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espaldas a todo.

      Me quedo callada.

      —Me voy —dice—. Antes dejame pasar al baño.

      —Ignacio…

      —¿Qué querés?

      —¿Precisás plata?

      Ni me responde. Busco sostén en la mesada cuando, al levantarse, creo reconocer la culata de un revólver asomándose por debajo de su cinturón.

      Ruego que utilice el toilette de la habitación de servicio, así no descubre a Rafael, que ya habrá terminado de ducharse. Pero camina en dirección al living. Lo sigo con cautela, mientras sus pasos desaparecen en lo profundo del departamento. Se detiene, da vueltas en la penumbra del inmenso comedor vacío.

      —Vení para acá —ordena masticando las palabras. Permanezco estática varios metros detrás—. Te dije que vengas para acá. Decime: ¿dónde están los muebles?

      Su brazo chasquea como un látigo sobre el interruptor. En lugar de las arañas, solo se enciende una pálida bombita. La luz se derrama penosa por las paredes, le otorga a sus facciones angulosas un aspecto animal.

      —¿No me oís? Te pregunté dónde carajo están todos los muebles.

      —Es que me estoy yendo —balbuceo.

      —¿Eh? ¿Qué dijiste? ¿A dónde mierda te estás yendo?

      —A Italia. A Venecia. Vuelvo a Venecia, junto a tía Tina.

      Se ha quedado paralizado, estudiándome. Y dice, en una voz tan baja que apenas logro entenderlo:

      —Te escapás, pedazo de mierda. Me dejás, me abandonás. Te hartaste de tu papelito de vieja millonaria, de jugar a la escritora fantasma. Y ahora te escapás como lo que siempre fuiste: una rata. —Se lanza hacia mí, su aliento arde en mi cuello—. ¡Vos no te vas a ningún lado! ¡No te vas a ningún lado, porque vos no sos nadie! ¡No existís! ¿Me escuchás, hija de puta? ¡No existís!

      Me zamarrea, sus dedos atenazan mi cuello. Impedida de respirar y estrujada contra la pared, agito los brazos como aspas. Acerca sus labios a mis oídos y murmura entre dientes:

      —¿Me podés escuchar? Mové la cabecita de arriba abajo, si me podés escuchar.

      Hago sumisa lo que me ordena. Mis lágrimas le humedecen la mano.

      —Vas a decirme que no te vas a ninguna parte. Ahora me lo vas a decir. Me vas a pedir perdón y me vas a decir que todo es mentira. ¿A ver, ratita? Hablá. Hablá de una puta vez, que no se te escucha una mierda.

      —Me voy, Ignacio —balbuceo con la voz destruida—. Vuelvo a Venecia… Vuelvo a casa.

      De una cachetada me desparrama en el suelo. Mis lentes vuelan por el aire hasta estrellarse contra la pared. De pronto, impulsada por una fortaleza que desconozco, me levanto y me lanzo sobre él como una poseída.

      —¿Qué es lo que querés que te diga? —grito desgarrándome la garganta, devolviéndole una catarata de cachetazos—. ¿Cómo? ¿Cuándo? ¡Te tengo miedo, Ignacio! ¡Te tengo terror! ¿Qué te hice para que me odies tanto? ¡Respondeme de una vez! ¡Respóndanme todos de una vez, hijos de puta! ¿En tanto me equivoqué para que me odien así?

      Me detiene sujetándome del brazo. Veo cómo cierra con lentitud cada uno de los dedos de la mano derecha. Hurgo en su mirada y no encuentro más que dos cuencos turbios, tan vacíos e inútiles como los míos. Y me rindo ante su mano vuelta un puño.

      —Sí —dice—. Te equivocaste mucho. Demasiado.

      Y me demuele de una trompada en el estómago.

      Mis brazos alrededor de las rodillas. Un feto ahogado en un charco de horror.

      Me arrastro intentando alcanzar los lentes tirados en una esquina. Mis ojos distinguen los cristales partidos entre motas amarillas que flotan a ras del suelo.

      Me detiene pisándome la mano, estrujándome los dedos con la suela de sus botas. Suelto un grito. Le ruego entre sollozos que me deje en paz.

      De repente algo lo arroja violentamente a un lado. Dos brazos me rescatan, me apoyan junto al hogar. No distingo más que una figura empañada, pero reconozco su aroma, su piel fresca. Debió de oír el escándalo desde el baño.

      Le busco los labios. No comprendo sus palabras, pero su voz vibra en mis oídos y me devuelve algo de serenidad. Levanta mis lentes y me los coloca con delicadeza. Las sombras se acomodan, su figura toma forma. Me acaricia una mejilla y va en busca de Ignacio.

      Ignacio retrocede, lo escupe y le lanza una patada mientras me grita “¡Puta de mierda!”. Rafael se arroja sobre él. Forcejean, pierden el equilibrio y caen. Rafael se levanta primero, se pone en guardia y espera a que Ignacio también se pare. Cuando lo hace, lo golpea una vez, y otra, le descarga una andanada de golpes. Mi hijo ya no ofrece resistencia. Una última trompada le abre un tajo en el pómulo, del que enseguida baja una hebra de sangre. Tambalea al borde de perder la conciencia. Tirada, olvidada al alcance de mis manos, reconozco el arma que le sobresalía de la cintura. Me arrastro a ella.

      —¡Rafael! —grito con voz monstruosa. El frío metal del arma tiembla en dirección a su pecho.

      Se queda inmóvil, reteniendo a Ignacio del cuello despedazado de su camisa.

      —Con mi hijo, no —digo sin dejar de apuntarlo—. Con mi hijo, no… Soltalo y andate. Andate ya mismo, si no querés que te mate.

      Libera a Ignacio, que se aleja de él trastabillando hasta refugiarse en mis brazos. No suelto el arma. Rafael se seca la transpiración estirando hasta la frente la remera que le lavé esta misma mañana en el Delta.

      Desliza los pies camino a la recepción. Se da vuelta y me interroga con una mirada de dolorosa mansedumbre: un niño obediente padeciendo el castigo de una madre enferma. Abre la puerta de salida, duda un instante. Entrecruza sus ojos con los de Ignacio. Lo observa sin odio. Él también se reconoce en su mirada, descubren que no son tan diferentes. Otra vez se dirige a mí, que sigo apuntándole con el revólver. Intenta decirme lo que no pueden sus labios tartamudeantes. Pero pronto da media vuelta y abandona el departamento.

      Asqueada, suelto el arma. Al caer, un eco metálico se expande por todo el comedor.

      Me parto en un llanto vacío de lágrimas. El lamento inútil de quien deja caer su máscara sin encontrar debajo más que un par de ojos turbios de muerte.

      Me arrastro hasta Ignacio, que ahora ha quedado inconsciente. Su cara destrozada es una caricatura cruel de quien, minutos antes, entró en este departamento.

      Sosteniéndome de las paredes y respirando con dificultad, llego al baño más cercano. Busco un par de toallas y una botella de alcohol. Al limpiarle la herida del pómulo, vuelve en sí, libera un gemido.

      —Sé cuánto duele, hijo. Sé bien cuánto duele.

      Aplico un trozo de algodón sobre sus encías ardientes. Le quito la camisa y le restaño la sangre con la toalla. Con su brazo enlazado a mi cuello, lo cargo como puedo hasta el dormitorio y lo acuesto en mi cama. Le saco las botas y las acomodo una junto a la otra, así como le enseñé a hacerlo cuando era un niño. Después le quito los pantalones y los doblo prolijamente sobre la silla del secretaire.

      Me tiendo con timidez a su lado. Me acerco de a poco, hasta que mi cuerpo se arrima al suyo, hasta que mis labios pueden rozar su cuello. ¿Cuánto hacía que no acariciaba, que no besaba a mi hijo?

      —Perdoname, Ignacio. Te suplico que me perdones.

      De mi memoria fluye una remota canción infantil: una canzonetta del Veneto que mis antepasados supieron transmitirse por siglos, de tierra en tierra. Una melodía nostálgica que ayudó a las mujeres de mi familia a vencer al tiempo cantándola por lo bajo, mientras calmaban con su leche tibia a sus recién nacidos.

      Acerco mis pechos secos a los labios destrozados de mi hijo. Y tarareo, en vano, jirones sueltos de aquella canción

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