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que pudieran reconocerlo. Más vale que le deje en paz».

      Gotert llegó con retraso, en esta ocasión pasando desapercibido, casi de incógnito, y fue directo a cumplir su trabajo. Cuando entró en la posada ordenó a dos de sus soldados que ya podían abrir las puertas de las habitaciones, por lo que inmediatamente subieron al piso de arriba a cumplir la orden. Mientras Gotert se sentaba en el centro de una mesa larga de comedor, que gobernaba la estancia principal, invitó con un gesto a Alekt a hacer lo mismo, sin pronunciar ni una sola palabra. Alekt no quiso desentonar con su compañero y permaneció también en silencio. Como Trucano le seguía por detrás, le llamó a su lado para hacer de intérprete. Gotert preguntó inquisitivo al navegante:

      —¿Quién es él? ¿Por qué debe sentarse en esta mesa?

      —Es un contratado, nos puede hacer de intérprete —respondió Alekt, molesto por los aires impertinentes del valido.

      —Excelente, buena adquisición. Ahora veremos los que he traído.

      Y como si fuese un perfecto engranaje artificio de su planificación, justo en ese mismo instante aparecían bajando por las escaleras los candidatos a tripulantes. De momento, bajaron diez. Y Gotert añadió un comentario:

      —Los primeros son los cogidos de leva, interesa saber pronto qué se hará con ellos si no son admitidos en la tripulación.

      Alekt no pudo evitar mirar a Gotert con gran aprensión. Pero intentó suavizar las suposiciones:

      —En todo caso, podrían enseñarles algo de la mar mientras seguimos las entrevistas. Por poco que sea, si en un par de horas les explicas algo, será mejor que nada.

      —Como quieras, colega. Pero no lo dirás por pena, son el enemigo y merecen su destino, sea el que sea.

      Los soldados empujaron hacia adelante al que debía ser el primero, que habló en nalausiano:

      —No sé por qué estoy aquí ni a dónde vamos. ¿Alguien me podría explicar algo, por favor?

      Trucano se sintió desesperado por esos hombres, pero tradujo:

      —Este hombre no sabe por qué está aquí, desearía saberlo.

      Entonces el precoz Gotert gritó:

      —¡Se le dirá en su momento! ¡Ahora quiero saber cuáles son su oficio y habilidades! —Así le hizo saber la pregunta al desorientado señor, que habían arrancado de las manitas de sus hijos, como pudo saber después Trucano.

      —Soy ujier en el Ayuntamiento, lo que mejor sé hacer es ocuparme de los legajos y las cartas; sé leer, ya me entienden, ¿verdad que sí? Bueno, y los días de fiesta voy a pescar con mis hijos; si es que le puede importar a alguien eso ya.

      Trucano temía por la suerte de aquel hombre, y prefería tenerlo a su lado para ayudarlo en lo que fuera antes que lo enviasen a levantar bloques de piedra para la nueva muralla. Entonces, tradujo lo que dijo dándole un matiz lo más brillante posible:

      —Este hombre es pescador experto, pero de temporada; cuando no está en la mar realiza tareas administrativas para el Ayuntamiento; sabría escribir los registros de una singladura.

      Automáticamente, el ujier pasó a ser parte de la tripulación. Y así, otro sí y otro no, en un maratón de entrevistas para conseguir la mejor tripulación posible. Ya había anochecido cuando finalizaron con un hombre que se había presentado como candidato voluntario; quería un contrato. Inmenso, de piel negra, y originario del pueblo de los siligunes; que amaban el mar en el que pescaban. Gotert, que era un habilidoso y despiadado inquisidor, recordó un caso con un sirviente siligún, y le insinuó si podría ser él. Se dirigió a Trucano para que hiciera la traducción:

      —Un general de mi ejército tenía un sirviente de tu pueblo, curiosamente con tu descripción, que escapó en medio de la batalla. Algunos siligunes, por ser guerrilleros para causas republicanas, caéis presos de nuestro ejército, y por apoyar dichas causas erróneas, pagáis con la servidumbre. Piensa que si además eres un siligún fugado, pagarías el doble.

      Trucano, con expresión de preocupación, y ante la tenaza de la personalidad de Gotert, no varió ni una palabra de lo que quiso decir. Aquel hombre permaneció imperturbable como una efigie, y con su ímpetu lento y su expresión hierática de párpados caídos, movió brevemente los labios para contestar con una voz grave y vibrante:

      —No conozco este caso, señor.

      Alekt estaba irritadísimo por tanta objeción y tanta pega que le ponía a la selección, y sin poder aguantar más le dijo en tono frenético a su colega de viaje:

      — ¿Tenéis alguna orden especial del emperador de interrogar a los candidatos?

      Gotert le miró con la misma inexpresividad que había exhibido el hombre negro, y le respondió:

      —No, lo hago simplemente porque soy así. Para divertirme, si puede decirse.

      Conteniéndose, Alekt respondió lo más breve posible para no irritarse más:

      —Claro.

      Luego, lo más sorprendente de todo fue que de repente Gotert se dirigió al siligún en su propio idioma, con estas palabras que entendió su interlocutor:

      —Debería entender entonces que tú no eres el sirviente fugado. Pero tú sabes que no es así. Llevarás esa losa hasta que vuelvas a puerto, si es que vuelves después de este largo viaje. Porque el maestro de naves te va a contratar, con seguridad.

      El hombretón cambió su expresión, abriendo sus ojos, atemorizado ante la maldad de aquel joven. Maldad de las peores: la que se esconde y se justifica en lo que se llama autoridad y jerarquía. Maldad de las más feroces y despiadadas; la que está al lado del poder y lo oficialmente correcto; vileza fría de cínicos burócratas.

      Hubo un silencio incómodo, un silencio de sudor graso en la frente de aquellos que tenían algo de decencia, en los que aún consideran al ser humano. Los que no sudaban debían de ser más próximos a los reptiles. Al final, Alekt alzando su voz de mando marinero, se impuso:

      —¡Este hombre es idóneo, y a pesar de vuestros juegos, formará parte de la tripulación!

      —Por supuesto, señor, sois vos quien contratáis; con todas las consecuencias. Yo no estoy aquí para objetaros nada —contestó un cínico y malicioso Gotert.

      Cualquier cosa que dijera era parte de su maquiavélica puesta en escena. Todos sabían que no podían fiarse de aquel notable, aún muchacho. Por suerte, debido a su juventud, todavía no había pulido sus formas, y eso hacía que a todos les fuera patente que no era más que un intrigante de mucho cuidado, con demasiado poder, sin embargo.

      Por supuesto, el engranaje de una expedición constaba de muchas más piezas que debían encajar, como el abastecimiento de provisiones. El padre de Alekt, desde el campamento de la familia, se había encargado de calcular y encargar, esa misma mañana y sin perder ni un solo minuto, todos los víveres necesarios, que ya llegaban rodando hacia el muelle en los carros: salazones, manzanas, pan de marino, nichurias —que eran las legumbres más apreciadas para largos viajes— y conservas varias. Además, el maestro armador revisó el barco, y junto con el administrador hicieron el inventario y ordenaron las provisiones y el utillaje.

      La actividad era muy intensa en los dos barcos y sus alrededores. Con ese ritmo de trabajo preveían que en tres días podrían zarpar, gracias también a que las fragatas estaban en un magnífico estado. Dos naves de corte alargado de tres palos, abarrotados de negras jarcias, pero a su vez y de manera muy ingeniosa de estays y foques que le conferían su prodigiosa velocidad. Alekt estaba muy contento de volver a ver esas dos obras de arte y ciencia, pero sobre todos los demás asuntos, estaba contento de volver a ver a su hermano para comprobar su mejoría, ya que había llegado al muelle desde el campamento transportado suavemente en un carro amortiguado, especial para los heridos. Por ese buen humor que manifestaba su patrón, Trucano se atrevió a preguntarle:

      —Señor Alekt, ¿por qué es necesaria tanta prisa? Siendo yo inexperto

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