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El Sacro Imperio Romano Germánico. Peter H. Wilson
Читать онлайн.Название El Sacro Imperio Romano Germánico
Год выпуска 0
isbn 9788412221213
Автор произведения Peter H. Wilson
Жанр Документальная литература
Издательство Bookwire
Hacia 1526, después de que todas las partes implicadas hubieran acordado que las cuestiones debían dirimirlas las «autoridades competentes» y no «el hombre del común», todavía quedaban por resolver dos cuestiones clave. Una era la cuestión de la jurisdicción espiritual, que determinaba la autoridad para dirigir las creencias religiosas y las prácticas del pueblo llano en zonas concretas. La otra era la gestión del clero y de bienes eclesiásticos tales como edificios, propiedades y fuentes de ingresos. Esto siempre había sido una cuestión importante en la historia del imperio. Con los otónidas ya se habían revocado donaciones y transferido tierras a señores seglares, un proceso que se aceleró a partir de 1100, pues el emperador necesitaba más recursos para compensar a los nobles sus contribuciones bélicas. A su vez, los señores seculares restringieron o usurparon las jurisdicciones seculares de sus vecinos eclesiásticos, a los que retiraron la condición de Estados imperiales. Esto prosiguió más allá de la Reforma protestante: el arzobispo de Salzburgo incorporó las posesiones de los obispos de Gurk, Seckau y Lavant. El propio Carlos V compró en 1528 la jurisdicción secular del obispo de Utrecht y en 1533 habría aceptado una oferta similar del arzobispo de Bremen de no ser por las objeciones del papa. Por otra parte, en estos casos, la secularización solía implicar pequeñas propiedades y rara vez amenazaba la jurisdicción espiritual.99
El movimiento evangélico planteó un desafío completamente nuevo, dada su oposición a la jurisdicción papal y su rechazo de la idea de que las buenas obras y la oración por los difuntos justificaban el monasticismo. En 1529, Jorge-Federico de Ansbach-Kulmbach, el Pío, embargó y vendió varios monasterios para pagar la construcción de carreteras y fortalezas, una medida que prefiguraba la disolución de los monasterios llevada a cabo por Enrique VIII (1536-1540). Pero tal cosa era excepcional, pues en el imperio «secularización» solía querer decir cambio de uso. Ciertos príncipes de ideas reformistas confiaron los bienes de la Iglesia a consorcios públicos y los emplearon para financiar un clero más numeroso y mejor formado, evangelizar a la población con lecturas bíblicas y mejorar la salud por medio de hospitales y ayuda a los pobres. En 1556, por ejemplo, el duque de Wurtemberg convirtió 13 monasterios en escuelas para formar pastores.100 El conflicto no siempre era inevitable. La complejidad de los derechos legales y de propiedad del imperio impedía una demarcación clara de jurisdicción y propiedad, que requería de frecuentes debates entre las diversas autoridades, que solían continuar a pesar de la animadversión religiosa.101 Aun así, hubo numerosos católicos que consideraban que la reasignación de la propiedad de la Iglesia y el uso de jurisdicciones espirituales era un robo que rompía la paz pública. Estos presentaron los llamados «casos religiosos» en los tribunales imperiales.102
La conversión al protestantismo
El problema quedó en manos del hermano menor de Carlos, Fernando I, quien, a partir de 1522, se encargó de dirigir el imperio durante las prolongadas ausencias del emperador. Fernando había heredado Hungría en 1526, en plena invasión otomana, y la existencia de esta amenaza mortal contra el imperio exhortó a los Estados imperiales a evitar cuestiones que pudieran derivar en un conflicto civil. El Reichstag de 1526, reunido en Espira, trató de obedecer el Edicto de Burgos, pues permitió a los Estados imperiales actuar según su conciencia hasta que el concilio eclesiástico presidido por el papa emitiera un dictamen doctrinal. Esta decisión zanjó la cuestión de la autoridad: los Estados imperiales eran los responsables de las cuestiones religiosas dentro de sus propios territorios. El electorado de Sajonia, Hessen, Lüneburg, Ansbach y Anhalt siguieron el ejemplo de algunas ciudades imperiales de dos años antes y comenzaron a convertir bienes y jurisdicciones de la Iglesia y ponerlos al servicio de objetivos evangélicos. Las convicciones personales de los príncipes, la localización de sus tierras, la influencia regional y sus relaciones con el imperio y el papado influyeron en dichas decisiones. Baviera, por ejemplo, gracias a sus concordatos anteriores, tenía un considerable control sobre la Iglesia de su territorio, por lo que contaba con escasos incentivos para romper con Roma.103
Dada la prolongada historia de supervisión secular de las cuestiones eclesiásticas en el seno del imperio, tales cambios no convertían un territorio en evangélico de forma automática. Hubo varios príncipes importantes que establecieron acuerdos ambiguos de manera deliberada, como por ejemplo el elector de Brandeburgo, y las prácticas religiosas del grueso de la población continuaron siendo heterodoxas. Las nuevas Iglesias territoriales luteranas hicieron varias revisiones de su profesión de fe inicial y hubo otros reformadores, como Ulrico Zuinglio y Juan Calvino, que crearon nuevas confesiones. De igual modo, el pensamiento y la práctica católica apenas eran monolíticos y también contenían impulsos reformistas, por lo que cabría hablar de una multiplicidad de reformas.104
La divergencia ya era evidente en el siguiente Reichstag, reunido en Espira en 1529. Los católicos consideraban errónea la interpretación evangélica del congreso de 1526 como licencia para continuar con la reforma religiosa. Dado que la mayoría de los Estados imperiales seguían siendo católicos, revocaron su anterior decisión e insistieron en que se aplicase íntegramente el Edicto de Worms, con el que Carlos V proscribió a Lutero y a sus seguidores. El veredicto de la dieta imperial provocó la famosa Protestatio, que, encabezada por el elector de Sajonia, expresaba la disidencia de 5 príncipes y magistrados de 14 ciudades imperiales. La palabra «protestante» derivó de este documento. Era la primera brecha abierta en la unidad política del imperio.
El fracaso de la solución militar
Los protestantes formaron en 1531 la Liga de Esmalcalda para su mutua defensa (vid. págs. 559-561). La amenaza otomana animó a Fernando a suspender el Edicto de Worms en 1532, tregua que extendió en tres ocasiones, hasta 1544. La Liga, por otra parte, quedó debilitada por las divisiones internas y los escándalos de sus príncipes. Carlos V, tras haberse impuesto temporalmente a franceses y otomanos en 1544-1545, regresó al imperio con un gran ejército. El elector de Sajonia y el landgrave de Hessen fueron declarados fuera de la ley imperial, pues habían atacado a su rival regional, el duque de Brunswick. Esto permitió a Carlos presentar su intervención como la restauración de la paz pública del imperio. El conflicto resultante, la Guerra de la Liga de Esmalcalda (1546-1547) se saldó con la aplastante derrota de Mühlberg, una victoria que celebra el famoso retrato de Tiziano que representa a Carlos como un general triunfante (vid. Lámina 8).
Entre septiembre de 1547 y junio de 1548 Carlos celebró en Augsburgo el «Reichstag acorazado» (Geharnischte Reichstag) tutelado por una fuerte presencia militar. Este Reichstag, convocado con intención de consolidar su victoria, fue el único momento en que el emperador trató de sentar doctrina, por medio de una profesión de fe que esperaba que durase hasta que dictase sentencia el concilio del papa que se reuniría en Trento. Conocida como el Interim, la profesión de Carlos abría la posibilidad de «una nueva religión imperial híbrida» que incorporaba algunos elementos protestantes. Aunque el arzobispo de Maguncia respaldó el Interim, la mayoría de católicos lo rechazó ya antes de su promulgación y los protestantes lo consideraron una imposición.105
Este acuerdo insatisfactorio fue visto por muchos como una ruptura del consenso y se acusó a Carlos de abusar de su autoridad. La rebelión armada de Magdeburgo contra el Interim galvanizó la formación de una oposición generalizada en el transcurso de 1551, que desembocó en la revuelta de los príncipes del año siguiente. Esta revuelta recibió apoyo de Francia, que había reiniciado la guerra contra los Habsburgo. Tres meses de maniobras fueron suficientes para que Fernando –a quien Carlos había vuelto a dejar a cargo del imperio– aceptase la Paz