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a subir el agua. Los pobladores decían que algo así no pasó nunca. Imposible llamarte, el teléfono más cercano estaba a kilómetros. ¿La casita? Resistió a duras penas el paso del tiempo. Tenías razón: está en mal estado, imposible venderla. Lo lamento, Álvaro, imagino tu intranquilidad. Están golpeando a la puerta, debe ser el encargado. Sí, mañana en la confitería, a la hora de siempre. Que descanses.

      A través de la mirilla distingo con dificultad a don Gómez alisándose los pelos de la sien. Cuando abro la puerta, me saluda levantando la boina.

      —Buenas noches, señora. No la quiero molestar, es que andaba medio preocupado. Tuvo las persianas cerradas por tres días, y nadie respondía al timbre. ¿Está bien, usted? ¿Está…? ¿Está sola? Porque la vi entrar acompañada, vio.

      —Le agradezco la inquietud, don Gómez. Me retrasaron ciertas obligaciones en las afueras de la ciudad.

      Permanece inalterable con las cejas arqueadas y el labio caído, como si mi explicación fuese un acertijo a resolver.

      —¿Alguna novedad estos días?

      —No, no. Nada nuevo, señora. Usted sabe lo que son las cosas acá. Qué le voy a explicar, si ya se me está yendo… —amaga a irse, pero se queda—. Y lo bien que hace. Porque acá lo único que se puede hacer es picárselas, rajarse carpiendo. Si está todo cada vez peor. ¿O no?

      Balbuceo una sílaba incomprensible que a él le basta para seguir su perorata.

      —Mire, qué sé yo: mientras no me metan la mano en el bolsillo, por mí que se maten todos. Del primero al último. Igual, la que se viene. ¡Mamita, la que se viene! Porque esto recién empieza. Y los que nos quedamos, ¿sabe qué? A los que nos quedamos, nos queda una sola: hacer igual que el monito.

      —¿El monito? —pregunto.

      Mi desconcierto parece divertirlo.

      —No me va a decir que no conoce el dibujo del monito. ¿De verdá no lo conoce? ¡El monito! ¡Ese que ni habla, ni escucha, ni ve! —y comienza a hacer entre risas la representación de los tres simios sabios, llevando sus manos a la boca, oídos y ojos—. ¡Es la única forma de no tener problemas en este país! ¿O no le parece, señora?

      Ante esa interpretación tan libre y personal de la clásica figura, desprendo una mueca que aparentemente lo deja satisfecho. Se despide elevando una vez más la boina sobre la cabeza. Mientras cierro la puerta le oigo repetir con plana jocosidad:

      —Es así, señora. Hágame caso. ¡Acá para pasarla bien hay que hacer como el monito! ¡Je, je! ¡Como el monito!

      La medianía: una de las tantas formas de la barbarie. Invisible y silenciosa, degrada a los hombres a indolentes monigotes de paja. Espectadores alegres con su ubicación de anteúltima fila, abucheando o aplaudiendo cuando el titiritero de turno así lo ordena. Hace demasiados años que no me despiertan compasión ni sus lamentos ni sus lloriqueos. No son víctimas. Son dictadorzuelos de sus propias vidas estrechas, y no hacen más que propagarse como una peste hasta reducir a los pueblos a comarcas de opereta.

      Asomada al pasillo, vuelvo a buscar consuelo en el rumor de la ducha. Me esfuerzo por distinguir el vapor que escapa del baño. Imagino los contornos de mi hombre perfilándose a través de la cortina. Mi hombre-niño. Mi Tadzio.

      De vuelta en la cocina, controlo el horno y busco dos platos de lo alto de la alacena. No puedo quitarme de la mente a don Gómez. Hubo un tiempo en que buscaba comprenderlos. Los justificaba, los apañaba, me esforzaba por reencauzarlos. A fin de cuentas, ese era mi deber. Pero ya no. Me he alejado de ellos, así como ellos se han alejado de mí. Hemos dejado de hacernos falta. Y muy pronto lo pagaremos. Todos lo pagaremos.

      Golpean otra vez. Abro la puerta con los platos en la mano, preguntándome qué estupidez habrá olvidado exponerme don Gómez, cuando una descarga helada me hiende el pecho.

      —Quedate tranquila. No vengo a lastimarte.

      Entra perturbado, como dudando. Cierra la puerta y se queda un instante con la cabeza inclinada, atento a los sonidos del palier.

      Un chirrido le acompaña los pasos al caminar hasta la mesa. Mientras se desploma en una silla, descubro el piso regado de trozos de porcelana. Miro mis manos abiertas sin poder recordar cuándo se me cayeron los platos ni el estruendo que debieron provocar.

      Hace años que Ignacio se redujo a un timbre que me espanta por las medianoches, a una sombra que me aterroriza con amenazas, insultos y exigencias de dinero. Y ahora lo tengo sentado frente a mí, vuelto un harapo, la cara oculta detrás de las manos y el pelo desgreñado que le cae sobre la ropa mugrienta.

      Busco bajo este hombre devastado algún vestigio del chico que fue mi hijo. Su actitud vencida no apacigua mi pavor: es una fiera herida, bastaría tocarle un nervio para que me devore de una dentellada.

      Deja caer las manos. A los veintiocho años tiene la mirada partida: sus ojos son los de un viejo sepultado bajo paladas de rabia y frustración.

      No debo preguntarme qué porción de su fracaso me corresponde. Este no es mi país, esta no es mi ciudad. Y poco me identifico con la cultura que me rodea. Pero este chico naufragando en mi cocina es mi hijo. Lo cobijé en mi vientre y se alimentó de mis propios pechos. Nada de su derrota me es ajena. Su derrumbe no es más que un espejo que me delata, libre de máscaras y de disfraces.

      —Estabas por cenar —dice señalando el horno prendido.

      —Teresa… —balbuceo—. Teresa me dejó algo para calentar.

      Un silencio largo. Ruego que no oiga la ducha abierta.

      —¿Te acordás cuando Lila preparaba la cena cada noche? —dice, y toma un cuchillo de la mesa. Recorta una figura en el aire, le da forma a su recuerdo—. Yo me sentaba acá, donde estoy ahora. Papá siempre allá y vos ahí enfrente —apunta el cuchillo en dirección a la cabecera—. La Reina siempre enfrente.

       Vengan… vengan todos a ver… La Reina está desnuda.

      Doy media vuelta para abrir el horno. El calor me abrasa las mejillas. Saco la bandeja ardiente y la suelto con torpeza sobre la mesada.

      —¿Tenés hambre? —le pregunto poniendo la mano bajo la canilla de agua fría.

      —Tengo sed.

      Esquivo los platos rotos para alcanzarle un vaso de agua.

      —Mamá…

      Una criatura balbuceando por vez primera un manojo de sílabas desconocidas. Desde los catorce, quince años que no me llama así: “mamá”.

      —Decime, Ignacio.

      —Tenés mal los ojos.

      —Estoy quedándome ciega. Los médicos no creen que se pueda hacer demasiado. Solo retrasar el proceso, en el mejor de los casos.

      Toma el agua de un largo sorbo. Temo que el vaso le estalle en la mano. Lo deja de un golpe sobre la mesa. Quiere decirme algo y no sabe cómo hacerlo.

      —Tengo miedo, mamá. Estoy… estoy jugado, ¿sabés?

      —¿Jugado? —pregunto confundida.

      —Me tienen agarrado de las pelotas —vuelve a esconder la cara detrás de las manos. Hace tanta presión al secarse las lágrimas que podría arrancarse los ojos—. Van tres meses que duermo cada noche en un lugar distinto. Me están mordiendo los talones.

      —¿Quiénes?

      —¿Quiénes? —lanza una risotada despectiva. Su voz se endurece—. ¿Quiénes, me preguntás? Allá afuera nos estamos matando. Allá afuera hay una guerra, y vos todavía no te enteraste.

      Estrujo el repasador hasta que me duelen los dedos. Tomo coraje y digo:

      —Desde que el hombre es hombre que allá afuera hay una guerra. Vos no inventaste nada. Ninguno de ustedes está inventando nada.

      Me arrepiento de lo dicho. Desearía volver

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