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del mundo, desde Vladímir Putin hasta Jair Bolsonaro en Brasil. Hacen campaña a partir del resentimiento de los votantes hacia ellas por haber arruinado sus vidas, y siguen jugando con este resentimiento incluso después de ocupar el cargo, como si fuera otra persona (alguien siniestro y aparentemente todopoderoso) quien todavía estuviese en el poder; como si ellos siguiesen siendo insurgentes. Su enemigo es la propia institución del Gobierno –ahora el suyo propio–. Como presidente, Trump ha seguido difamando a los servicios de inteligencia, despotricando del Departamento de Justicia y publicando tuits humillantes sobre los funcionarios de su propia Administración.

      Para formar gabinete, Trump escogió a personas que estaban en contra de la labor e incluso de la misma existencia de los organismos que tenían que dirigir. Scott Pruitt, su candidato para la Agencia de Protección Ambiental (EPA, por sus siglas en inglés), había llegado a demandar catorce veces a este organismo por extralimitación regulatoria durante el tiempo que ocupó el cargo de fiscal general del estado de Oklahoma. En el discurso que pronunció en su audiencia de confirmación ante el Senado, el 18 de enero de 2016, Pruitt afirmó que el impacto del ser humano sobre el cambio climático e incluso nuestra capacidad de medirlo eran todavía discutibles.23 Para Salud y Servicios Humanos, Trump nominó al congresista de Georgia Tom Price, que decía que acabaría con la Ley de Protección al Paciente y Cuidado de Salud Asequible y el Medicare. Como fiscal general, eligió a Jeff Sessions, senador de Alabama al que se le había negado la judicatura en una ocasión y que no oculta su antagonismo hacia las leyes sobre los derechos civiles. Su secretario de Trabajo Andrew Puzder, un empresario del sector de la comida rápida que se opone a los derechos laborales. Puzder tuvo que retirar su candidatura en febrero de 2017 porque ni siquiera los senadores republicanos lo respaldaban (aunque esto en realidad se debió a que él apoyaba una reforma de la inmigración centrada en la legalización de mano de obra), así que Trump nominó a Alexander Acosta, decano de una facultad de Derecho que había sido fiscal en el sur de Florida.24 Como fiscal, Acosta supervisó un acuerdo controvertido con Jeffrey Epstein, un millonario acusado de tráfico y abuso sexual a menores. No obstante, y según las normas ya establecidas de la era Trump, en marzo de 2017 la prensa hablaba de Acosta como de un “candidato normal”; al fin y al cabo, tenía experiencia y parte de ella era incluso relevante para el cargo.25 Para ocuparse de Vivienda, Trump nominó a Ben Carson, un neurocirujano retirado sin ninguna experiencia política o pericia en vivienda o cualquier otra área de Gobierno. El elegido de Trump para secretario de Energía, el antiguo gobernador de Texas Rick Perry, había prometido suprimir el Departamento de Energía (junto con Comercio y Educación) durante las primarias republicanas en 2011.26 A todo esto, parecía desconocer en qué consistía la labor de este departamento (que trabaja principalmente con armas nucleares y no, como Perry parecía creer, en la regulación de la industria de la energía). Betsy DeVos, su secretaria de Educación: enemiga acérrima de la educación pública. En su estado natal, Míchigan, la activista millonaria impulsó una reforma que recortó la financiación de los colegios públicos en pro de escuelas concertadas sin ningún tipo de regulación y que contribuyó de manera importante al colapso del sistema público de educación en Detroit. DeVos nunca había trabajado en educación, y durante su confirmación en el cargo reveló una absoluta falta de familiaridad con el tema. Cuando se le preguntó si pensaba que los exámenes debían concentrarse en la competencia o en el progreso del alumno, titubeó de una forma que hacía sospechar que no estaba al corriente de la existencia de ese debate.27 Acerca de las armas en los colegios, comentó que podían ser empleadas contra “potenciales osos”.

      Los miembros del gabinete de Trump salieron del paso en sus respectivas audiencias de confirmación mintiendo o plagiando a otros. Seis semanas después de que Trump jurara el cargo, la fundación de investigación periodística ProPublica elaboró una lista de mentiras pronunciadas ante el Senado por cinco de los nominados del presidente: Pruitt, DeVos, Steve Mnuchin (Tesoro), Price y Sessions.28 DeVos, además, al parecer había respondido varias preguntas por escrito plagiando documentos de otros funcionarios que podían encontrarse en línea.29

      Mentir ante el Congreso es un delito. En otros periodos históricos hubiera sido además algo de lo que avergonzarse. ¿Por qué razón mentirían los nominados a algunos de los cargos más importantes del país, y lo harían de una manera que no fuese difícil de desenmascarar y documentar? ¿Por qué no? No estaban simplemente emulando el comportamiento de su protector, que mentía de manera vistosa, insistente e incesante: estaban demostrando que compartían su desprecio por el Gobierno. Estaban mintiendo a la ciénaga. Les daban igual los usos del Gobierno, porque el mismo les parecía despreciable.

      El desdén por la excelencia es un pariente cercano del desprecio por el Gobierno, algo que comparten una serie de líderes contemporáneos, cuyas políticas antipolítica también son claramente antiintelectuales. Como presidente electo, Trump decidió reducir sus reuniones informativas con los servicios de inteligencia a una vez por semana, en lugar de la frecuencia diaria o casi diaria que solía ser costumbre.30 No dejó de explicar por qué: “Soy una persona así como inteligente [sic]”. Y como si fuera un adolescente enfurruñado, añadió: “No necesito que me digan la misma cosa de la misma manera cada día durante los próximos ocho años”. Si algo cambia en el mundo, los jefes de los servicios de inteligencia informarán al presidente. Trump quizá fuera el primer presidente de EEUU que no parecía en absoluto intimidado por la responsabilidad del cargo: no tenía ninguna estima por sus predecesores ni por el trabajo, y las exigencias de este le molestaban.

      Las reuniones informativas con los servicios de inteligencia eran una pequeña parte del viaje de candidato a presidente, un componente en la transformación que se suponía que Trump debía sufrir. Después de las elecciones se habló mucho de la probabilidad de que Trump –el bufón, el ordinario, el racista– se volviera “presidencial”. Es cierto que esa palabra significa diferentes cosas en función de quien la use, pero lo cierto es que se asumía que, como presidente, Trump desarrollaría algún tipo de respeto por el cargo (por su cargo) y por el sistema en cuya cúspide le habían colocado los votantes. Esta asunción –esta esperanza infundada– era completamente contraria a la esencia misma del proyecto trumpiano. El 20 de enero de 2017 el país vio que estaba invistiendo a un presidente diferente de todos los demás: un presidente que despreciaba el Gobierno.

      Durante veinticuatro horas, Trump no solo pisoteó algunos de los más sagrados rituales del poder estadounidense, sino que además hizo de ello un espectáculo. Profanó la investidura con un discurso malévolo, irrelevante y también mal escrito, pronunciado con el más bajo nivel de emoción e inteligencia. “Hemos hecho ricos a otros países mientras que la riqueza, la fuerza y la confianza de nuestro país se ha disipado en el horizonte”, así resumía el legado de la política exterior estadounidense: un juego de suma cero en el que cada dólar gastado –ya sea en una guerra descabellada o en el Plan Marshall– es un dólar perdido. “Durante demasiado tiempo, un pequeño grupo en la capital de nuestra nación ha cosechado los frutos del Gobierno, mientras la gente cargaba con el coste” es su síntesis de todo el trabajo de los hombres y las mujeres que le habían precedido, la totalidad de la historia política del país, cuyo fin declaraba ahora: “Esta masacre de América termina aquí y termina ahora”. Tras descartar el pasado político, ofreció, a modo de visión de futuro,

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