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de los dedos— es una muchachita que vende de a cientos de miles. Hay todo un mundo allá afuera buscando convencerme de su supuesto talento. No faltan quienes dicen que lo que escribe se ajusta a lo que hoy piden los lectores.

      —¿Y desde cuándo te importa lo que piden los lectores?

      Álvaro busca refugio en una servilleta, endereza sus pliegues y vuelve a dejarla en su sitio. Se acerca el mozo para servirle el pedido, y me informa que están cayendo las primeras gotas.

      —Debió haber traído un paraguas, señora —se lamenta—. El chaparrón va a bajar la temperatura, y se puede pescar un lindo resfrío.

      Álvaro espera a que se aleje.

      —Ser el dueño de la editorial —dice apartando el pocillo de café sin espuma—, no me exime de sentirme, por momentos, el último empleado. Somos vestigios de otra época, Irene. Viejos bailarines. Viejos bailarines que intentan adaptarse a un compás veloz y luchan por seguir el paso sin caer en el ridículo.

      Entrecierro los ojos, esfuerzo mi mirada. El mozo estaba en lo cierto: las primeras gotas rasgan los ventanales de la confitería.

      —Espero que el tiempo libre te acerque nuevamente a la escritura —dice Álvaro.

      —¿Volver a escribir? ¿Para qué? ¿No son elocuentes los resultados? No insistas. Acabo de jubilarme. Estás hablando con una vieja jubilada.

      Se lleva la copa de anís a los labios. Reanimado, saca una cajita del bolsillo del saco y la acomoda sobre la mesa. Con un gesto enigmático me invita a que desate el moño de seda. Al abrir ese pequeño cofre, un estupendo reloj de oro blanco refulge en mis manos.

      —Es mi homenaje. Tantos años de trabajo juntos.

      Sujeto el Longines, me percato del modo en que las agujas giran veloces en el cuadrante.

       Somos vestigios de otra época, Irene. Viejos bailarines intentando no hacer el ridículo.

      Trastos caducos. Antiguallas, muebles en desuso a punto de ser cubiertos con sábanas.

      Y de pronto advierto una cavidad en alguna parte de mí, un hueco ardiente en donde debería haber algo. Lo mismo les sucede a los mancos, a los mutilados. Un dolor agudo y tangible en donde ya no queda nada.

      —Está… Está fuera de hora.

      Álvaro sonríe con tristeza.

      —Marca cuatro horas más, ragazza. La hora de Italia.

      Por las noches busco refugio en la cocina, el único sitio intacto de todo el piso; lejos del desolado comedor, de las alfombras a medio enrollar en la recepción, de los canastos apilados en la biblioteca, de las bombitas de luz que penden de un cable en los inútiles cuartos de huéspedes.

      Sentada junto a la mesita cercana al horno, con una mano llevo el tenedor a la boca, mientras con la otra hago girar el dial de la radio. Viro del inevitable desamor de un tango cualquiera, a un relator de fútbol ahogado en un insulto grotesco. Una sociedad regodeándose entre la melancolía y la violencia.

      Apago la radio. El silencio zumba alrededor de mis oídos.

      Trago la comida con esfuerzo: una niña obediente bajo la mirada atenta de sus padres. Deslizo los pies en el suelo hasta calzarme las pantuflas y me acerco al teléfono.

      —Disculpame la hora, Álvaro. ¿Dormías?

      —No, no te preocupes.

      —Esta tarde olvidé comentarte algo. Decidí venderla.

      —¿Qué cosa?

      —La casa del Delta. ¿La habías olvidado? Debería ir hasta allá para saber en qué estado se encuentra, y pensé que podrías acompañarme. Tendríamos una hora en auto y después otro tanto en lancha.

      Álvaro no responde. Escucho su respiración cansada.

      —Qué te cuesta, decime. Son solo un par de horas.

      —¿Al Delta? ¿Te parece, con mi bastón?

      —Vamos, animate. Tomátelo como un lindo paseo.

      —No, Irene. No. Con mi bastón sería más un estorbo que una ayuda. Mejor dejá que se ocupe la gente de la inmobiliaria. No es que no quiera acompañarte. Es que…

      Intuyo lo que va a decir, cierro los ojos.

      —Es que debiste habérmelo pedido treinta años atrás, ragazza.

      Dejo caer la frente contra la pared. Me percato de la suciedad acumulada en las junturas de los azulejos. Mañana le diré a Teresa que las limpie de una vez por todas. Acerco el dedo, raspo con la uña hasta que se desprende una ínfima hebra de grasa.

      —Entiendo, sí. Es que había pensado… Te entiendo, sí. No tendría sentido… De cualquier modo, te lo agradezco. Que duermas bien.

      Camino hasta el baño. Dejo los lentes bajo el botiquín y me limpio las uñas. Las cerdas del cepillo me hacen sangrar. Lo suelto y me aferro a la cerámica del lavatorio.

      —Debiste habérmelo pedido treinta años atrás, ragazza —murmuro sin alzar la cabeza.

      El timbre. Su sonido rellena cada hueco del piso desnudo. Regreso a la cocina y levanto el auricular del portero eléctrico con cautela, como quien se palpa la cara tras recibir un golpe.

      —¿Quién es?

      —Quién va a ser, imbécil.

      Ignacio, Dios mío.

      Corro a mi dormitorio. Revuelvo un cajón, estrujo unos billetes. Me cubro con una bata y vuelvo a la cocina. El reloj señala la medianoche. La hora del lobo.

      Subo al ascensor de servicio, marco la planta baja, y el motor gruñe en la quietud del edificio. El espejo me indica que olvidé los lentes en el baño. Avanzo temerosa hasta que el reflejo de mis ojos toma forma. Cada noche más opacos, más enfermos. El ascensor se detiene con un movimiento brusco.

      Al abrir la puerta metálica, me enceguece el contraste de la luz del ascensor con la oscuridad del hall de entrada. Entre círculos amarillos que relampaguean dentro de mis párpados, tanteo la pared en busca del interruptor. Cuando consigo encender la araña, los billetes se me caen al piso. De rodillas palpo el mármol de los mosaicos, y levanto los billetes uno por uno. Me reincorporo, giro las trabas y entreabro el portón de madera. La difusa luz de la araña no logra alumbrar la silueta de la calle.

      Silencio y oscuridad, pienso. Un milenario y sutil modo de tortura.

      Apretujo la bata contra el cuerpo, como si tiritase de frío y no de pavor, y le muestro los billetes arrugados. Él los agarra, los muerde veloces con una mano áspera: una garra, una pezuña, el picotazo de un ave herida y furiosa.

      —Voy a necesitar más que esto para la próxima.

      Es su voz. Precisa, afilada. La adoptó hacia los catorce o quince, y desde entonces me aterroriza. Después, con los años fueron tomando cuerpo sus facciones duras, su mirada punzante.

      —¿Me entendés cuando te hablo, o te hacés la idiota? ¿O aparte de no ver una mierda, ahora también sos sorda? Voy a necesitar mucho más que esto.

      —¿Más? —balbuceo—. ¿Qué es más?

      —Más, pelotuda. Mucho más que esta mierda.

      Un auto enciende sus luces. Dos fogonazos de hielo me astillan los ojos exhaustos.

      —Hay que estar de un lado —dice marchándose—. Y, siendo tu hijo, aprendí muy bien de qué lado estar.

      —Ignacio, por favor.

      —Conmigo no juegues a la burguesa sentimental. Juntá todo lo que puedas, ¿entendiste, pedazo de mierda? La semana que viene vuelvo por más.

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