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Pobres conquistadores. Daniel Sánchez Centellas
Читать онлайн.Название Pobres conquistadores
Год выпуска 0
isbn 9788416164646
Автор произведения Daniel Sánchez Centellas
Жанр Языкознание
Издательство Bookwire
Ellos mismos habían creado un mercado libre de favores, prebendas y comercios; prácticamente sin distinción de clase. Se podría decir que tenían a todos sus súbditos participando en concursos, desde el más grande de sus notables hasta el más mísero mendigo; y así, como segunda victoria de su gobierno, los tenían entretenidos a todos. Uno de los entretenimientos que el emperador dispensaba para el pueblo y la clase superior (como solían llamarse a sí mismos), era la guerra. Ese estado de lucha continua era el gran negocio para todos, para él mismo y su familia. Entre otras cosas porque derrotar militarmente a sus enemigos republicanos, y anexionarse sus provincias, venía a ser la constatación de que, sin duda, el imperio era lo mejor. Y con la guerra, el botín, cómo no.
El emperador estaba muy campechano, jocoso y alegre con este triunfo, y atendía con una sonrisa la cola de notables a los que les debía favores por esta campaña. Era de destacar la rapidez con que los despachaba, casi como si fuese un tabernero en una fiesta de pueblo. Constituía, sin duda, un espectáculo, verlo de pie tras una ruda mesa de madera, moviéndose rápidamente para dar el título a este, la bolsa de monedas a aquel (en el más escaso supuesto), el lote de prisioneros destinados a esclavitud a uno, o la firma imperial a aquel otro. Se podría pensar que lo hacía al tuntún, y estirando más el brazo que la manga. Pero no era así: hacía tiempo que él y sus visires habían estudiado las solicitudes, y el momento justo después de la batalla, en caliente y con los nervios aún exaltados; era el evento perfecto para hacer las transacciones. Y cuando veía a un solicitante en concreto, curiosamente se acordaba de él, y se dirigía con un tono muy amistoso: «Hombre, si es Dagüer, el de los juncos; va, venga, pasa, que has cumplido, ¡hala!, a disfrutarlo, y acuérdate: la próxima vez te llamaré». De súbito, dirigiéndose al siguiente: «¡Pero si es mi amigo, el amo de la llanura yerma! Muchacho, ¿cómo te has hecho esto? A ver, además de la recompensa, a este hombre lo ha de ver mi cirujano». Hasta que le tocó el turno a Alekt:
—Dime guerrero, ¿a ti que te falta? —Alekt se dirigió con desparpajo al emperador.
—Me prometiste embarcaciones y tripulación para un viaje exploratorio, emperador Raundir Stosser. Además, te aclaré que yo no soy guerrero. Espero que te acuerdes de mí y de mi condición, así como de la promesa que me hiciste. Recuerda, si tu memoria no te falla, que nuestra partida a la mar debe ser en esta época, y no en otra, por los movimientos de corrientes.
—¡Ja, ja, ja, así me gusta, con brío y sinceridad! ¡Pues claro que sí! Ahora me acuerdo, muchacho. —El emperador se dirigió a su visir principal—. ¿Por qué no han dejado pasar a este hombre antes que a los demás?
El visir le contestó secamente con argumento burocrático:
—No es de la casta de los notables, mi señor emperador.
El emperador se quedó satisfecho con la respuesta y pensativo al mismo tiempo. Pensativo en la magnitud de la empresa de ese hombre, que recordó inmediatamente, pues era la idea más fructífera y provechosa que había pasado por delante de su corte desde que reinaba. La idea le resultó tan llamativa y lucrativa que llegó a olvidar deliberadamente el nombre de su autor. Esa era una aventura que deseaba llevar con cierta discreción, para que ningún notable intrigante se le metiese de por medio, por este motivo su aparente impulsividad y los excesos de su montaje teatral en darle lo que quería al marinero no eran más que un maquiavélico proceder, como era todo aquello que acontecía en ese preciso día. Los notables allí presentes no podrían ni deberían ver otra cosa más que a otro acreedor satisfecho, otra puesta en escena de agasajos histriónicos. El emperador, se dirigió en estos términos al capitán de barco:
—Pues te habré de declarar notable por la vía rápida.
Con modestia y una leve inclinación, Alekt expresó su negativa:
—Magnífico y serenísimo emperador Raundir Stosser, me honras, pero no me es necesario.
El emperador le contradijo, sin enfadarse, pero con un velado tono entre coacción y mandato:
—Mi estimado navegante, recuérdame tu nombre —rápidamente, Alekt respondió, y el emperador prosiguió, alzando el índice—. Mi buen Alekt, maestro de naves, no quiero tener un disgusto justo antes de la victoria fecunda. Acatarás el nombramiento ya que, a pesar de la proximidad que tengo con vosotros, soy yo, a la postre, quien dispone en el imperio y quien os concede los favores a todos.
Alekt bajó la cabeza y pidió disculpas, prácticamente con un susurro, ante la posibilidad de enojo del emperador. Bien conocido era que la viveza que tenía en el trato amistoso, también la tenía en la espada y en las sentencias contra sus enemigos, o simplemente contra cualquier sospechoso de serlo. Así pues, los trámites con Alekt fueron despachados en pocos segundos:
—Toma tu título de notable, Alekt Tuoran de Barklos —dijo, mientras escribía el nombre de su súbdito—. Y así lo rubrico por toda mi potencia, magnanimidad y sabiduría. ¡Dadme el sello! —Estampó la firma imperial en el documento y se lo entregó en mano a Alekt, mientras seguía hablando, esta vez con aire distraído y a media voz—. Ya sabrás, como buen informado navegante que supongo que eres, que en el puerto de Eretrin hemos podido apresar dos fragatas intactas. Son tuyas. De hecho, aprehenderlas sin desperfecto ni mella después de esta batalla, ha sido uno de los fines de esta campaña, pues..., se suponía que se utilizarían, según alguien me dijo. —La mirada penetrante y cómplice, que los demás no advertían, le hacía ver a Alekt que se acordaba perfectamente de todo el plan, así como de las expectativas más que ambiciosas que en él había depositado—. Mi visir de navegaciones te hará el papel. ¡Ah! ¡Otra cosa! —Miró entre los que estaban detrás de Alekt, ya despachados, y voceó a uno de sus notables—: ¡Gotert! ¡Tengo una orden para ti! ¡Ahora! —El tal Gotert, se personó apartando a los demás—. Te ordeno que trabajes con este hombre, ahora mismo, como segundo oficial, contramaestre o lo que aquí el navegante te asigne. No está a tus órdenes, pero sí bajo tu supervisión, ya me entiendes. Le vas a conseguir una tripulación, aunque la tengas que sacar de leva o del mismo infierno. He dicho. Y mañana más. Dejadme pues, que ahora me espera la victoria fecunda.
Gotert era el notable más joven y más próximo al emperador, al menos de los que había allí presentes. El emperador sacaba a menudo válidos y bastardos fieles hasta de debajo de las piedras y se suponía a Gotert como uno de los más allegados de este tipo de personajes. A pesar de su juventud, como bien sabía el emperador, hasta ahora había demostrado la increíble capacidad de cumplir cualquier misión, por mucho que pareciese que estaba fuera de sus posibilidades. Cuando se le echaba un vistazo a tan precoz notable (no superaba los veintiún años), nadie diría que, en esa misma batalla, no hacía ni un par de horas, se había abierto paso a sablazos entre docenas de enemigos en lo más encarnizado de la acción: saltando con una pértiga, había alcanzado el emplazamiento de uno de sus disparadores de cargas, dando muerte a los seis artilleros que lo manejaban, para así dispararlo contra las filas contrarias.
En un breve e incómodo intercambio de palabras, Alekt y Gotert se saludaron y convinieron una cita para trazar la estrategia de esa aventura. Ahora, ambos consideraban que no era el momento por razones personales que no deseaban revelarse (ambos sentían una desconfianza mutua), pero que los obligaban a alejarse durante un corto periodo de tiempo. Acordaron sin discusión volver a verse al cabo de unos días. Al menos, esa necesidad de irse y esa desconfianza inicial en común, les facilitaría ponerse de acuerdo en seguida, el resto ya sería otra historia.
Otro aspecto que resolvieron sin esfuerzo, sin que Gotert mostrara ganas de discutir, o al menos eso hacía creer, fue la contratación de la tripulación, que debía confirmar