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teñido de amarillo.

      Resumo las ideas para acabar pronto el tormento. “I” en lugar de Irene. Una línea breve, veloz. Una sutura.

      Pestañeo con fuerza, alzo las cejas con los ojos abiertos en una mueca que imagino patética.

      Concluyo la nota, dejo caer la lapicera. Me froto las yemas de los dedos y reviso la hoja de soslayo. Las letras se acomodan, se enfilan, recuperan su trazo preciso y ondulado. Escribo rápido la posdata y tiro la lapicera al otro lado de la mesa.

      Una escritora que pierde la vista. Un pintor sin brazos. Un barítono sin voz. ¿Se me permite decir un ángel sin alas?

      Ciega. Impedida: sinónimo de inválida.

      Lo digo en voz alta:

      —Quedarme ciega.

      Una niña aterrada que aprende a utilizar un término desconocido bajo el azote del maestro.

      —Repitan todos conmigo: ciega.

      Mis ojos pronto dejarán de ver. Cuando así sea, que también dejen de llorar.

      Apenas salgo del hall y me asomo a la calle, don Gómez deja de baldear la vereda y me saluda alzando la boina. Controlo la hora y me reprocho el no haberle advertido al chofer del remise que debo llegar en horario al Delta, pues contraté la lancha para las once en punto de la mañana.

      Vuelvo a mirar el reloj pensando en la impuntualidad. La inevitable impuntualidad. El primer peldaño de una escalera que desciende a la descortesía.

      Un hombre llama mi atención en la acera de enfrente. Con movimientos nerviosos carga valijas en el baúl de un taxi. Mira inquieto a todos lados. Creo distinguirle la piel morada bajo los lentes oscuros. Otro náufrago huyendo. Otro más. Entre él y yo, la calle separándonos y enlazándonos como un espejo descomunal.

      Alejo el pensamiento reacomodándome inquieta un aro. Me vienen a la mente la infinidad de viajes hechos junto a Gianluca. Tres, cuatro veces al año, lo acompañaba a las conferencias y congresos a los que él era invitado como Presidente del Banco de Italia en Buenos Aires. Una vez concluidas sus obligaciones en Roma, Milán o Torino, disfrutábamos una semana de descanso en alguna ciudad que amáramos: Bologna o Parma, en otoño; Cortina D’Ampezzo, en invierno; algún pueblo de la Riviera, en verano. Y, a poco de regresar, comenzábamos a planificar al detalle el siguiente viaje, en un círculo que creíamos eterno.

      Vivir en Argentina con la mirada detenida al otro lado del Atlántico, dormir en Buenos Aires soñando con Europa. Viajar para olvidar esta tierra siempre impropia y ajena. Un torpe pero elegante modo de huir, de embaucar al hastío y la rutina. ¿Qué hubiese sido de nosotros sin la certeza de saber que la siguiente travesía estaba siempre marcada a la vuelta del calendario? ¿Sin nuestros permanentes agasajos, invitaciones a conferencias, bailes y conciertos, sin nuestros domingos en el campo?

      Me pregunto en qué momento olvidé mi mandato para resignarme a tan poco. ¿Qué excusa esgrimiré el día del Juicio? Gianluca y el resto de los mortales alegarán su debilidad, su cobardía… ¿Pero qué podremos alegar nosotros, los guardianes?

      Por momentos envidio a los simples hombres y mujeres. La necedad de sus vidas breves los vuelve livianos e impunes, libres de…

      De pronto una presión en mi hombro. Doy un súbito paso atrás, mi cabeza golpea contra el marco de la puerta.

      —¡Uy! ¡Disculpame! ¿Te asustaste?

      Algo mareada me palpo la nuca, el encargado corre en mi ayuda y empuja al chico a un lado.

      —No se alarme, don Gómez. El joven es conocido mío. Puede seguir con lo suyo.

      —¿Estás bien? —pregunta el chico, y me acaricia la nuca para asegurarse de que no me haya hecho daño. Es agradable el contacto de sus manos sobre mi cabeza, pero me aparto—. ¡Pedazo de golpe te diste! Qué suerte que te encuentro. Vine a devolverte el libro que me prestastealza frente a mí el ejemplar y lo sacude sonriente.

      —No se lo presté. El libro es un regalo, una gentileza por haberme devuelto la cartera y la manta de encajes.

      —El merletto di Burano —dice haciéndose el gracioso, imitando mi acento. No puedo evitar sonreír—. ¿Entonces La romana es mía? ¡Genial! —y lo tira dentro de su mochila. Me pregunto si jamás se desprende de ese colgajo de tela sucia que le cuelga del hombro—. ¿Tenés un minuto? Quería que charlemos unas cositas. Leí la novela entera y también el prólogo que escribiste, y quisiera hacerte algunos comentarios.

      Llamativamente, hace una pausa. Pero, de inmediato, retoma su monólogo sin aguardar mi respuesta.

      —Está bien tu análisis. Bastante bien. Y no te lo dice cualquiera. Yo trabajé en El mundo.

      —¿Usted trabajó en El mundo?

      —Por supuesto. En el área Cultura. Pero ahora estoy ocupado con asuntos más importantes. Volviendo a lo tuyo: es interesante tu visión del neorrealismo. Igual quería verte otra vez para comentarte un par de cosas—no entiendo por qué insiste en su desagradable costumbre de tutearme y de señalarme con el dedo—. No coincido para nada con eso que escribís sobre la degradación a la que inevitablemente conduce la pobreza, entre…

      —… ante todo —lo interrumpo percatándome de cuán atento se halla don Gómez a nuestra conversación—. ¿Tendría la gentileza y la educación de decirme cuál es su nombre?

      —¿Querés saber cómo me llamo? Rafael. Me llamo Rafael Leone.

      Lo ha dicho orgulloso, marcando las consonantes como si su nombre fuese una virtud digna de ser admirada. Lo miro con atención: el chico es inteligente y atractivo. Podría llegar tan lejos como deseara. Sin embargo, no hace más que desperdiciar su vida. Es demasiado consciente de sus virtudes y eso lo vuelve soberbio e intolerante. No acepta ni resiste el fracaso, ni siquiera una demora. Frente al primer traspié, condena e insulta. Es incapaz de renunciar y prefiere ahogarse a retroceder. Y aquí está: apartado de su familia, sin trabajo y con el alma quebrada. Asfixiado por el orgullo idiota de quienes solo saben pedir ayuda con gritos mudos.

      —Escúcheme —digo por lo bajo intentando ser comprensiva—. Entenderá que no es tiempo ni lugar. Estoy sumamente retrasada. Debo viajar al Delta y no puedo perder el tiempo.

      —¿Al Delta dijiste? ¿Querés que te acompañe? Conozco el Delta a la perfección.

      Su desfachatez me abruma hasta enmudecerme. Enderezo mis lentes con un movimiento mecánico, cuando me rescata la bocina del remise.

      —Todo el Delta conozco —continúa, jugando con entusiasmo su última carta—. Entero. De punta a punta. Los ríos, los canales, las islas…

      —¿Usted no tiene obligaciones que cumplir en otra parte? —le pregunto con un dejo de perplejidad que a él, incomprensiblemente, le genera una risa luminosa—. Le agradezco el ofrecimiento, pero su compañía no me es necesaria.

      Subo al auto e indico el destino sin hacer reclamo alguno por la demora. Mientras el chofer se detiene ante el semáforo, busco al chico con la mirada. Allí está, cruzando la calle con el andar lento de los que no tienen dónde ir. Cien años atrás, Rafael, hubiese intentado ayudarte. Guiarte, aunque más no sea. Tenderte un sendero. Pero ya no… Ya no.

      Sin embargo, cuando el auto se pone en marcha, le pido al chofer que se detenga. Bajo la ventanilla, asomo la cabeza y con retraimiento llamo al chico. Un sinfín de bocinazos impide que me oiga. Ruborizada, lo llamo elevando mi voz hasta no reconocerla.

      —¡Rafael!

      El chico se vuelve con un movimiento ágil, se acerca corriendo y me mira expectante con las cejas levantadas.

      —Estaríamos de regreso antes del anochecer —murmuro nerviosa, entre el fastidio del chofer y los insultos del resto de los automovilistas—. ¿De verdad podría hacerme el favor de acompañarme?

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