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sus países se convertirían en democracias liberales; este parecía ser el resultado inevitable de la Guerra Fría y en cualquier caso no tenían ningún otro lenguaje a su disposición. No obstante, cuando usamos una terminología inadecuada nos es imposible describir lo que vemos. Si usamos palabras creadas para describir peces, nos costará describir un elefante: con palabras como agallas, escamas y aletas no iremos muy lejos.

      Cuando algunas de las sociedades postsoviéticas evolucionaron de maneras inesperadas, nuestra capacidad de entender el proceso se vio reducida a causa del lenguaje. Hablábamos de si tenían libertad de prensa, por ejemplo, o elecciones libres y justas. Pero indicar que no las tenían, como dice Magyar, es lo mismo que decir que un elefante no puede nadar o volar: no nos dice mucho acerca de lo que el elefante es. En EEUU estaba sucediéndonos lo mismo: usábamos terminología de desacuerdo político, procedimientos judiciales o debates partidistas para describir algo que se dedicaba a destruir el sistema para el que se había inventado esa terminología.

      Magyar pasó un decenio ideando un nuevo modelo y una nueva terminología para describir lo que sucedía en su país. Acuñó el término “Estado mafioso” y lo describió como un sistema específico, semejante a un clan, en el que un solo hombre distribuye dinero y poder a todos los demás miembros. A continuación, desarrolló el concepto de transformación autocrática, que se da en tres etapas: tentativa autocrática, avance autocrático y consolidación autocrática.19 Se me ocurre que son términos que la cultura estadounidense podría tomar prestados ahora, en una adecuada y simbólica inversión respecto de 1989; parecen describir mejor nuestra realidad que ninguna palabra del léxico político estadounidense habitual. Magyar analizó las señales y circunstancias de este proceso en los países poscomunistas y propuso una taxonomía detallada para ellos, pero los derroteros que podría tomar en EEUU son todavía territorio inexplorado.

      ii

      esperando el incendio del reichstag

      Inmediatamente después de las elecciones de noviembre de 2016, esa mayoría derrotada de los estadounidenses que habían votado por Hillary Clinton parecieron dividirse en dos facciones, en función del grado de pánico alcanzado. El presidente saliente Barack Obama, que durante los días siguientes parecía querer convencer al país de que la vida seguía, era un buen ejemplo de una de estas facciones. El 9 de noviembre dio una breve y decorosa charla en la que mencionó tres argumentos. El más memorable de ellos fue que el sol había salido esa mañana.

      Ayer, antes del recuento de votos, grabé un vídeo que quizá hayan visto en el que les decía a los ciudadanos de EEUU que, independientemente del lado en que estuvieran, independientemente de que su candidato ganase o perdiese, el sol saldría a la mañana siguiente.

      Y eso es un pequeño pronóstico que se ha hecho realidad: hoy ha salido el sol.20

      Obama reconoció sus “diferencias significativas” con Trump, pero dijo que su conversación a primera hora de la mañana con el presidente electo le había tranquilizado, ya que, a fin de cuentas, demócratas y republicanos, Trump y él mismo, tenían objetivos comunes.

      Todos queremos lo mejor para este país. Eso es lo que escuché en los comentarios de Trump anoche. Eso es lo que escuché cuando hablé con él directamente. Y es algo que me reconforta. Eso es lo que el país necesita: un sentimiento de unidad, de inclusión, respeto por nuestras instituciones, por nuestra forma de vida, por el imperio de la ley y respeto mutuo.

      Obama terminó con una nota optimista:

      Lo importante es que todos avancemos, asumiendo la buena fe de nuestros conciudadanos, porque esa presunción de buena fe es esencial para una democracia dinámica y funcional. Así es como este país ha avanzado durante doscientos cuarenta años. Así es como hemos vencido límites y defendido la libertad en todo el mundo. Así es como hemos extendido nuestros derechos fundacionales para que lleguen a todos nuestros ciudadanos. Así es como hemos llegado tan lejos. Y por eso estoy convencido de que nuestro increíble viaje como americanos continuará.

      Todo presidente es, además de comandante en jefe, un cuentacuentos en jefe. El cuento de Obama, que se alimentaba y construía a partir de los cuentos de sus predecesores, era que la sociedad estadounidense avanzaba imparable hacia un mundo mejor, más libre y más justo. Puede haber tropiezos, dice la historia, pero siempre se corrigen. Es en este sentido que Obama entendía su cita favorita de Martin Luther King júnior: “El arco del universo moral es largo, pero se inclina hacia la justicia”. También es la premisa en la que se basa la creencia en el excepcionalismo estadounidense, o lo que el jurista Sanford Levinson llama “religión civil estadounidense”: que la Constitución de EEUU proporciona a perpetuidad un modelo perfecto para la política.21 En 2016, a medida que Trump empezaba a sacar ventaja a sus adversarios para la nominación republicana, a muchos de nosotros nos tranquilizaba pensar que las instituciones de EEUU eran más fuertes que un solo candidato o un solo presidente.

      Pero tras las elecciones, este argumento sonaba hueco.

      En un artículo mío publicado en The New York Review of Books el mismo día en que Obama celebraba que el sol había salido según lo programado, advertí a los lectores: “Las instituciones no os salvarán”. Me basaba en mi experiencia en Rusia, Hungría e Israel, tres países muy diferentes de EEUU, por supuesto, pero también muy diferentes entre sí. Sus instituciones habían cedido de maneras curiosamente similares. No tenía manera de saber que las instituciones estadounidenses fallarían de la misma forma, pero sí sabía lo suficiente para decir que la fe absoluta en las instituciones estaba fuera de lugar. Muchas personas compartían esta intuición: la facción en la que más había cundido el pánico. Una expectativa común se instaló entre ellos: la expectativa del incendio del Reichstag.

      El incendio del Reichstag, la sede del Parlamento alemán, se produjo la noche del 27 de febrero de 1933. Adolf Hitler había sido nombrado canciller cuatro semanas antes, y ya había empezado a imponer restricciones a la prensa y a ampliar los poderes de la policía. Pero, más que esos primeros pasos tóxicos de Hitler, es el incendio lo que se recuerda como el acontecimiento tras el cual nada volvería a ser lo mismo, ni en Alemania ni en el resto del mundo. El día posterior al incendio el Gobierno emitió un decreto que permitía a la policía realizar detenciones sin cargos, de manera preventiva. Las fuerzas paramilitares de Hitler, las SA y las SS, se dedicaron a detener a todos los activistas que podían y a llevarlos a campos de internamiento. Transcurrido poco menos de un mes, el Parlamento aprobó una “ley habilitante” que instituyó el Gobierno por decreto, y estableció un estado de emergencia que duraría todo el tiempo que los nazis estuvieron en el poder.

      El incendio del Reichstag se utilizó para crear un “estado de excepción”, como lo llamaba Carl Schmitt, el jurista predilecto de Hitler. Según Schmitt, el estado de excepción se da cuando una emergencia, un acontecimiento único, sacude el orden preestablecido de las cosas. Este es el momento en que el soberano da un paso adelante e instituye nuevas normas extralegales. La emergencia permite un gran salto cualitativo: una vez reunido el poder suficiente como para declarar el estado de excepción, el soberano, mediante dicha declaración, adquiere mucho más poder sin ningún tipo de control. Esto vuelve el cambio irreversible y el estado de excepción permanente.

      Todo acontecimiento decisivo de los últimos ochenta años se ha comparado con el incendio del Reichstag. El 1 de diciembre de 1934, Serguéi Kírov, jefe del Partido Comunista en Leningrado, fue asesinado por un pistolero. Su asesinato se recuerda como el pretexto para instituir el estado de excepción en la Unión Soviética. A ello siguieron juicios amañados y detenciones masivas que llenaron el Gulag de personas acusadas de traición, espionaje y conspiración terrorista. Para gestionar semejante volumen de casos, el Kremlin creó las troikas, grupos de tres personas que dictaban sentencia sin revisar siquiera el caso ni por supuesto escuchar a la defensa.

      En el pasado más reciente, Vladímir Putin se ha apoyado en una sucesión de acontecimientos catastróficos para crear excepciones irreversibles. En 1999 estallaron una serie de bombas en apartamentos privados de Moscú y varias ciudades

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