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ciudad. ¿Hasta cuándo podría y debería estar escondido? En ese sótano solo había comida y bebida para tres días. Él, de nombre Trucano Negosores, excarpintero y exespadero ligero de la República Autónoma de Eretrin, estaba abrazado a su mujer y a su hijo, los cuales dormían agotados por la ansiedad y el miedo, mientras él estaba intentando elaborar en su mente el plan para su huida de esa ciudad. Cuando encontró la solución, sus ojos se abrieron como si se hubiese descubierto un tesoro. Con intención de comentárselo a su mujer, la despertó susurrando:

      —Nitavi, Nitavi, despierta, amada…

      Alertada, abrió los ojos de golpe:

      —Los soldados, los saqueadores, ¿y mi hijo?

      —Tranquila, tranquila, pero por favor no grites. Escucha, debemos huir de aquí, y lo haremos con un plan que he trazado.

      —No sé cómo puedes aún pensar; con esta ansiedad, con esta amenaza continua sobre nosotros —le interrumpió con decaimiento.

      —Pues pude, y escúchame lo que te digo: abandonaremos esta casa con lo mínimo para transportar y lo más fácil de cambiar. Para ello haré excursiones arriba, a la casa, y cogeré lo que pueda. Barraré la puerta y procuraré poner una señal de epidemia, ¿verdad que es buena idea?

      —Ten cuidado, te lo ruego.

      Él prosiguió entusiasmado:

      —Entonces, subiremos a la casa y saldremos por el ventanuco trasero; de noche, en silencio. Si me ayudas un poco podríamos huir mañana mismo.

      La mujer, que era realmente juiciosa y decidida, apoyó el plan de su marido, pero encontró un inconveniente de peso, y se lo dijo así:

      —Es la mejor solución que puedes haber pensado para huir, mi esposo. Pero, ¿qué haremos luego?

      —Iréis a Domón, el pueblo próximo en la ruta a Erevost. Allí estaréis con mi prima Duelva que, sin duda, os acogerá. Solo de veros sanos y salvos tendrá una alegría enorme, y estoy seguro de que hará todo lo posible para que estéis bien.

      —“Os acogerá”, “estaréis”, ¿te refieres solo a nosotros dos? —contestó alarmada.

      —Sí, así es, y así debe ser. Mientras tanto, yo pediré trabajo a alguno de los vencedores.

      La mujer puso una cara entre aterrada y confusa. Cuando él leyó esa mirada, le aclaró cómo sería esa solicitud:

      —No pediré cualquier trabajo ni se lo pediré a cualquiera. Pero piensa que es la mejor opción: sé hablar rigani, tengo un oficio útil y conozco bien la ciudad; puedo serles útil. Y quién sabe, si desde esa posición podamos devolverles el golpe.

      —¿Y si alguien te reconoce? Mataste a seis de ellos en la batalla. ¿Y si te reconoce un vecino?

      —No te preocupes, puedo hacer varias cosas: primero, cambiar de aspecto; segundo, si es necesario cambiaría de nombre; después, intentaré que mi trabajo no sea en la calle, o mejor, que sea de noche, lo que sea para no ser demasiado visible.

      Su esposa ya no tenía objeciones, quizás porque no veía alternativas o porque confiaba en que Trucano había pensado en todo. Su marido, que era un año más joven que ella, siempre había dado muestras de ser excepcional y más maduro que el resto de muchachos, pero sin perder la ilusión de los espíritus juveniles. Con solo quince años había conseguido ser oficial ebanista, y uno de los más habilidosos de la ciudad. Los maestros del gremio aún no le permitían disponer de taller propio por no tener la edad pertinente, pero demostraba sobrada capacidad para organizarse, y así lo demostró a los dieciocho años cuando llevó su propio negocio y le pudo sacar provecho. A los diecinueve, había tomado como esposa a la joven más bella e inteligente del barrio, pero lo más importante era que ellos dos compartían la misma visión del mundo, y él lo había sabido desde que la conoció cuando eran niños. Tal como planearon, al año siguiente tuvieron su hijo, del cual su orgulloso padre estaba totalmente seguro que sería un sabio de la República. Con esa forma de ser, cualquier plan lo llevaba a buen término. Incluido el que acababa de explicar a su mujer.

      La noche siguiente, salieron por un ventanuco trasero: primero Nitavi, luego el niño de seis años, que era tan espabilado como sus padres y, por último, Trucano. Tras deslizarse por el agujero, cerró la pequeña ventana desde fuera utilizando unos hilos ingeniosamente dispuestos.

      Con tiento y cuidado emprendieron la marcha hacia Domón, por el camino de Erevost. Evitaron las patrullas, se escondieron al oír el galopar de caballos. Y así toda la noche. La pareja era muy resistente a las marchas y cargaban con su hijo en la espalda cuando el pequeño quería dormir o cuando la vía se hacía accidentada. En efecto, se escondieron de todos los jinetes. Sin embargo, no se escondieron de uno en concreto, que iba a un trote cansado y apagado, que se les presentó como un aparecido en las primeras horas de la mañana. A Trucano le daba la sensación de que aquel jinete ahorraba las energías de su caballo para hacer una larga travesía, pero si hubiese sabido que solo volvía de Erevost hacia Eretrin, entonces hubiese deducido la enorme melancolía que ese hombre llevaba consigo. La familia no se escondió sino que lo miraron iluminados por las luces de la madrugada, escrutando en él síntomas o señales de bonhomía o algún sentido de la justicia. Eso fue lo que les pareció ver en su mirada, a pesar de percatarse claramente de que estaba cegado por el sol que tenía delante de él. Ellos de alguna manera intuían que no era el semblante de un aprovechado, de un crápula, sino la de un hombre que había sufrido.

      Por el contrario, el caballero, de nombre Alekt, solo veía tres formas humanas que constituían la silueta de una familia: hombre, mujer e hijo. La presencia del pequeño le enterneció y le tranquilizó. Alekt suponía que no podían ser bandidos disfrazados de refugiados, ya que les acompañaba un niño. Independientemente de si estaba acertado o no con esa conjetura, solo podía decirse que esa era la ingenuidad de Alekt, ya que lo suyo no eran las triquiñuelas de pícaros de caminos, sino la franqueza de la mar que, aunque ruda, si se sabe leer, no engaña.

      Durante un par de minutos, a medida que se aproximaban, se iban mirando sin decirse nada, minutos demasiado largos en los que el hombre de la familia se avanzó hacia el jinete acorazado, y tras quedarse a tres metros del morro del caballo, le dijo en su idioma:

      —Buenos días, señor, ¿os puedo ayudar?

      —¡Hablas mi idioma! —dijo sorprendido Alekt—. Eso no es nada común en tu pueblo, dada la enemistad que nos separa.

      —Es necesario hablar cualquier idioma cuando se hacen negocios.

      —Mmm… ¿Eso significa que eres negociante o que pretendes negociar? —A Alekt, la respuesta de aquel joven le levantó muchas suspicacias, y lo dejó notar en su expresión.

      —Buen notable…

      El jinete le interrumpió muy molesto, mientras se miraba de reojo los distintivos coloreados en su coraza que lo habían delatado:

      —Te pido que no me llames notable, mi nombre es Alekt.

      —Señor Alekt, excusadme, pero no traigo segundas intenciones. Mirad a mi familia; no puedo negociar más que por lo que yo pueda valer, para que ellos vivan cada día y puedan tener techo y pan.

      —Comprendo —respondió lacónicamente Alekt.

      —Entonces, lo que yo quiero negociar es una posibilidad de trabajo para mí, dado que mi antiguo empleo ha desaparecido con esta guerra. —Trucano demostraba unas dotes de hábil psicólogo, y sabía que podía confiar en ese hombre porque había recelado sin violentarse. Pero, lo más importante, no se había interesado especialmente por su esposa.

      Nitavi, que se había acercado desde atrás, se había percatado, esperanzada, de lo mismo que su esposo: de una intrínseca bondad en aquel hombre impasible. Tiró de la casaca de su marido y le susurró:

      —Dile a este señor que agradecemos su clemencia. Es un buen hombre, no sé por qué, pero lo sé, y ojalá pudiera contratarte.

      —Creo que estoy en ello, mi amada —le respondió con una sonrisa.

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