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también hizo que Lutero no consiguiera elevar las Escrituras a la condición de base única de la verdad y restaurar así lo que él consideraba que era el cristianismo «puro» original. El relativo declive de la autoridad papal e imperial hizo que no existiera una única autoridad que juzgase sus creencias, lo cual hizo que estas fueran aceptadas, rechazadas o adaptadas por una serie de comunidades locales y nacionales. La cuestión religiosa afectaba a amplios aspectos de la vida diaria, así como a la salvación personal, lo cual añadía urgencia a su resolución. Los intentos de desactivar la controversia por medio de una clarificación de la doctrina resultaron contraproducentes, pues poner por escrito los debates únicamente servía para hacer más obvio el desacuerdo. Es más, las nuevas imprentas aseguraron la rápida difusión de las ideas contrapuestas y encendieron el debate por toda Europa.93 Una vez tenía lugar la primera escisión, a los protagonistas les resultaba más difícil repararla.

      El problema de la autoridad

      El fracaso del liderazgo clerical llevó a teólogos y laicos a solicitar protección y apoyo a las autoridades seculares. Pero se había hecho imposible disociar la cuestión religiosa de la política, pues el apoyo político que recibía Lutero le llevó a expandir su movimiento evangélico, que pasó de limitarse a protestar dentro de la Iglesia romana a crear una estructura rival. Hacia 1530, la verdadera cuestión era de autoridad. No estaba claro quién, ya fuera el emperador, los príncipes, los magistrados o el pueblo, estaba autorizado a decidir cuál de las versiones del cristianismo era correcta. Tampoco estaba claro cómo resolver quién poseía la propiedad de la Iglesia o cómo afrontar las disensiones. Ciertos reformadores como Kaspar Schwenckfeld y Melchior Hoffmann rechazaban todas las autoridades establecidas, prácticamente, y unos pocos como Thomas Müntzer aspiraban a una sociedad comunitaria y piadosa. Estos radicalismos quedaron desacreditados por la violencia que acompañó a la revuelta de los caballeros (1522-1523) y la guerra campesina (1524-1526) (vid. págs. 554-555, 584-586).

      Carlos, tras haber tratado de separar las cuestiones teológicas de los problemas de orden público, emitió el 15 de julio de 1524 el Edicto de Burgos, que rechazaba de manera explícita las peticiones de celebrar un concilio nacional en el que debatir la reforma eclesiástica. Con esto, Carlos llevó a cabo la separación de religión y política de acuerdo con la doctrina tradicional de las Dos Espadas: el papa debía decidir cuál era la versión correcta del cristianismo, mientras que Carlos, como emperador, debía imponerla y emplear la maquinaria legal del imperio para aplastar la disidencia, convertida en cuestión de orden público.

      ¿Oportunidad perdida?

      Secularización

      El imperio, en lugar de imponer una solución desde arriba, negoció una solución colectiva por medio de las nuevas estructuras constitucionales surgidas de la reforma imperial. La unidad se basaba en el consenso, no en el poder central, y el resultado fue el pluralismo religioso y legal, no ortodoxia y existencia de una minoría

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