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en los asilos (Esquirol, uno de los primeros alienistas, acuña esta palabra huyendo del término entonces todavía peyorativo de hospital). La psiquiatría es la garantía que salva la legalidad. Surge el internamiento; el aislamiento y el tratamiento moral constituyen los elementos terapéuticos del movimiento alienista (Pinel, Esquirol, Georget, Ferrus…). La locura se separa del campo general de la exclusión para convertirse en una entidad clínica que es preciso describir, pero también atender médicamente, procurando su curación.

      El Traité médico-philosofique sur l’aliénation mentale, ou la manie, publicado en 1801, el año X según el calendario revolucionario, alienta un indudable optimismo, propio de una época revolucionaria que inaugura con su fe en la ciencia y en el progreso la edad contemporánea. El reconocimiento de una subjetividad y de una parte de razón en el alienado permite el diálogo entre el médico y el enfermo, haciendo posible el tratamiento moral. La investigación empírica heredera de Bacon y de Condillac, se convierte con Pinel y Esquirol en clínica, estableciendo las bases de la construcción teórica de la psiquiatría.

      Hay otro servicio muy importante que va a prestar la psiquiatría a la nueva sociedad democrática: el enajenado es una persona supuestamente irresponsable, no es sujeto de derecho de acuerdo con las normas que está estableciendo la burguesía. Escapa a la pura imposición de la ley, a las nuevas reglas o códigos de convivencia, al contrato social, que va a permitir la libre circulación e intercambio de bienes y personas. Escapa, precisamente, en cuanto puede no ser enteramente responsable de su conducta. La psiquiatría viene a cubrir esta falla del nuevo orden social. Los psiquiatras van a ser los tutores de unos menores perversos. Aquí se inicia una alianza que va a durar hasta nuestros días; una alianza compleja, contradictoria, complementaria entre la psiquiatría y el derecho, de límites a veces imprecisos.

      Alianza anudada a lo largo del siglo XIX en dos ideas. Por un lado, la idea de irresponsabilidad criminal que triunfa por primera vez con el indulto de Pierre Riviérè7 en 1836, parricida múltiple exculpado por padecer una monomanía (es la primera persona a la que eximen los tribunales por enfermedad mental). Por otro, la teoría de la degeneración. Ideas que van a fundamentar la psiquiatría, junto con los conceptos de peligrosidad, incurabilidad y cronicidad, con graves consecuencias hasta hoy. Concepciones que, en algún caso, como en la escuela positivista italiana, llegan a definir el delito inscribiéndole en estigmas, anomalías físicas y psíquicas, generalmente hereditarias. Habla Morel, psiquiatra que introduce el término de degeneración, de «esas naturalezas degeneradas, clase peligrosa, representantes malditos de las más perversas tendencias del espíritu, de los más deplorables desvaríos del corazón humano»8. Locos, criminales, alcohólicos, revolucionarios y artistas son sospechosos de padecer trastornos mentales degenerativos. Categorías médico-criminológicas que son asumidas por la legislación mussoliniana y su llamada policía científica. Concepto de peligrosidad que se va a retomar en España en el Código Penal de 1928, durante la dictadura de Primo de Rivera, bajo evidente influencia del fascismo italiano (y que ha perdurado hasta la derogación de la Ley de Peligrosidad y Rehabilitación Social).

      Pero hay hechos no previstos por los primeros alienistas que pronto se unen a las características constitutivas de los nuevos asilos, de los manicomios. El optimismo sobre el que se funda la psiquiatría, el optimismo de los primeros alienistas, su confianza en la posible curación del loco, propia de aquellos tiempos ilustrados dominados por la confianza en la razón y en el sujeto humano, pronto se verá roto por dos acontecimientos: la masificación de los asilos y el rápido triunfo del organicismo. La masificación de los asilos se produce en breve. Hacía mediados del siglo pasado los alienistas franceses empiezan a preguntarse cómo es posible el tratamiento moral, un tratamiento que se entiende psicológico e individualizado, cuando a cada médico le corresponden entre 400 y 500 pacientes. Por otra parte, con el triunfo de las tesis de Bayle, triunfa la lesión, la organicidad y la incurabilidad.

      Estas circunstancias van a dar al manicomio unas funciones que se pueden delimitar con claridad y que se deben conocer y tener muy presentes a la hora de la desinstitucionalización, en el momento de pensar como se pueden desmontar los manicomios, para evitar alternativas insuficientes.

      En primer lugar, una función médica, terapéutica, cuya eficacia es muy pronto cuestionada. En segundo lugar, una función social. El manicomio se convierte desde sus orígenes en un refugio para locos pobres, necesitados de un medio protegido de vida, o tutelar. Por último, hay una función de protección de la sociedad frente a un grupo de población, generalmente inclasificable desde la psicopatología, desde la psiquiatría, que transita en el límite de la legalidad y cuya forma de vida no suele ser aceptada por la mayoría.

      La psiquiatría y el manicomio surgen, en suma, en tiempos constituyentes del orden democrático contemporáneo, rescatando el trato de los enajenados de la promiscua asistencia de los hospitales o albergues de pobres originados en la gran crisis económica de los comienzos del capitalismo, y cumpliendo una serie de funciones, no exclusivamente médicas.

      Más de tres siglos después del gran encierro, una nueva crisis estructural del sistema económico de Occidente —la robotización en vez de las grandes manufacturas, entre otras razones, y una creciente derechización en la gestión política de la crisis—, plantea, sobre todo en las grandes ciudades, los problemas de la mendicidad violenta, de la marginación y de formas irracionales o socialmente inútiles de convivencia, agravados por la cuestión de las drogas duras, el envejecimiento de la población y el incremento —gracias a la mejora de la calidad de la vida y a la relativa eficacia del sistema sanitario—, de la cronicidad incapacitante: porcentaje de población necesitada de algún tipo de cuidado sostenido en el tiempo. Y, ¡cómo no!, surgen voces, pidiendo el retorno al gran encierro, a los manicomios, la creación de sidatorios y la promulgación de leyes represivas para el consumo de drogas, cuando habíamos llegado a un consenso —la comunidad científica y cultural, la ciudadanía en general— sobre la inutilidad terapéutica, más aún sobre el daño y la cronificación sobreañadida que el asilo produce tanto en los enfermos mentales como en los ancianos o en los niños idiotas. Sin duda, la indigencia, la cronicidad y la enfermedad mental, más aún cuando adopta formas de conducta no aceptadas por la mayoría, despierta tentaciones totalitarias arraigadas en sectores importantes de la sociedad, que se expresan con llamamientos a la marginación y al castigo, por mucho que se sepa de su inutilidad técnica y de su costo social, en vez de solicitar medidas más preventivas y curativas que cautelares de las administraciones públicas.

      En cualquier caso, la esperpéntica mezcla de indigencia, locura y conductas criminales en las calles de las grandes ciudades, no puede confundir las respuestas públicas. Hay una dimensión política y una dimensión social y técnica del tema. De una parte, los vagabundos, la gente sin hogar, considerados un grupo de riesgo con criterios sanitarios, enfermos psíquicos o no, necesitan alojamiento; quizá comida; prestaciones sociales, en suma. Es posible que también precisen de una intervención médica, por una bronquitis crónica o por alucinaciones. Pero son dos temas, dos necesidades, expresadas o no y, por tanto, dos actuaciones diferenciadas. Confundir ambas, o no entender la necesidad de autorización judicial para ingresar contra la voluntad a pacientes que han perdido la capacidad de gobernarse a sí mismos, es volver a las lettres de cachet, a las órdenes reales y a los hospicios y correccionales del absolutismo.

      No se trata de morir con sus libertades puestas en las calles de las grandes ciudades, tal como anunciaba Rojas Marcos, ni de ser acuchillados tras la crisis de amok (en el decir de Haro Tecglen), pero tampoco de sacrificar la libertad9, 10. Hay respuestas técnicas, planificaciones más eficientes de las prestaciones sociales —sobre todo que las existentes en nuestro país, donde estos departamentos parecen estar gafados— y respuestas políticas más solidarias que las de EE. UU. Garantizar la seguridad y una asistencia aceptable, respetando la dignidad de la persona es el desafío para ciudadanos, gobernantes y técnicos. Lo que no obvia, sino que sitúa en su lugar, la lucha por una sociedad más justa y solidaria.

      II. LOS PRIMEROS MOVIMIENTOSDE REFORMA PSIQUIÁTRICA

      Las críticas a la efectividad del asilo se producen pronto11, pero será después de la Segunda Guerra Mundial, en tiempos de crecimiento económico y reconstrucción social, de

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