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el resultado de la polarización causada por las negociaciones en La Habana. Pero en realidad, la sociedad colombiana históricamente siempre ha estado polarizada en dos bandos: creyentes y no creyentes; liberales y conservadores; pobres y ricos; guerrilleros y no guerrilleros; belicistas y antibelicistas. Cien años de soledad subraya esa contienda fratricida en el campo político. «El coronel Aureliano Buendía promovió treinta y dos levantamientos armados y los perdió todos» (García Márquez, 2007 [1967], p. 125). Al final reconoce que solo se pelea por orgullo o «por algo que no significa nada para nadie» (p. 161).

      No tengo duda alguna de que una relectura de Cien años de soledad en el contexto de las negociaciones de paz iluminaría muy bien las dificultades para llegar a un acuerdo final. En la novela, el narrador relata la llegada a Macondo de «seis abogados de levita y chistera que soportaban con estoicismo el bravo sol de noviembre» (p. 196). Han venido a negociar la paz con Aureliano Buendía. El jefe liberal de los levantados en armas

      […] escuchó en silencio las breves propuestas de los emisarios. Pedían, en primer término, renunciar a la revisión de títulos de propiedad de la tierra para recuperar el apoyo de los terratenientes liberales. Pedían, en segundo término, renunciar a la lucha contra la influencia clerical para obtener el respaldo del pueblo católico. Pedían, por último, renunciar a las aspiraciones de igualdad de derechos entre los hijos naturales y los legítimos para preservar la integridad de los hogares. (p. 196)

      Con la clarividencia que le da el conocer en profundidad las causas del conflicto, García Márquez prácticamente las enumera en la cita anterior. El primero es el problema de la tenencia y posesión de la tierra. Y no es problema de un grupo o de una ideología sino un problema social y político que no ha tenido una solución ni justa ni definitiva. Los grupos paramilitares tenían como uno de sus objetivos también realizar por la fuerza una verdadera reforma agraria y, por lo tanto, hicieron que la tierra cambiara de propietarios en una proporción escandalosa. Y hoy, después de muchos años de realizado el despojo, si alguien se atreve a reclamar la tierra que les fue arrebatada es porque «se quiere hacer matar» («Oiga, cuénteme: ¿usted se quiere hacer matar?» (El Tiempo,, 22 noviembre de 2016, p. 3). El segundo tiene que ver con las creencias y el intento de imponer una forma de vida, una moral cristiana. Los estudiosos ya han comenzado a plantear hipótesis sobre el apoyo masivo de las iglesias cristianas al No. En una sociedad laica, secularizada, ven poco margen de maniobra para sus actividades. La Iglesia católica quedó en una especie de limbo porque, por una parte, el respaldo del Papa Francisco fue abierto y directo, mientras que los jerarcas colombianos solo parcialmente siguieron su orientación. Por último, el modelo de familia y, en consecuencia, el educativo, fue también en esta ocasión una razón para la discordia. Varios sectores vieron con horror la amenaza que representa la llamada ideología de género y la encontraron en el Acuerdo Final profusamente, guiados en su búsqueda por vigilantes pastores. No faltaron tampoco profetas que anunciaban una desgracia inminente: los hijos iban a ser convertidos en homosexuales, las hijas en lesbianas porque ahora ¡los infantes podían escoger su género! Pero en realidad todo lo anterior se compendia en una sola oración como muy bien lo entendió y lo expresó el coronel Aureliano Buendía: «Lo importante es que desde este momento solo estamos luchando por el poder» (García Márquez, 2007, p. 197). Todo lo demás es secundario.

      Y tampoco hay dubitación en que la lucha por el poder no es solo entre los levantados en armas y el gobierno, sino también dentro del mismo establecimiento como lo ha señalado el escritor Héctor Abad Faciolince (3 de octubre de 2016): «Santos y Uribe quieren lo mismo: ser ellos, cada uno, los protagonistas del Acuerdo, y que el protagonista no sea su adversario político. Es un asunto humano, demasiado humano, de pura vanidad. La paz sí, pero si la firmo yo».

      Esta rivalidad se ha incrementado ahora con el segundo premio Nobel de un colombiano, el de la Paz 2016, concedido al presidente Juan Manuel Santos más como estímulo que como recompensa por metas alcanzadas. En un comentario en Twitter se advierte: «Ironías de la vida, tenemos ahora dos premios Nobel en Colombia: uno de literatura en un país que no lee y uno de paz en un país que no perdona» (De Las Aguas Couttin, 7 de octubre de 2016). El índice de libros leídos por lector al año es muy bajo. También la historia demuestra que en verdad los corazones no están dispuestos a perdonar. La obra de teatro más representada en Colombia, Guadalupe años sin cuenta, se desarrolla alrededor del jefe de la guerrilla liberal en los Llanos –respuesta al asesinato en 1948 del líder popular Jorge Eliecer Gaitán–, quien junto a sus tropas firmó el armisticio y entregó sus armas en 1954 para terminar meses más tarde asesinado por la misma policía secreta del régimen. Los grupos que se desmovilizaron en los años noventa sufrieron una continua hostilidad y falta de planes efectivos para su reinserción a la sociedad. En 1994, el grupo disidente Renovación Socialista firmó un acuerdo de paz con el gobierno de César Gaviria, pero sus líderes fueron asesinados por el Ejército. Entre 1984 y 1997, la Unión Patriótica fue sometida a un genocidio político. En la ficción garciamarquiana, tan solo dos meses después de la firma del tratado de Neerlandia, los más decididos instigadores de la guerra civil «estaban muertos o expatriados, o habían sido asimilados para siempre por la administración pública» (García Márquez, 2007, p. 209).

      Según el somero recuento histórico y ficticio anterior, se puede deducir que, en verdad, la sociedad colombiana no está dispuesta a perdonar y a reinsertar a la sociedad a quienes se han enfrentado a ella. Más allá de las estrategias de campaña electoral, esta es una de las razones esenciales que explican el triunfo del No en el plebiscito previsto para refrendar el Acuerdo de Paz de La Habana. Más que un acuerdo, en el fondo prefieren un castigo ejemplar –en nombre de la justicia– sin importar que el grupo ilegal no fue vencido en armas. Y nunca van a estar satisfechos con lo pactado. Lo que los negociadores debieron planear cuidadosamente es cómo evitar el río de sangre que se avizora en el inmediato futuro, cuando desde ya se está planeando y ejecutando la muerte de líderes comunales.

      Lo que hemos de admirar en García Márquez es su gran capacidad para captar esa realidad colombiana que hace que lo que escribió ayer sea una radiografía vigente de los sucesos de hoy y, quizá, una voz profética para lo que vendrá mañana. La montaña rusa causada por las noticias de las últimas semanas parece haber sido anticipada por su prosa novelística:

      Era como si Dios hubiese resuelto poner a prueba toda su capacidad de asombro, y mantuviera a los habitantes de Macondo en un permanente vaivén entre el alborozo y el desencanto, la duda y la revelación, hasta el extremo que ya nadie podía saber a ciencia cierta dónde estaban los límites de la realidad. (García Márquez, 2007, p. 258)

      Esto hemos experimentado muchos colombianos en los últimos meses: el alborozo por la firma del tratado de La Habana el 26 de septiembre de 2016 ante la comunidad internacional; el desencanto por el triunfo de quienes se opusieron a aceptar este tratado en el plebiscito del 2 de octubre; una nueva esperanza con la firma de un segundo acuerdo y por lo que pueda llegar a significar el Premio Nobel de Paz 2016 concedido al presidente Santos. Muy bien sabía García Márquez que «era más fácil empezar una guerra que terminarla» (p. 199). Pero bien vale la pena continuar la búsqueda de una posibilidad real para el triunfo de la

      […] utopía de la vida, donde nadie pueda decidir por otros hasta la forma de morir, donde de veras sea cierto el amor y sea posible la felicidad, y donde las estirpes condenadas a cien años de soledad tengan por fin y para siempre una segunda oportunidad sobre la tierra. (García Márquez, 1982)

      Como nación, damos la bienvenida al Premio Nobel de la Paz a Colombia si significa el advenimiento de la reconciliación después de comprobar, como Aureliano Buendía «que esta guerra ha acabado con todo» (García Márquez, 2007, p. 203). Pero no tengo hesitación alguna al afirmar que Gabo sigue siendo el ganador favorito en el país, porque ilumina el camino de unidad y felicidad de los colombianos.

      Referencias bibliográficas

      Abad Faciolince, H. (2016). Explicar el fracaso. Recuperado de http://elpais.com/elpais/2016/ 10/03/opinion/1475515757_441155.html

      De Las Aguas Couttin. (7 de octubre de 2016). «Ironías de la vida, tenemos ahora 2 premios Nobel en COL; 1 de literatura en un país que no lee y 1 de paz en un

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