)

      Hay incluso un episodio sorprendente que nos revela esa facultad adivinatoria que algunos atribuyen a García Márquez. Franqui le contó acerca del proyecto de Castro, para el cual se consultó en Italia a una comisión de ejecutivos holandeses, de crear entre la Ciénaga de Zapata y Guanahacabibes, es decir, todo el sur de Cuba, un gran lago artificial de más de 500 kilómetros, mediante el desagüe del mar Caribe. Al escucharlo,

      Gabo puso cara seria, trajo el manuscrito de El otoño del patriarca, y me leyó el fragmento de una escena que era exactamente igual. Lo felicité por el acierto, y su respuesta fue el silencio, pero cuando salió el libro, el lago marino de agua dulce había desaparecido. (Franqui, 2006, p. 369)

      Entre los rasgos comunes se destacan:

      1.La afición vacuna. Para el patriarca las vacas son tan importantes que deambulan impunes por el balcón de la patria. En relación con Castro, cuando se organizaba la exposición francesa en el pabellón Cuba, en La Rampa, la condición que impuso para su realización fue: «me gustará que en los jardines del pabellón estuvieran mis vacas» y que hubiera «pangola también» (Franqui, 2006, p. 334). Célebre fue el caso, recordado por Leante (1996), de la vaca Ubre Blanca, publicitado puntualmente por el Granma, la cual daba entre 50 y 70 litros diarios, ordeñada cuatro veces al día; cuando alcanzó los cien litros, murió y la homenajearon con una estatua en bronce. (p. 27)

      2.La mujer más importante en la vida de Castro parece haber sido Celia Sánchez, su compañera de armas, secretaria y amiga, quien murió de cáncer después de haber sido operada en secreto en una clínica norteamericana. Según Franqui (1988):

      Esta mujer delgada y frágil, enérgica, audaz, valiente y sacrificada, se volvió su alter ego o su alter ega […] se convirtió en su más fiel compañera, en su ayudanta […] como si fuera su sombra, de día y de noche, en el combate, el sueño, la comida, en transmitir sus órdenes, recoger sus documentos, ocuparse de los visitantes, periodistas, comandantes, compañeros, campesinos, y de cuanta cosa Fidel y la guerra necesitaban. (p. 293)

      El padre de Celia se llamaba Manuel Sánchez. Sorprende que la mujer más importante en la vida del patriarca se llamara Manuela Sánchez.

      3.En El otoño del patriarca se alude a las «ocasiones en que perdía el habla de tanto hablar» (García Márquez, 2012, p. 45). El propio García Márquez (1981) cuenta que Castro «se quedó mudo después de anunciar en un discurso la nacionalización de las empresas norteamericanas. Pero fue un percance transitorio que no se repitió». (p. 12)

      4.En El otoño se habla de «los burócratas que se repartieron el espléndido barrio residencial de los fugitivos» (García Márquez, 2012, p. 49). En La Habana, los barbudos se tomaron las residencias y los carros de los ricos que huyeron en desbandada a Miami.

      5.Una vida sexual activa, pero mediocre. En El otoño se describen los amores de emergencia del patriarca (García Márquez, 2012, p. 51), en rápidos asaltos de gallo (p. 22) con las concubinas, sin desvestirlas ni desvestirse ni cerrar la puerta (p. 13). Franqui (1988) cita las infidencias de las amantes de Castro:

      Mal palo, palabras de mujeres: dicen algunas de sus amantes, que hace el amor […] con las botas puestas, la escolta a la puerta, que no lo abandona nunca, rápidamente, sin intimidad (p. 265); […] el uniforme sin quitarse, desabrocharse la portañuela y allá va eso en un santiamén. (p. 296)

      7.Pésimos perdedores. El patriarca, en el dominó, «sólo ganaba porque estaba prohibido ganarle» (García Márquez, 2012, p. 26). Castro, no aceptaba perder ni en el pimpón ni en la pesca ni en el béisbol y, como recuerda Franqui (1989): «Disparar mejor que él es imposible; en la guerra ni siquiera el Che Guevara, buen tirador también, se atrevía a ganarle, sabiendo que éste sería un serio disgusto para el Comandante» (p. 244). García Márquez (1988) afirma:

      Una

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