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y viudo.

       ¿Cuánto aguardarán sus descendientes antes de lanzarse a armar sobre las ruinas de estas columnas un centro de compras o un colorido parque de diversiones?

       Por momentos, me acongoja una presunción: cuando ya no estemos, el mundo se quedará sin los últimos guardianes de cierto modo de transitar la vida, de preservar y transmitir determinados ritos, símbolos y tradiciones.

       Pero más me duele la certeza de que muy pocos nos extrañarán, de que a casi nadie le haremos falta. Nos hemos vuelto prescindibles, hermana. Meros fantasmas de ángeles. Y evito preguntarme cuánta responsabilidad nos corresponde a nosotras, a nosotras mismas, en toda esta debacle. Y qué castigo nos aguarda por haber aceptado tan pronto nuestro fracaso.

       Solo me sostiene la seguridad de que en pocos días volveré a tu lado. Cada noche, antes de acostarme, abro mi escritorio y me sujeto al pasaje de Alitalia como a una tabla de salvación.

       Prometo llamarte. No olvides que tu hermana te quiere y te adora. Siempre.

       Irene

       P. D.: Olvidaba ponerte al tanto de la buena nueva: esta semana logré vender el sepulcro de Recoleta. Por fortuna, fue un trámite veloz.

       Dentro del cementerio, ocurrió algo inesperado. Perdí la billetera con el documento y algo de dinero; pero, llamativamente, un gentil y agradable jovencito la halló tirada y la acercó a mi departamento. Le ofrecí una gratificación, pero no quiso aceptarla. De veras asombroso. La sorpresa fue tan grande que ni siquiera le pregunté su nombre.

       Una centella entre tanta oscuridad. Tal vez no todo esté perdido.

      El mozo asoma medio cuerpo a la calle, estudia el cielo con suma atención. Noto que a Álvaro lo divierte ese reconcentrado meteorólogo de bandeja bajo el brazo.

      —Vaya tranquila, señora —nos dice el mozo—. Esas nubes no son peligrosas. Va a ser una tarde un poco húmeda para mis huesos, pero agradable. Eso sí, para mañana no le puedo prometer nada.

      Sonrío amable y me despido hasta el día siguiente. Bastará alejarnos unos metros para que Álvaro deslice alguna ironía con un atisbo de sonrisa.

      Bajo el ceibo de la plaza, la voz de un hombre cantándole la caricatura de un tango a unos turistas se funde con el griterío de los chicos que juegan a la pelota. Llegamos a nuestro banco, uno de los pocos de madera que resistieron a los años. Álvaro se sienta con esfuerzo, soltando un suspiro quejumbroso.

      —No podés negarme cuánto extrañarás todas estas pintorescas notas de color —dice, espiándome bajo el ala del Borsalino que me cubre la frente—. Hablando de otra cosa: revisé tu última traducción, Irene. Como de costumbre, hiciste un trabajo muy bello.

      —Me reconforta. No dudes en llamarme a Venecia para cualquier consulta.

      —Esta mañana estuvimos charlando en la editorial acerca de tu partida. Hablamos un rato largo. Los integrantes de la vieja guardia están bastante apesadumbrados.

      —No me mientas. Nadie extraña a una vieja huraña.

      —Haré de cuenta que mi sordera se ha agravado —dice Álvaro entre los gritos de los chicos—. ¿Sabés qué les dije? Que había llegado el tiempo de darle una oportunidad a los jóvenes. ¡Y que te reemplazaría por algún promisorio estudiante que todavía esté practicando sujeto y predicado!

      Lo observo cargada de melancolía. A sus casi ochenta años, ¿cuánto más podrá seguir al mando de la editorial? ¿Cuánto tiempo más resistirá en esta jungla en la que sus libros se valoran menos que un par de pantuflas, donde su profesión lo vuelve un sospechoso antes que un caballero?

      La pelota golpea con violencia en un farol y rueda caprichosa sobre el césped hasta morir mansa a nuestros pies. Los chicos nos la piden a los gritos. Me adelanto hasta el borde del asiento, entrecierro con fuerza los ojos: entre manchas turbias creo verlos agitar los brazos como posesos.

      —¡La pelota, doña! ¡La pelota!

      ¿Qué seremos para ellos? ¿Qué verán en nosotros? Una pareja de viejos echados a la sombra, me respondo sin misericordia. Apenas un par de cascajos al resguardo del sol que a ellos les dora la piel.

      Me levanto y doy un paso hasta llegar a la pelota. Contengo la respiración con los labios apretados y la pateo con fuerza. Con furia. Para mi sorpresa, traza un arco perfecto en el aire hasta aterrizar en los brazos de uno de los chicos.

      —¡Flor de chutazo, doña! ¡Siga así, que Labruna la va a llamar pa’ jugar en River!

      Vuelvo a sentarme, con el pie dolorido. Sin embargo, la puntada me carga de vigor, me sacude de tanta pesadumbre. Me imagino nuevamente una niña lanzada a correr entre todos ellos, saltando y gritando y rodando en el césped hasta ahogarme de cansancio. Pero pronto me cubro del sol con el ala del sombrero, limpio con un pañuelo la aureola que el cuero pringoso de la pelota dejó en mi zapato.

      —Los tiempos se acortan, ragazza —dice Álvaro librándose de una hormiga que le recorre el pantalón—. Vendiste el piso, despachaste el mobiliario, te desprendiste del sepulcro, me entregaste tu última traducción… No es mucho lo que te resta por hacer. ¿Seguís pensando en ir al Delta?

      —No pierdo nada intentándolo. Si la casita sigue en pie, tal vez pueda venderla.

      —No le encuentro ningún sentido, Irene. Si la humedad y las crecidas del río no la dejaron inhabitable del todo, no sacarás de ella más que unos pocos pesos, sin mencionar los meses o años que te llevaría encontrarle un comprador. Me intranquiliza que vayas sola hasta allá. Podría estar ocupada por cirujas.

      —¿Recordás qué me dijiste la otra noche cuando te llamé por teléfono para pedirte que me acompañaras al Delta?

      Álvaro endereza el pañuelo de seda que le asoma por el bolsillo del saco.

      —Sí. Me acuerdo.

      —¿Qué me dijiste? A ver…

      Los dos nos observamos con ternura.

      —Que debiste habérmelo pedido treinta años atrás.

      Lo dice por lo bajo, con suavidad, como disculpándose.

      —Es cierto, Álvaro —me inclino hacia él, termino de acomodarle el pañuelo—. Pero en ese tiempo no debía hacerlo. Y ahora me he vuelto…

      Prudente, acerca la mano a mis labios. Su mirada me entristece. Los últimos rayos de la tarde delatan la humedad de sus ojos, le arrebujan la cara, lo avejentan más.

      Desearía ceñir mi cuerpo al suyo, acariciarlo para poder dejarme acariciar, besarlo para poder dejarme besar. Decirle al mejor amigo de mi marido cuánto valoré su compañía, su larga espera. Confesarle cuánto lo voy a echar de menos. Disculparme por mis dudas, por mi incapacidad para librarme del cerco de silencios en que me refugié por media eternidad.

      Enlazo con fuerza mi mano a la suya y me pierdo en los chicos, que no dejan de correr y jugar.

      Una pareja de viejos echados en el banco de una plaza, viendo la vida escurrirse. Sabedores de que no hay consuelo frente a lo irremediable.

Teresa:A las cuatro de la tarde, vendrán de la parroquia a llevarse los canastos llenos de libros. Le ruego no olvide limpiar las junturas de los azulejos de la cocina. Pasaré el día resolviendo un trámite en el Delta. Prepáreme la cena y guárdela en la heladera.I.P. D.: Dejé su dinero sobre el hogar.

      Cinco minutos para escribir cinco líneas. Las lámparas encendidas, tan inútiles como el sol que entra por la ventana.

      Una

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