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lo vi solemne de toda solemnidad, en Cuba. Hasta el uniforme verde olivo de Fidel Castro como que se desteñía un poco ante la solemnidad de Gabo. Y eso que ésta era de una estatura bastante menor. Y hasta hoy, la solemnidad sólo será solemne siempre y cuando Gabo se encuentre solemne. Realmente lo que se dice solemne de toda solemnidad. (p. 381)

      Más adelante, Bryce destaca la actitud crítica de García Márquez hacia Castro y las crisis de Cuba:

      si había alguien que criticaba a Fidel, pero dentro de Cuba, y a Fidel, pero cara a cara a Fidel, era Gabo. Y, si bien este escritor extraordinario y campechano (pero que ve a través del alquitrán) siempre ha sido considerado el procastrista por excelencia, el último que queda hasta hoy en que «proso» estas páginas». (p. 469)

      Y por último destaca:

      El verdadero genio del olfato político, por más que muchas veces lo encerrara en perfectas fórmulas literarias de ejemplar sencillez, era Gabo… Tenía algo encantador de encantador Rasputin caribeño, el Nobel 82, un instinto, un qué se yo, algo con que se nace. Y algo, también, que a Raúl nada le gustaba o que simplemente envidiaba. Desde luego, esos dos no simpatizaron nunca y casi me atrevería a jurar que tampoco se llevaban bien, por más que la nobleza los obligara. (p. 476)

      […] vi a Gabo ejercer sus dotes de político que sabe lo que busca y lo va a sacar. (p. 478)

      Como consecuencia de las fructíferas relaciones entre García Márquez y Fidel, surgirán la Fundación para el Nuevo Cine Latinoamericano –en la que el escritor no solo invierte medio millón de dólares de su propio dinero, sino que además dona el sueldo de los cursos que imparte y, gracias a sus relaciones, lleva profesores como Robert Redford, Steven Spielberg, Francis Ford Coppola, Gillo Pontecorvo y Rafael Solanas– y la Escuela Internacional de San Antonio de los Baños, inaugurada en 1986. Estas dos instituciones constituyen un hito en la medida en que con ellas el protagonismo de la política y su influjo ideológico ceden su espacio a las sutilezas revolucionarias de la cultura (Esteban y Panicheli, 2004, pp. 258-270).

      En 1986 en su novela El general en su laberinto García Márquez sorprende a sus lectores y, en especial, a los historiadores, al conferirle a Simón Bolívar ciertos rasgos pertenecientes a Castro, como si quisiera atenuar las molestias y suspicacias ocasionadas por las continuas coincidencias entre el tirano autoritario, devastador y longevo de El otoño del patriarca y el dictador cubano, ahora su nuevo mejor amigo.

      Esta actitud admirativa y reverente de García Márquez ante Castro le generó choques con sus colegas latinoamericanos. Carlos Franqui (2006) nos recuerda lo ocurrido en la posesión del presidente mexicano Carlos Salinas de Gortari:

      […] en la ceremonia de toma de posesión del presidente mexicano Salinas de Gortari, cuando al llegar Castro, García Márquez empezó a aplaudir y los otros le siguieron en coro, menos Octavio Paz, que respondió con un sonoro y estridente chiflido. Entonces García Márquez le gritó:

      –Qué bien chiflas, Octavio.

      Y Paz le respondió:

      –Qué bien aplaudes, Gabo.

      Y más tarde le llamó por teléfono, a él y a todos, y le preguntó:

      –¿Ya te lavaste las manos, Gabo?

      –¿Cómo que si me lavé las manos, Octavio?

      –Sí, porque cuando se la diste al Comandante, en la comida ofrecida en tu casa, te manchaste con la sangre de sus crímenes. (p. 371)

      El 13 de julio de 1989 la amistad entre Castro y García Márquez parece recibir un golpe bravo cuando en Cuba ejecutan a Tony de la Guardia y Arnaldo Ochoa, héroe de Angola, dos amigos de García Márquez. Aunque el escritor intenta interceder, no es escuchado, pues para la dirigencia, según la explicación que García Márquez transmite al presidente Mitterrand, no quedaba otra alternativa. No obstante, en 1993, García Márquez puede por fin atender como anfitrión a Fidel Castro en Cartagena, y en el caluroso agosto de 1996, Castro invitó a Gabo y a Mercedes a Birán, su aldea natal, y los paseó por todos los lugares que marcaron su infancia. En enero de 1998, cuando Juan Pablo II visita a Cuba, allí estará presente García Márquez, sentado, en la misa, al lado de Castro, por encima de dirigentes como Raúl Castro y Carlos Lage.

      En adelante, las discusiones promovidas por la Fundación para el Nuevo Periodismo Latinoamericano –hoy Fundación García Márquez– en torno al control estatal de la prensa y los medios de comunicación que, en lugar de informar, ocultan, continuaron resaltando una relación ya no incondicional con la Revolución cubana.

      La fascinación del poder

      La intuición del poder, su enigma, sus ritos, su relación con el mal, con la violencia, son temas sin los cuales es imposible entender la vida y la obra de Gabriel García Márquez. Su obsesión con tales temas quizá explique su fascinación por personajes tan disímiles como Alberto Lleras, Omar Torrijos, Carlos Andrés Pérez, Fidel Castro, Belisario Betancur, Felipe González, Olof Palme, Carlos Salinas de Gortari, Francois Mitterand y Bill Clinton, entre otros. El placer de alternar con los poderosos era quizá la manera de aclarar ese misterio en su misma fuente.

      La procedencia de esa fascinación perpetua al parecer podría situarse en la infancia del escritor junto a la figura más importante de su vida, el abuelo Nicolás Ricardo Márquez, veterano de guerra, exitoso con las mujeres, admirado por el pueblo, quien le dedicó al nieto la última década de su vida colmándolo con la compañía cálida y protectora, el afecto y el aprecio que García Márquez habría de extrañar durante buena parte de su vida. Practicante del hábito caribe de la conversación, el abuelo llenaba con relatos la niñez del nieto, su Napoleoncito, con el recuento de los trabajos perdidos de la Guerra de los Mil Días, la evocación conmemorativa del caudillo liberal Rafael Uribe Uribe, el desencantado relato de la masacre de los trabajadores de las bananeras de la United Fruit Company por orden del general andino Carlos Cortés Vargas, la relación admirativa de las hazañas del Libertador Simón Bolívar y sus infames días finales doblegado por la tuberculosis y la ingratitud de sus compatriotas, historias todas que le inculcaron el aprecio por la libertad y la vocación por la defensa de la dignidad y la justicia.

      El abuelo sirvió asimismo como modelo para los protagonistas de varias de sus ficciones iniciales –La hojarasca, El coronel no tiene quien le escriba, La mala hora y Cien años de soledad– en las que se exploran diversos matices del tema del poder –desde el militar, político, religioso, familiar y económico hasta el de las palabras (pasquines, cartas, panfletos, canciones), el arte (sobre todo, la música), el sexo y el amor–. Cabe señalar, además, que ya en su primer reportaje extenso, «La marquesita de La Sierpe», García Márquez había iniciado la exploración de ese demonio personal.

      Fidel Castro y el patriarca

      La obra clave de García Márquez en el tratamiento del tema del poder es la novela El otoño del patriarca cuya escritura inicial, iniciada poco después de la salida de Prensa Latina, y tras la publicación de dos relatos que constituyen aproximaciones premonitorias, El mar del tiempo perdido (1961) y Los funerales de la Mamá Grande (1962), pronto se debió interrumpir debido a problemas técnicos sin solución inmediata y al repentino y providencial descubrimiento del tono acertado para contar la historia de una casa, una familia y una aldea, que lo perseguían desde 1952, y habrían de culminar de manera magistral con Cien años de soledad.

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