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habló con Fox News desde la sala de prensa de la Casa Blanca para promocionar los productos de la primera hija. “Comprad las cosas de Ivanka, es lo que yo os diría –dijo–. Voy a hacer publicidad gratuita: id y compradlas ahora mismo, todos. Se pueden encontrar online”.71 Esta Administración creía firmemente que la nueva posición de poder de Ivanka tenía que fomentar sus beneficios, del mismo modo que la presidencia debería ayudar a todos los miembros de la familia a ganar dinero. Esta misma asunción se hizo explícita en la demanda que los abogados de Melania Trump presentaron en febrero de 2017 contra el tabloide británico Daily Mail, alegando un perjuicio económico a la primera dama: “La demandante tenía la oportunidad única que solo se presenta una vez en la vida, como persona extremadamente famosa y conocida, así como exmodelo profesional, portavoz de una marca y mujer de negocios de éxito, de lanzar una marca comercial en varias categorías de productos, cada una de las cuales podría haber generado relaciones empresariales multimillonarias a lo largo del periodo de varios años en el que la demandante es una de las mujeres más fotografiadas del mundo”. Melania obtuvo una indemnización, una de las más altas que han asignado nunca los tribunales británicos (la cantidad exacta nunca se reveló).72

      En cuanto a la línea de calzado de Ivanka, cualquier beneficio que la primera hija estuviera obteniendo de ella no era más que una gota en el océano de ingresos que percibían ella y su marido, Jared Kushner. A finales de marzo, la Oficina de Ética del Gobierno publicó documentos que mostraban que la pareja seguía siendo beneficiaria de un imperio empresarial valorado en setecientos cuarenta millones de dólares.73 Este imperio incluía inversiones y empresas en el sector inmobiliario, entre ellas el Trump International Hotel en Washington DC. El hotel, que llegó a la capital tan solo meses antes que su homónimo, hacía negocios en sinergia con la presidencia. El Comité Nacional Republicano celebró allí su fiesta de Navidad.74 Los lobistas del Gobierno saudí reservaban bloques enteros de habitaciones, y pagaron alrededor de quinientas noches de hotel en los meses que siguieron a las elecciones.75 En 2017 el hotel generó más de cuarenta millones de dólares de beneficio, mientras que The Trump Organization en su totalidad generó quinientos millones. En julio de 2019, cuando Trump tuvo la conversación telefónica que acabaría desencadenando la investigación de destitución, parecía que cualquiera que hablase por teléfono con Trump tenía que mencionar que era un buen cliente de sus hoteles. Zelenski afirmó que en su última visita a Nueva York (antes de ser presidente) se había hospedado en el Trump Hotel de esa ciudad.76

      El gabinete de Trump, el más rico de la historia, generaba más acusaciones de conflicto de intereses de las que un ejército de periodistas podría seguir, o más de las que ningún público podría asimilar, y esto es crucial.77 DeVos era inversora, entre otras, de una empresa de cobro de deudas y gestora de colegios concertados.78 El secretario de Comercio, Wilbur Ross, inversor en empresas de gas y acero, ayudó a formular una política de aranceles para estas industrias antes de vender algunas de –aunque no todas– sus inversiones.79 Mick Mulvaney recibió donaciones de decenas de miles de dólares para la campaña de manos de prestamistas y después trabajó como jefe interino de la Oficina de Protección Financiera del Consumidor, donde propuso relajar la regulación de la industria del préstamo.80 En mayo de 2017, mientras Tillerson estaba en Arabia Saudí,81 el país firmó un contrato importante con la que había sido su empresa, ExxonMobil.82 Ese mismo mes, Kushner en persona negoció un acuerdo entre el Gobierno saudí y la empresa aeroespacial y de defensa Lockheed Martin.83 Ser parte de la Administración también conllevaba ventajas más directas: Pruitt,84 el secretario de Interior Ryan Zinke,85 Mnuchin,86 el secretario de Salud y Servicios Humanos Tom Price y el secretario del Departamento de Asuntos de los Veteranos David Shulkin fueron acusados de gastar millones de dólares del contribuyente en viajes. Ben Carson trató de encargar un juego de comedor de treinta y un mil dólares para su oficina de Washington (el límite de gasto en concepto de decoración era de cinco mil dólares).87

      Corrupción no es la palabra adecuada para hablar de la Administración Trump. Es un término que implica engaño, asume que el funcionario público entiende que no debería beneficiarse de la confianza pública, pero lo hace igualmente de forma artera. Lo contrario de corrupción en el discurso político es transparencia –de hecho la organización mundial que lucha contra la corrupción se llama Transparency International–. Trump, su familia y sus funcionarios no son arteros: parecen actuar de acuerdo con la creencia de que el poder político debería generar enriquecimiento personal y, en esto, aunque no en cuanto a los detalles de sus componendas, son transparentes.

      Cuando llegó el coronavirus, la Administración Trump siguió la lógica de la competencia y el beneficio. Varios funcionarios trataron de convencer a una empresa alemana que trabajaba en una vacuna potencial de que la vendiera en primer lugar –y quizá exclusivamente– a EEUU.88 En lugar de coordinar la producción y distribución de respiradores, el Gobierno federal creó un sistema mediante el cual los estados pujaban unos contra otros y también contra el propio Gobierno federal.89 Trump le otorgó a Jared Kushner la autoridad para organizar una respuesta del sector privado ante la pandemia, en paralelo al esfuerzo del Gobierno, o incluso en conflicto con este.90 En otras palabras, Trump hizo una serie de cosas que resultarían impensables en un líder político, un hombre al que se ha confiado el bienestar de millones de personas, pero su Administración hace sus propios cálculos y ni siquiera los hace en secreto.

      El trumpismo se alimenta de las debilidades y oportunidades que presenta el sistema de gobierno estadounidense, que nunca ha separado el dinero del poder político. En los dos decenios que precedieron a la elección de Trump, el papel del dinero en la política fue adquiriendo cada vez mayor relevancia. Las elecciones están hoy determinadas por el dinero; a diferencia de otras muchas democracias, donde las campañas electorales duran entre varias semanas y varios meses, son financiadas por ayudas del Gobierno o están sujetas a límites de gasto muy estrictos, en EEUU las campañas existen gracias a las contribuciones del sector privado. La maquinaria de los partidos nacionales y estatales refuerza este sistema al determinar el acceso a los debates públicos en función de la cantidad recaudada por el candidato. El acceso a los medios de comunicación, es decir, el acceso a los votantes, también cuesta dinero; mientras que en muchas democracias los medios están obligados a dar tiempo de antena a los candidatos, en EEUU el medio principal para dirigirse a los votantes es la publicidad de pago. Nadie en la política tradicional parecía pensar que fuese negativo ese matrimonio entre dinero y política. Los antiguos cargos electos trabajaban después como lobistas. Resultaba normal crear (o eliminar) leyes mediante contribuciones a la campaña y lobbies. El poder engendraba más dinero y el dinero engendraba más poder. Podríamos llamar oligarquía al sistema que precedió y permitió el ascenso de Trump, y no nos equivocaríamos.

      Cuando Trump afirmó que el presidente no podía tener un conflicto de intereses, por una vez no estaba mintiendo. El tema no había sido estudiado en casi cuarenta años, desde que el Departamento de Justicia y el Congreso codificaran la percepción de que los poderes de la presidencia eran tan extensos que resultaba imposible idear un conjunto de reglas que evitasen todo conflicto de intereses: el presidente simplemente tenía que actuar de buena fe. Lyndon Johnson, Jimmy Carter, Ronald Reagan, los dos George Bush y Bill Clinton, todos ellos habían confiado sus activos a fideicomisos “ciegos” de manera voluntaria. Obama no lo hizo porque no tenía inversiones empresariales directas. Trump no lo hizo porque no pensaba que debiera hacerlo. Se podría decir que Trump había entendido la esencia del sistema, la transformación de dinero en poder y de poder en dinero, pero que hasta su llegada funcionaba de manera cortés, con buen gusto y por acuerdo de grupo. O se podría decir que Trump es al mismo tiempo el emperador desnudo y el niño que dice que el emperador está desnudo, arrancando la capa ilusoria de decoro que cubría el sistema, obligando a todo el mundo a contemplar su naturaleza obscena. A diferencia del emperador del cuento, no obstante, Trump no siente ninguna vergüenza, y por lo tanto no cambia al verse expuesto. Más bien fue el sistema el que cambió cuando a la política se le arrebató la aspiración moral.

      La lección de los Estados poscomunistas puede ayudarnos a reflexionar acerca de la dificultad de describir la corrupción –o como quiera llamarse– de la Administración de Trump. Los países del bloque soviético, con sus sistemas monopartidistas y economías planificadas, favorecieron una relación simbiótica entre el poder y la riqueza (aunque

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