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derechos básicos en una sociedad como lo han sido las leyes de identidad de género, matrimonio igualitario, prevención y sanción de la trata de personas y asistencia a sus víctimas, violencia contra las mujeres, etcétera. Estas se observan como fundamentales para la transformación de un sistema cultural que no deje por fuera a más de la mitad de quienes hacemos humanidad. Por consiguiente, el interrogante que cierra “La ‘incomodidad’ de las cuestiones…” invita a observar(nos) en la disposición que tenemos para posicionarnos en diferentes formas de hacer y gestionar lo cultural, ya que dicha postura implica necesariamente renegociar nuestras propias formas de (re)producir relaciones de poder para ser y estar en el mundo.

      A partir de la posibilidad de estar dando visibilidad de manera sistematizada a las experiencias que se relatan en este libro (y sabiendo que existen muchas otras) la pregunta que me hago es: ¿qué tienen para aportar las experiencias, “productos”, narrativas y/o prácticas culturales/artísticas gestadas por mujeres, disidencias, diversidades, colectivas y/u otrxs –en el marco de las demandas feministas contemporáneas– a la elaboración/evaluación de políticas culturales y su gestión?

      La gestión cultural como campo de conocimiento

      En consecuencia, con dicho interrogante, este escrito intenta descubrir las relaciones que se tejen entre los procesos sociales y las relaciones de poder, donde lo cultural se reconfigura como arena de disputa, con el Estado como su principal actor y la gestión cultural como campo de conocimiento. Es en este entramado donde la gestión cultural se revela en, al menos, dos dimensiones interrelacionadas para su desarrollo, cuyas líneas se esbozan a continuación.

      Se espera que el campo de la gestión cultural se configure como un espacio político (no partidario) para –entre otras cosas– generar conocimiento crítico que resignifique e interpele sus propios ámbitos de acción: el profesional (Mariscal Orozco, 2012; Morales Astola, 2018) y/o laboral (Mariscal Orozco, 2012); el académico (Mariscal Orozco, 2012) y la vida cotidiana y la comunitaria (Morales Astola, 2018). Ante esto, quien gestiona cultura “debería” oscilar entre las cualidades de unx etnógrafx, unx curadorx, unx militantx y unx administradorx (Vich, 2018). Desde aquí, en el orden de lo cotidiano y lo comunitario se espera que la gestión cultural pueda identificar, reconocer, sistematizar, comprender y reconfigurar sentidos en y desde las acciones culturales/artísticas que desafíen las políticas culturales de turno. Y en el orden de las incumbencias profesionales, laborales y académicas, deberá poder visibilizar, teorizar y potenciar las diversas experiencias y/o prácticas culturales/artísticas que se proponen la transformación social (entre otras) para generar aportes epistémicos a las políticas culturales que las sostienen (País Andrade, 2016, 2017, 2018).

      Por otro lado –para mí, fundamental–, este entramado complejo le exige al profesional de cultura poder entender las configuraciones del Estado donde desarrolla su tarea (niveles, actores, comunidad, redes, producciones de gubernamentalidad, localidad, nacionalidad, internacionalidad, etcétera) en vínculo con los estudios de “impacto” de las políticas públicas que naturalizan el binomio poblaciones/políticas o –por el contrario– lo tensionan, en tanto términos necesariamente implicados y en conflicto (Foucault, 1978). En otras palabras, la complejidad que plantea la actual comprensión de las políticas públicas en cultura requiere que problematicemos y/o deconstruyamos de maneras críticas esos “impactos”. Es decir, entender que las políticas públicas también se transforman en y desde los procesos sociocomunitarios de diversidad cultural/agencias que se van conformando en relación a las distintas maneras de (re)configurar desigualdades por medio de las diferencias (Quijano, 2007; Segato, 2015; entre otrxs). La interseccionalidad (Crenshaw, 1989) se torna entonces indispensable como herramienta teórica-metodológica para interpelar nuestras formas de hacer y gestionar cultura en el contexto actual. Para ello y siguiendo a Cris Shore, es necesario preguntamos: “¿qué quiere decir política cultural pública en este contexto? ¿Qué funciones tiene? ¿Qué intereses promueve? ¿Cuáles son sus efectos socioculturales? ¿Y cómo este concepto de política cultural pública se relaciona con otros conceptos, normas o instituciones dentro de nuestro país en particular?” (2010: 29).

      Las experiencias artísticas de mujeres/feminismos/disidencias/diversidades/no binaries/otres: herramientas políticas para la gestión cultural

      Dicho contexto es el escenario de la discusión en el Congreso de la Nación por una Ley de Interrupción Voluntaria del Embarazo (IVE), que generó una fuerte visibilización de lo político de la sexualidad (Rubin, 1989). Lo mismo habían hecho en su momento la Ley 25.673 de Creación del Programa de Salud Sexual y Procreación Responsable (2002); Ley 26.150 de Educación Sexual Integral (2006); la Ley 26.485 de Protección Integral para Prevenir, Sancionar y Erradicar la Violencia contra las Mujeres en los Ámbitos en que Desarrollen sus Relaciones Interpersonales (2009); la modificación del artículo 2 de la Ley 26.618 de Matrimonio Civil (conocida como ley de matrimonio igualitario, 2010); la Ley 26.743 de Identidad de Género (2012); y la Ley 26.842 de Prevención y Sanción de la Trata de Personas y Asistencia a sus Víctimas (2012); entre otras.

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