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en piel de cordero. Me niego a hacerlo y permanezco de pie junto a la puerta.

      —Como usted guste —dice, y se ubica al otro lado del escritorio mostrando una sonrisa de labios violáceos—. ¿Cuánto tiempo sin encontrarnos? ¿Diez segundos? ¿O tal vez cien años?

      Nada respondo.

      —Mientras la aguardaba, estimada señora, no pude evitar cavilar acerca de los viejos tiempos. Evocaba aquella noche bajo la cripta de la Basílica de Superga. ¿Recuerda sus palabras?

      —No. Mis recuerdos en Torino no lo incluyen a usted.

      Lleva a la boca su pipa de brezo con la cabeza de un lobo tallada. Sus uñas escarban en una pequeña caja de oro, eligen el fósforo adecuado.

      —Aquella noche de tormenta, sus palabras fueron: “No hay un solo centímetro cuadrado en toda la Tierra en el que el Mal y el Bien no estén librando una batalla a muerte”.

      —El Bien y el Mal habré dicho. En ese orden.

      Sonríe con dientes negros. Enciende el fósforo y lo lleva al tabaco de la pipa.

      —Ha lugar. Si es así como usted lo prefiere, será el Bien y el Mal. Debo conceder que aquella noche sus palabras estaban en lo cierto. Y mírenos ahora.

      —¿Qué sucede ahora?

      —¿Qué sucede? Se lo explicaré: sucede que hemos resignado nuestro destino de gloria y de grandeza… Henos aquí. Uno junto al otro.

      —Uno frente al otro.

      —Ha lugar. A fin de cuentas la experta en semántica es usted. Uno frente al otro, conversando y negociando en la oscuridad, cual políticos o viejos camaradas. En caso de poder descubrirnos, ¿qué pensarían de esta situación los fieles?

      —No tema. En caso de poder descubrirnos, no pensarían nada. Aquí ya nadie piensa en nada.

      Le descubro un matiz de triste aprobación. Los hombros parecen encogérsele bajo la capa negra. Le da una chupada a la pipa y lee con melancólico regocijo el contrato: “…que certifica la venta del sepulcro perteneciente a la titular, Irene F. Vidi”.

      —Una vez que estampe su firma, el dinero le será depositado a la brevedad en el número de cuenta que se especifica en el contrato. —Hace una pausa, entrelaza las manos. El humo de la pipa lo oculta—. Antes de dar por concluida la operación, estimada señora… ¿me permitiría preguntarle por qué se desprende de tan preciada propiedad?

      —No me haga perder el tiempo. Sabe a la perfección que estoy dejando la Argentina.

      Frota sus puños sobre el escritorio. Un viejo y también agotado adversario deleitándose con la derrota del más admirado enemigo.

      —Penoso —dice por lo bajo—. Rendirse es siempre penoso.

      —¿Perdón? ¿Evadirse, dijo?

      Continúa hablando, ahora es él quien simula no haberme oído:

      —La echaré de menos. A mi manera, por supuesto. Aunque debo reconocer que su partida me allana el camino, estimada señora. Supongo que habrá percibido que por estas tierras se avecinan tiempos interesantes.

      —“Ojalá nunca debas vivir tiempos interesantes”.

      —Dejemos los proverbios de lado. De cualquier modo, doy por sentado que sabrá bien lo que hace. Es de sabios agitar las alas en el momento correcto. Y este servidor puede negarle infinidad de virtudes, pero jamás su sabiduría.

      Solo debo firmar el contrato e irme, pienso mientras me inclino para tomar una estilográfica que está a centímetros de su mano. Él me detiene encorvándose sobre el escritorio, levantando en el aire sus dedos venosos.

      —Anoche —dice— me acerqué al sepulcro de su familia. Se encuentra vacío.

      —No necesito recordarle que los restos de mi esposo descansan en Fiume.

      —Sobriamente maravilloso. Construido en mármol de Carrara por un afamado arquitecto triestino. Cinco metros de frente, techo en doble altura y subsuelo. Rematado con dos sobresalientes gárgolas esculpidas en piedra. Sin dudas, una pequeña obra de arte. Aunque, por desgracia, algo descuidada para mi gusto. —Aviva la pipa con otro fósforo, y desliza sardónico—: Tantos siglos con la nariz pegada al barro le han hecho adoptar la desidia de los vástagos, estimada señora.

      —¿Dónde debo firmar? —digo conteniendo el impulso de huir.

      —Debió haber recurrido a mí. Para eso están los viejos amigos. Hubiese sido un honor poder ayudarla a que no se deprecie el valor de su propiedad.

      Extiendo el brazo hasta tomar la estilográfica. La tinta de las letras del contrato aún reluce acuosa. Firmo con la mano alzada para evitar mancharme.

      —Me acercaré al sepulcro una última vez —digo—. Debo retirar algunas pertenencias.

      Alza el cuello en dirección a una estrecha ventana cercana al techo, que no trasluce más que polvo y tierra.

      —Ha caído el sol —dice—. Intuyo que no será bienvenida en los pasadizos del cementerio. Sería un placer poder acompañarla. Imaginémoslo un último paseo de despedida.

      —No hace falta —digo tirando la estilográfica sobre el escritorio—. Por desgracia, conozco el camino tan bien como usted.

      Noto que de la pluma se derrama un serpenteante hilo de sangre. Antes de abandonar aquel pozo, la bestia vuelve a chupar su pipa. Y murmura a mi espalda:

      —Vuelva cuando lo desee, estimada señora. Aquí la seguiré esperando. Siempre.

      En las callejas del cementerio, levanto las solapas de la gabardina para resguardarme del frío. Intento orientarme en el laberinto de pasillos sin más compañía que el sordo andar de algunos gatos.

      Las gotas de la garúa, ingrávidas, coronan las farolas encendidas. Notas, sones de una melodía de inocencia solo aparente.

      Desvío la mirada ante la escultura de una niña con sus mejillas de mármol cubiertas de moho. Sigo andando, busco abrigo en el recuerdo de mi propia voz, quién sabe cuántos años atrás en el cementerio de los Capuchinos, frente a la tumba de Lampedusa: No temas, hermana. El Señor busca la belleza en lo eterno. Y en el viento que silba entre las tumbas también se encuentra la inmortalidad.

      Estoy girando en círculos. A mi alrededor, solo sombras de cúpulas que coronan bóvedas. Doblo en una callejuela de baldosas flojas, y al oír un gemido aprieto la cartera contra el pecho. Me quito un instante los lentes, restriego mis párpados y hago un último esfuerzo por ubicarme. De pronto me guía en la penumbra una diagonal de lápidas inclinadas, amontonadas unas sobre otras. Desemboco en una calleja y apuro el paso. Al fin, apoyo las manos sobre la placa de bronce que enmarcan las dos antorchas de piedra. Como si mis ojos ya hubiesen terminado de morir, prefiero palpar el relieve de las letras verdosas:

      SEPULCRO FAMILIA VIDI

      Saco la llave de mi cartera y la hago girar en el interior de un candado oxidado. Empujo las verjas, aprieto los dientes entre el chirriar de metales.

      Lasciate ogni speranza voi ch’entrate, pienso. Un ligero temblor me recorre la cara.

      En el interior del sepulcro, el frío del aire me hiela la frente. A tientas, enciendo una lámpara que enseguida vuelve a apagarse. Le doy unos ligeros golpes a la bombita. Su luz de vela azotada por el viento alumbra el viejo vitraux que cubre una de las paredes. Me acerco a ese inesperado espejo: el mosaico de cristales rajados le da forma a un ángel de alas tullidas. Lo miro fijo a los ojos, le acaricio la frente astillada. Olvidados en este pozo, los dos simulamos resistir entre tanta muerte.

      Desearía saber a qué vine, si ninguna pertenencia me queda por retirar. Aquí ya no resta nada. Ni siquiera un féretro vacío.

      A un costado de las

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