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las sábanas, tanteando la mesa de luz en busca de mis lentes—. ¿Qué significa todo este lío?

      —Buenos días, señora Irene. Le pido mil disculpas. Son los chicos, los chicos haciéndome renegar. Usted sabe, son así.

      —¿Chicos?— pregunto mientras me cubro con el déshabillé.

      —Mis hijos, señora. La Yoli y el Rulo. ¿No se acuerda? Usted me pidió que se los traiga, que tenía cosas para darles. ¿Se siente bien, señora?

      —No pasé una buena noche. Dígales que me aguarden en la cocina. Usted, comience con lo suyo.

      Me llegan carcajadas, insultos entrecortados. Cuando abro la puerta de la cocina hacen silencio. Una amargada directora de escuela a punto de reprenderlos.

      La Yoli y el Rulo. Ni siquiera logré que Teresa los nombre como es debido. Dos años sin verlos. Están tan crecidos que debo hurgar en la memoria para reconocerlos. La chica —me resisto a llamarla Yoli— me saluda con un ademán inexpresivo sin dejar de jugar con su collar de plástico naranja. A sus dieciocho años luce avejentada. “Desgastada”, sería la palabra correcta. Vicios de vieja traductora, supongo.Me sobresalto al descubrir una redondez bajo su remera: debe estar de tres meses. Ruego que los lentes oscuros disimulen mi estupor.

      Junto a ella está sentado su hermano. A los catorce tiene las facciones delicadas de un angioletto de Bellini. ¿Por qué la madre insistirá en llamarlo Rulo, si tiene el pelo lacio? Desearía poder recordar su verdadero nombre.

      Les ofrezco algo para desayunar. El chico emite un bufido, en tanto su hermana ni siquiera se digna a responder: displicente, se examina con desdén las uñas pintadas de un fucsia chillón.

      Les acerco dos vasos de leche con vainillas y les pregunto por sus vidas. Ella, adoptando una voz maliciosa, me cuenta que su hermano dejó la escuela.

      —¡No dejé tres carajos, pedazo de mogólica! —grita el angelito, la cara enrojecida—. Me pasé a la nocturna, que es otra cosa.

      —¡Sí, sí, seguro! —grita ella. Lanza una risotada, y encima de la mesa sacude los pechos como en una bacanal—. ¡Y yo soy la Coca Sarli!

      Aparece Teresa. Le propina al hijo un coscorrón y grita todavía más fuerte:

      —¡No me hagan quedar mal frente a la señora! ¡No sean animales, que no están en casa! ¡Otra vez comiendo! ¿Quién les dio permiso para agarrar todo esto?

      —¡Por favor, Teresa! No los trate así. Solo conversábamos. Hágame un favor: vaya a enrollar las alfombras, que en una hora las pasarán a retirar.

      —No son malos, señora —dice yéndose, mientras esgrime una mueca entre colérica y resignada—. Son así. A mí no me hacen caso, qué sé yo a quién salieron.

      Me preparo un café, preguntándome cómo establecer algún vínculo con estos chicos. Descubro que él parece haber heredado las cejas tupidas de su abuela. Se lo menciono, pero mi comentario lo incomoda.

      —Tu abuela fue una mujer muy importante en mi vida —le digo acercándole más vainillas—. Comenzó a trabajar en esta casa apenas llegué de Italia, en el año treinta y ocho, hace casi cuarenta años. Yo era una jovencita.

      —¿Usted, jovencita? —dice la hermana con una sonrisa de suficiencia.

      —Yo era una jovencita —sigo contando, ignorando su sorna—, y ella nos ayudó sobremanera tanto a mí como a Gianluca, mi marido —el recuerdo de Lila me conmueve—. Tu abuela, aún hoy, me hace falta. Mucha falta.

      —No me acuerdo nada de ella —dice el chico con la boca repleta de comida, los labios sembrados de azúcar.

      —¿Y cómo mierda te vas a acordar, si se murió cuando tenías un año? —dice la hermana revolviéndose en la silla—. Yo sí me acuerdo. Muy bien me acuerdo. Por casa no se la veía nunca, se la pasaba todo el día acá encerrada.

      Desearía pasar la mañana con los dos para contarles quién fue Lila. Hablarles de aquella gruesa matrona capaz de abrir sin esfuerzo los frascos que vencían a mi marido para, un suspiro después, sacudirme el cabello y susurrarme: “No me llore, m’hijita. Levánteme ese mentón, que muy prontito se me va a poder volverse a su Venecia querida”.

      ¿Cómo contarle a Yoli que su abuela pasaba mucho tiempo fuera de su casa porque aquí encontró un hogar? ¿Cómo explicarle que en la misma mesa donde ella ahora está desparramada, al terminar su horario de trabajo, su abuela aprendió a leer y a escribir? “Hagamos una cosa, m’hija”—me dijo una mañana mientras le sacaba el polvo a los libros del estudio—.“Yo le cuento el secreto para hacer mermelada casera, y usted agarra y me enseña a leer y a escribir”. Desde ese mismo día, se quedaba a mi lado hasta tarde en la noche balbuceando sílabas, copiando con letra infantil los títulos del diario.

      Desearía que estos chicos supiesen cuán sabia fue su abuela. En toda su vida no usó más que vestidos acampanados de algodón, pero sabía indicarme cuándo mis aros no concordaban con el chal o la cartera, o si mi perfume era el adecuado para determinado encuentro. Jamás bebió otra cosa más que agua de la canilla o mate, pero le bastaba descorchar una botella para advertirle a mi marido: “Este vino está agrio para su gusto, don Gianluca. Ya le voy diciendo que no le va a gustar nada, nada”.

      Al morir Gianluca, ella se quedó a vivir aquí, conmigo.

      “No la voy a dejar, m’hija. Usted no se me preocupe, que yo nunca la voy a abandonar. Acá siempre va a tener un palenque donde rascarse”.

      Amaba a mi hijo, sentía adoración por “el Ignacito”. Solamente le faltó amamantarlo. Con los años me recluí cada vez más en mí misma, en las traducciones y en la escritura, y fue Lila quien lo crió y lo cobijó. Eran muy compañeros. “Compinches”, decía ella. Eran capaces de pasar tardes enteras conversando y riendo.

      Una noche, estando yo desvelada después de una de las tantas discusiones que tenía con mi hijo, me dijo acercándome un té a la cama: “Usted no se haga mala sangre, que el Ignacito es un buen chico. ¿Pero sabe una cosa? Él es como esos árboles cachorros que para salir derechitos necesitan de un tronco que los sostenga. Él perdió al padre. Pero usted no se me ponga mal, que entre las dos lo vamos a sostener fuerte, bien fuerte, hasta que al gurí le haga falta… ¡Ya va a ver que le va a salir fuerte el potrillo!”.

      Como a toda mujer de campo, los médicos no le despertaban más que temor y desconfianza. De manera que me ocultó durante años diversos dolores, y cuando al fin accedió a dejarse revisar, le diagnosticaron cáncer de útero. Debieron internarla, y fue su hija Teresa quien se hizo cargo de las tareas de la casa. Los últimos días, Lila me rogó que la sacara del sanatorio. Deseaba volver aquí, a mi casa. A nuestro hogar. Falleció a los pocos meses, vuelta un capullo en mi propia cama.

      El día de su muerte también perdí a mi hijo: sin Lila, nos volvimos dos extraños. Nuestras diferencias se volvieron más profundas, como sucede, tras morir los padres, con los hermanos que no se aman. No lo sabíamos, pero ella era el puente que unía dos regiones hostiles. ¡Ay, Lila! Si pudiese tenerla aquí conmigo, todo sería distinto. Si pudiese un solo día siquiera.

      La taza de café me quema las manos. La apoyo en la pileta y saco del déshabillé un pañuelo, que deslizo bajo el marco de los lentes. Yoli me pide más vainillas. Me irrita su desinterés, la insolencia de sus modales crueles. Le señalo la dulcera, y le pido a su hermano que me acompañe.

      El chico me sigue con andar abúlico por los pasillos, el cuerpo entero parece pesarle. Entro insegura y prudente en el dormitorio de Ignacio, como si aún debiese pedirle permiso. Abro las puertas de un armario repleto de calzados y abrigos, y le digo al chico que puede llevarse lo que desee. Me mira desconfiado, a la defensiva.

      —Toda esta ropa era de mi hijo —insisto mientras descuelgo un pantalón de corderoy—. Hace años que no vive conmigo, ¿sabés? Y me apena que nadie la use. Podés probarte lo que quieras y llevarte lo que más te guste.

      Cuando estoy por retirarme:

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