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Los funerales de la Mamá Grande (1962), un cuento publicado con posterioridad a El coronel no tiene quién le escriba, y puerta de tránsito hacia la obra que lo estaba esperando desde hacía ya unos años, Cien años de soledad (1967), García Márquez se vale de lo hiperbólico y desmesurado y del humor y lo grotesco como un arma crítica. El autor, que se había inspirado en la sequedad de El viejo y el mar para escribir la historia de un coronel que espera inútilmente su pensión de jubilación, encuentra que también se siente muy cómodo en la desmesura rabelesiana, donde el lenguaje se hace naturalmente simbólico y más libremente poético. Y aunque a primera vista el tema de Los funerales no tiene nada que ver con el de El coronel no tiene quien le escriba, una indagación detenida muestra que también en el cuento lo que se está señalando es la muerte de una época, en este caso como consecuencia del fallecimiento de la gobernante suprema de Macondo, la Mamá Grande. Lo que sucede es que este personaje, por la perspectiva legendaria del relato, deviene finalmente en símbolo. ¿De qué? También de un mundo antiguo, de un feudalismo-agrario donde el poder emana de la tenencia de la tierra, en un lugar donde «no se sembró nunca un solo grano por cuenta de los propietarios» y donde la Mamá Grande encarna «la prioridad del poder tradicional sobre la autoridad transitoria, el predominio de la clase sobre la plebe, la trascendencia de la sabiduría divina sobre la improvisación mortal». Por supuesto, esta caracterización está hecha desde la desmesura, la ironía y la caricatura, que son el resultado del punto de vista del narrador, una especie de juglar, de narrador oral –emparentado, sin duda, con esa figura mítica local que fue Francisco el Hombre y con los cantores del vallenato tradicional, ese género que tanto quiso García Márquez–, el cual, situado por encima de la multitud, comienza su relato diciendo: «Esta es, incrédulos del mundo entero…», y que en un momento dado explica que ha llegado la hora de contar esta calamidad nacional «antes de que tengan tiempo de llegar los historiadores». En Los funerales de la Mamá Grande vemos que García Márquez desarrolla ya una estrategia narrativa que va a ser central en Cien años de soledad y en El otoño del patriarca: la de narrar la historia desde su versión popular, hiperbólica y legendaria, para contraponerla a la versión oficial, reductora y manipulada por las élites. Y que su personaje central tiene en común con el dictador de El otoño del patriarca que, dado que su régimen había durado siglos, todo el mundo pensaba que era inmortal.

      Pese a las semejanzas de fondo, hay, sin embargo, una diferencia de enfoque en los dos relatos: mientras que en El coronel no tiene quién le escriba, como en Don Quijote de la Mancha, la visión del pasado es idealizada por el autor –lo que equivale a una despedida nostálgica– en Los funerales de la Mamá Grande, al ser el humor el instrumento primordial, la visión es crítica, demoledora. Los vicios de nuestros dirigentes, los lugares comunes de nuestra cultura, la trinca eterna entre el gobierno central y los caciques locales, la injerencia de la Iglesia católica en los asuntos públicos, todo eso, van a ser caracterizados y caricaturizados en este relato.

      Con Cien años de soledad, publicada en 1967, García Márquez se acabó de revelar a sus lectores como lo que siempre fue: un enorme poeta en prosa y un escritor decididamente político –en el sentido amplio de esta palabra– con una capacidad enorme de sintetizar algunos aspectos definitivos de la historia y la cultura colombianas. La gran casa, sostenida por la presencia de Úrsula, única figura que permanece casi hasta el final de la saga de la familia, es el escenario de los sueños de los personajes que parecieran jalonar la historia, que sin embargo nacen ya condenados al fracaso; son los sueños de José Arcadio, el patriarca, de salir del ámbito de confinamiento de Macondo y de conseguir los adelantos de la ciencia; los del coronel Aureliano, de ganar la guerra contra los conservadores y acabar con las arbitrariedades del gobierno central; los de José Arcadio II, de conseguir las reivindicaciones salariales de los trabajadores de la United Fruit Company a través de la huelga; y los de Aureliano el sanscritista, de amar libremente a Amaranta Úrsula, más allá de los miedos de la estirpe y de conocer la historia toda de la familia por medio de los manuscritos de Melquíades. En ellos descubre que la de Macondo es una historia de involución, que empieza en la Arcadia, un paraíso terrenal donde las casas reciben la misma cantidad de sol y están a la misma distancia del río y donde no ha habido nunca una muerte, y termina con un hijo con cola de cerdo y con un viento final que arrasa con Macondo y «con el puto mundo donde Úrsula Iguarán había fabricado tantos animalitos de caramelo». Una época muere con el último Aureliano, para siempre. Detrás del hecho de que no haya una segunda oportunidad sobre la tierra para los que la vivieron –porque soledad e insolidaridad son lo mismo, según ha dicho García Márquez–, leemos una condena moral del autor y una visión determinista de la historia. Pero tal vez, quién sabe, un tácito vaticinio de redención para ese futuro que se abre. Algo que hoy, en trance de firmar la paz, le habla a la esperanza de muchos colombianos.

      Referencias bibliográficas

      Monsalve, A. (1992). El deber de un escritor es escribir bien. Repertorio crítico sobre Gabriel García Márquez. T. 1. Bogotá, Colombia: Instituto Caro y Cuervo.

      Vargas Llosa, M. (1971). Historia de un deicidio. Barcelona, España: Barral Editores.

      10. Texto publicado en el libro Gabriel García Márquez. Memoria y literatura, editado por Juan Moreno Blanco, Programa Editorial de la Universidad del Valle, 2016.

      Cuando la crónica reporta la leyenda: La Sierpe como posibilidad de un mundo cerrado hoy

      Carlos-Germán van der Linde

      «La Sierpe, un país de leyenda dentro de la costa atlántica de Colombia» (García Márquez, 1985, p. 5), escribe el joven periodista de 27 años, en la primera crónica que aparece en el volumen de recopilaciones periodísticas bajo el título Crónicas y reportajes (1976). La primera crónica, «La Marquesita de La Sierpe», perteneciente a la serie sobre La Sierpe, fue publicada inicialmente en la revista Lámpara, en 1952 (McGrady, 1972, p. 293; Gilard, 1976, p. 163). Dos años más tarde, la serie completa aparece en el Suplemento Dominical de El Espectador, en cuatro entregas, así: «La Marquesita de La Sierpe» (7 de marzo), «La herencia sobrenatural de La Marquesita» (21 de marzo), «La extraña idolatría de La Sierpe» (28 de marzo) y «El muerto alegre» (4 de abril) (McGrady, 1972, p. 293; Gilard, 1976, p. 163-64).

      Situar temporalmente estas crónicas es muy importante porque revela su punto axial entre dos periodos de la producción periodística de García Márquez, a saber, entre los tomos Textos costeños (recopilación de trabajos de 1948 a 1952) y Entre cachacos (1954-1955) (Williams, 1985, p. 117). McGrady (1972) escribió de los primeros comentarios a dicha serie de crónicas. En ellos, señala rutas interpretativas sobre, primero, la Marquesita como un arquetipo de las matronas literarias y, segundo, el mundo de La Sierpe como un descubrimiento para narrar Cien años de soledad (McGrady 314). Estas rutas han sido solo ratificadas o desarrolladas, en mayor o menor medida, por Gilard (1976, p. 154), Sims (1987, p. 46), Castaño Restrepo (2007, p. 264) y Sarango et al. (2017, p. 3).

      Este artículo pretende abordar unas rutas complementarias a las anteriores con respecto a la fundación de una cosmogonía (leyenda) reportada por la crónica periodística de orden culturalista. Williams (1985) habla de «some of the journalism is cultural or literary commentary». Enfatiza que un vocablo como commentary es más apropiado que la etiqueta literary criticism (p. 117), por su gran variedad de temas e intereses, tales como el social, el político y el literario. En ocasiones, este tipo de escritura elude categorizaciones –advierte Williams (p. 118)–. Por otra parte, mi insistencia de que se trata de una leyenda es un esfuerzo por situar una expresión narrativa con antelación a la historia (history), es decir, anterior al logos no solo de la razón moderna sino también del tiempo lógico (¿lineal?), según lo articula el logos histórico. La materia narrada y el modo mismo de la crónica serpeña están muy alejados del proceder sistemático de algunas tradiciones historiográficas.

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