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XV

      Despierto entre un estrépito de gritos y maquinarias.

      Un sinfín de motas de polvo flota en el aire. Las sábanas, mi cara y mis lentes aparecen cubiertos de ceniza.

      Cuando me asomo a la ventana, entiendo el desastre: han terminado de demoler la vieja casona de los Ugarte Peñaloza. Del otro lado del vidrio no hay más que una polvareda espesa entre un ejército de gusanos armados con taladros y picos.

      Pero no les basta. Pretenden más. Lo pretenden todo. No tardarán en ir por la manzana de al lado, por la de enfrente. Y muy pronto vendrán por mí. Y cuando acaben conmigo irán por sus hermanos y por sus padres, y al final se regodearán con la carne de sus propios hijos. Y ni así estarán satisfechos. Sigan adelante, no se detengan. A fin de cuentas, no hacen más que cumplir con su destino, con su mandato de cerdos.

      Me aseguro de que la ventana esté cerrada del todo y bajo la persiana. Pero igual los ruidos la penetran. Doy media vuelta y recorro el dormitorio vacío. ¿Dónde está? ¿Dónde estás? Las sábanas revueltas, la almohada empapada en sangre. También faltan sus botas y su pantalón. ¿Cómo es posible? Si yo misma los acomodé anoche.

      —¡Ignacio! —grito asomada al pasillo.

      Vuelvo al dormitorio. Noto el secretaire torcido, sus cajones semiabiertos. Martirizada por el zumbido de una sierra, los abro uno por uno. Sí, fueron revisados. El sobre con mi pasaje está intacto, pero todo lo demás ha sido revuelto. No preciso ver el fondo del último cajón para saber con qué me encontraré.

      Igualmente, lo saco y lo apoyo con estúpida esperanza sobre las sábanas manchadas. El doble fondo, violentado. Faltan mis joyas y el reloj que me obsequió Álvaro. Y más atrás, nada: ni las banditas elásticas de los fajos de dinero. Solo Lila e Ignacio supieron alguna vez de este compartimiento escondido.

      Mis rodillas se doblan de a poco, me envuelvo y me encierro en mí misma. Permanezco así, oculta en lo más hondo de mi cuerpo marchito. Acurrucada en el suelo, un ovillo contra una esquina del dormitorio.

      Otro estruendo. El cielorraso cruje, el suelo vibra a punto de quebrarse. Más explosiones, más gritos.

       Allá afuera nos estamos matando. Allá afuera hay una guerra y vos todavía no te enteraste.

      Me cubro los oídos, pero es inútil. Son como disparos de un pelotón de fusilamiento. Y, con cada débil respiro, una puntada en las costillas. Y el vacío. El vacío que me despelleja por dentro.

      El polvo se me adhiere a los lentes. Me raspa la boca y la garganta.

      De rodillas espío a través de las junturas de la persiana: el ejército de gusanos sigue allí, a punto de desplomar el último muro. Provocan otro derrumbe. Le insuflan más polvo a la humareda que todo lo devasta, en la que todo desaparece.

      ¿Por qué han destruido la mansión? ¿Qué los obligó a hacerlo? Era el caserón de doña Esther, donde nos besamos por primera vez con Gianluca. ¿Dónde quedaron mis noches de baile? ¿Qué fue de los violinistas, la glorieta del jardín?

      Vuelvo a buscar sus botas bajo la cama. ¡Los gusanos! Se las habrán comido los gusanos. Como también al pantalón que yo misma colgué en la silla.

      —¡Ignacio!

      ¿Dónde está mi hijo? ¿Dónde?

      —Ignacito estará en la biblioteca —me respondo.

      Pasa horas enteras encerrado allí. Porque mi hijo es un gran lector. No podría ser de otra manera. O, tal vez salió con esa chica. Esa chica… ¿Por qué será que jamás logro recordar su nombre?

      La cortina se me enreda en el cuello. Me libero de ella, camino tambaleante hasta el armario y busco mi manta de encajes, mi merletto bordado en oro. El mismo que dejé pudrirse en la profundidad de un sepulcro hasta confundirlo, decenas de décadas más tarde, con una sucia mortaja.

      Aquí está. Aliso sus pliegues y lo extiendo hasta cubrirme los hombros y la cabeza. En otra época, así lo hacían las viudas. Porque, a fin de cuentas, eso es lo que todos creen que soy. Eso me he vuelto: una lloriqueante viuda que asiste a su propia ceremonia fúnebre.

      Saco una cartera del armario y me pierdo en el pasillo. Acaricio los rectángulos grises que manchan las paredes. Es todo lo que ha quedado de mis cuadros. También han arrancado mis alfombras, mis cortinas. Han robado mi dinero.

      Giro al oír un murmullo a mis espaldas. ¡Una sábana suspendida en el fondo del pasillo! ¡Se agita, se sacude! ¡Y ahora se acerca y me persigue! Huyo a la biblioteca, cierro la puerta tras de mí. No son visiones, me digo aterrada. Era una sábana interminable. Interminable y blanca como un espectro.

      Aprieto los interruptores, pero ninguna luz se enciende. Casi a ciegas palpo los anaqueles vacíos. En la penumbra parecen huesos filosos que abren la piel de un moribundo. Han quemado mis libros, los han vuelto cenizas. Y mis máscaras tiradas. Todas. Cada una de ellas.

      —Salvajes. Bárbaros. Eso son: bárbaros. No les fue suficiente negarme. No les fue suficiente deshonrarme. Les hizo falta más. El despojo debía ser absoluto.

      Las explosiones, los disparos y los gritos no cesan. Se resquebrajan los vidrios de las ventanas. El velo que me cubre no aplaca el estruendo. Se potencia, se acrecienta hasta lo insoportable.

      —¡Teresa! ¡Venga aquí! ¡La estoy llamando! ¡Venga de una vez! Dígame: ¿qué significan estas sábanas cubriendo los muebles? Dígamelo de una vez. ¿Y dónde están mis porcelanas, mis floreros, mis cuadros? ¿Y esto? ¡Las paredes del comedor manchadas de lamparones rojos! ¡La camisa de Ignacio destrozada junto a una toalla llena de sangre! ¡Todo esto es obra de su hija! ¡La impertinente de su hija! Ella debió entrar a robar mientras yo dormía.

      Atravieso la recepción, intento abrir la puerta principal. No abre: también destrozaron la cerradura.

      ¿Cómo puede ser? El piso de la cocina regado de platos rotos. Camino desconcertada sobre las astillas y maldigo por lo bajo: Teresa no limpió las junturas de los azulejos. Mañana se las verá conmigo. ¿Cuántas veces debo repetirle las cosas? ¡La puerta de servicio tampoco se abre! Insisto, pero las manos empapadas en sudor no me permiten ni siquiera girar la llave.

      Debo encontrar un espejo. Me acaricio el mentón y las mejillas. Tengo la cara dolorida, apenas puedo girar el cuello. Es como si hubiese despertado después de una paliza. Extenuada, me derrumbo en una silla junto a la mesa de la cocina. La misma silla en la que se sienta Ignacito todas las noches a la hora de la cena.

      —Este es su lugar —digo palpando la mesa—. Allá se sienta Gianluca. Y en la cabecera me ubico yo, por supuesto.

      Esfuerzo la mirada, pero mis lentes partidos me impiden ver las agujas del reloj. Ya deben ser las ocho. Ignacito estará por llegar. Él nunca llega tarde, él es puntual. Sabe muy bien que acá cenamos a las ocho. Y en esta familia la cena es sagrada.

      —¡Lila! ¿Dónde se había metido? ¡Ignacito y Gianluca están por llegar y usted ni siquiera encendió el horno! ¡Pero… qué es esto! —grito quitándome el trapo que me han puesto en la cabeza. ¿Una mortaja? ¡Una sucia mortaja!

      La tiro al piso y busco mi reflejo en algún lado para emprolijarme antes de que Gianluca vuelva del banco. Debo estar presentable. A él le agrada verme arreglada, elegante.

      Aunque… tal vez nada de todo esto sea necesario. Presumo que ya no me hace falta espejo alguno. Puedo verme reflejada en cualquier pared de este piso abandonado. Sus muros brillan como el interior lustroso de los féretros. Esos que los ojos descompuestos de los cadáveres tienen delante de sí por toda la eternidad.

      Oigo golpes al otro lado de la puerta. Son ellos. Los gusanos. Con sus picos y taladros.

      —Entren de una vez. Tiren la puerta abajo.

      Sí, me digo. Háganlo de una vez por todas. Y siéntense a la mesa conmigo. Les cedo la cabecera, si así lo desean. Veámonos de una vez las caras y después

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