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que sois un buen hombre, y se sentiría honrada de que trabajase para vos.

      Alekt no podía dejar de sentirse halagado, aunque al mismo tiempo gravemente incómodo; representaba al enemigo que había destruido su forma de vida. Su respuesta fue decidida rápidamente entre la clemencia y la necesidad:

      —De acuerdo, de acuerdo, ¿cuál era tu oficio?

      —Ebanista —dijo Trucano.

      —Estupendo, ¿podrías hacer arreglos en un barco?

      —He hecho arreglos para barcos, pero no en alta mar, señor. Confiad en que me veré capacitado en cuanto me ponga manos a la obra.

      Alekt veía en ese hombre algo más que un simple ebanista, y le preguntó más cosas:

      —¿Tienes alguna habilidad aparte de ebanista, políglota y buen negociador?

      —Sin ánimo de ser presuntuoso, tengo la habilidad de adquirir habilidades, señor.

      —Eso es lo mejor, mi querido amigo. ¿Cómo te llamas?

      Trucano se dirigió a su mujer y le dijo emocionado: «Me ha llamado amigo». Nitavi sonrió con la esperanza en sus labios. El joven ebanista se volvió a su nuevo jefe, y le dijo:

      —Trucano Negosores, patrón.

      —Vaya nombres que tenéis. Bueno, si no tienes inconveniente, puedes montar en la grupa de mi caballo o reunirte luego en Eretrin conmigo si quieres acompañar a tu familia hasta vuestro destino. Te daría dos días para tal cosa, si te fuera menester. En efecto, buscamos gente, y mejor si son naturales, libres de heridas de batalla. Nuestra empresa es un viaje náutico.

      Trucano tradujo todo aquello a los suyos y añadió que, a pesar de la distancia y la pena de la separación, un trabajo marino sería lo mejor para que la ciudad olvidara su rostro y el tiempo difuminara su pasado de milicia. Tras un intercambio de comentarios, consejos y risas de emoción entre la familia ebanista, Trucano contestó:

      —Os acompaño ahora, señor. Mi mujer es muy capaz y resuelve siempre cualquier situación, y mi hijo es un niño obediente y tranquilo.

      —Te felicito por tu familia, ebanista. Entonces, despídete, que iremos con cierta prisa.

      Así lo hicieron. El hijo, el pequeño Tubisto, se abrazó con mucha fuerza a su padre porque, a pesar de su temprana edad, había comprendido todo lo que había sucedido y lo que iba a suceder. Nitavi besó con el amor de años a su marido en esa precipitada despedida. Luego, la mujer miró a los ojos de Alekt con una sonrisa de agradecimiento especial. No obstante, Alekt se mostró incómodo, a pesar de devolver la sonrisa cortésmente; estaba sufriendo y lo dejaba notar hasta en sus más insignificantes movimientos. Cuando se fue con su esposo, Nitavi se había contagiado de la tristeza de aquel hombre y, fuera la que fuese su causa, hubiese deseado aliviarlo dentro de lo posible porque no los había tratado ni como enemigos ni como vencidos. Pensó en pérdidas, en bajas y, como un chispazo, se le hizo patente la posibilidad de que alguien cercano a él hubiese salido mal parado en la batalla, quizás un hermano que podría estar en peligro de muerte. Una lágrima se deslizó del ojo de la mujer, como única expresión que podía permitirse por la congoja hacia las muertes de sus enemigos. Luego se controló.

      Dado que el encuentro y la charla con Trucano le habían hecho perder prácticamente media hora de marcha , ahora se veía obligado a trotar más rápido para llegar a su destino; el joven notable Gotert le estaba esperando en una taberna que ambos conocían . Tal como le había dicho, le encontraría, si podía, revisando a los levados o contratados para la expedición. Alekt insistió en que podrían verse en las afueras, porque probablemente tuvieran que agrupar cerca de cien hombres, pero Gotert aseveró que no, que era menester la discreción para esta misión, y debía hacerse en la ciudad, en un edificio con pocas ventanas, lo más secreto posible. Por eso, tendría rondando en turnos planificados a los candidatos; sueltos, si eran contratados, o con custodia, si eran levados.

      Al entrar en la ciudad pudieron ver muchos cambios, respecto al desorden que había cuando salieron. Cuadrillas de soldados reparaban daños y construían fortificaciones para someter a los vencidos. También, empleaban a algunos civiles, pero no se podía apreciar si los que iban alabarda en mano vigilaban a esos trabajadores por su condición esclavizada, o simplemente a la obra y sus materiales, pues estaban ciertamente tensos y alerta ante la más mínima sospecha de evasión, rebelión o robo. Con un terrible estupor pudo ver a algunos ejecutados por destripamiento en alguna plaza pública: había soldados imperiales ajusticiados, pero muchos más nalausianos, por lo que Alekt no pudo evitar decir «lo siento» a su acompañante.

      —Vos no sois quien los habéis ordenado, señor Alekt —dijo políticamente Trucano. Sin embargo, no podía negar un odio indiscriminado a cualquier invasor del imperio de Strooli.

      Llegaron a la posada convenida y, de repente, Trucano recordó con pavor que podían reconocerle. Precisamente, por lo precipitado de su contratación, no había cambiado ni su aspecto, ni había adquirido un nombre nuevo, ni nada por el estilo, tal como había pensado en su primitivo plan, tal era su cansancio. Le alivió el hecho de que este era un barrio que frecuentaba muy poco pero, ¿y si había un conocido entre los de leva? La posibilidad le causaba tal terror que sudaba a mares. Su patrón lo notó y le preguntó:

      —¿Qué te ocurre muchacho? ¿Temes algo?

      —Patrón, por favor, ¿me permitís pasar por mi casa para recoger unos pocos efectos personales? Acabo de recordar que dejé un amuleto familiar de mucho valor sentimental.

      Alekt estaba escamado, por lo que estableció unos términos antes de ir allí:

      —Que quede clara una cosa muchacho, esto… Trocano.

      —Trucano —le corrigió el ebanista.

      — ¿Qué?

      —Me llamo Trucano, patrón —le volvió a corregir.

      —Si quieres acabar bien, mi joven ebanista, me vas a dejar que me equivoque las veces que me haga falta con tu nombre y con otras muchas cosas. Te recuerdo que yo soy tu jefe, y olvidar eso es un error que debes corregir de inmediato, ¿de acuerdo?

      Trucano se amilanó con el tono utilizado por Alekt, demasiado contrastado con lo visto hasta ahora. El carpintero se disculpó, musitando y bajando la cabeza. En algo debía notarse que era un duro marinero, y que había sobrevivido a una cruenta campaña imperial. La amargura y la ira rezumaban de su persona. Alekt prosiguió con el mismo tono:

      —Que te quede bien claro, no se te ocurra traer nada de valor, si traes un… “talismán”, no quiero ver ni oro, ni turbil (el preciado cristal azulado), ni platino, ni nada que se les parezca. Si tienes una fortuna entre las repisas, lo entierras donde quieras y vuelves a aparecer antes del crepúsculo. Si no apareces, no solo te despediré sino que haré que te juzguen por ruptura de contrato. Eso significa la cárcel.

      —No, señor, solo es una figura colgante de madera con hueso incrustado. Volveré cuanto antes, señor, y no es mi intención escapar, os lo prometo.

      El navegante, hastiado de todo, le hizo un gesto con la mano extendida para indicarle que se marchara. Cuando Trucano iba a doblar la esquina, Alekt le llamó:

      —Turcano.

      —Sí, señor Alekt —le respondió, ahora sin intención de corregir nada a su patrón.

      —Sé que cumplirás, no lo dudo. Pero pasar por una matanza como la que hemos vivido todos no es algo sencillo. Nos hace a todos más impíos.

      Trucano le hizo un gesto de asentimiento con la cabeza y fue corriendo hacia su casa. Una vez allá recogió algunas herramientas: el amuleto, que era la excusa, un poco de dinero y unos cuantos efectos personales más. Pero lo más importante sería su cambio de imagen: se raparía la cabeza totalmente y se vestiría con las prendas más inusuales. En una hora había vuelto a la posada con un aspecto cambiado, incluyendo un corte en la cara hecho voluntariamente al afeitarse. Cuando Alekt lo vio, se sorprendió de su nuevo aspecto y volvió a sospechar, pero pensó: «¿Qué

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