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nadie se interponga, o explotarlos.

      Volviendo a mi historia personal, cuando tomamos la decisión de desescolarizar, en el año 2007, nuestra hija tenía casi diez años y estaba saliendo de tercero de primaria, nuestro hijo de ocho años estaba saliendo de primero, nuestra hija de tres años estaba en jardín infantil y nuestro último hijo tenía un año. En aquel momento, decidimos que los dos pequeños siguieran asistiendo al jardín y comenzar el proceso en casa con los dos mayores, pues sentía que no iba a ser capaz de tenerlos de un momento a otro a todos en la casa durante todo el día. Tal vez ese temor, el de no saber qué hacer con los niños todo el día en casa, sea uno de los miedos más comunes de las familias que comienzan un proceso de desescolarización. Mirar este reto como una oportunidad, más que como una dificultad, puede ser de gran ayuda; considerarlo un privilegio del que nos habíamos privado hasta el momento. Para mí, este cambio de perspectiva fue la clave para sobrellevar la incertidumbre y los cambios que esa etapa inicial implicó en nuestras vidas y en nuestras dinámicas familiares.

      Me doy cuenta de que el miedo es uno de los mayores obstáculos. Tenemos miedo a no saber qué hacer con nuestros hijos; a estar dañando de manera irreversible sus vidas; a que no socialicen lo suficiente; a que no aprendan todo lo que deberían; a que no tengan las herramientas para acceder a una educación superior, a estar negándoles oportunidades y experiencias que creemos que están garantizadas al asistir a un colegio; a no ser capaces de enseñarles trigonometría; a no tenerles paciencia; a no tener tiempo para nosotros mismos; a una demanda legal.

      Hace ya ocho años que llevo educando en casa y siete años que estamos agrupados como la red EnFamilia, la Red colombiana de Educación en Familia. Se trata de una red que no se ha terminado de hacer, funciona según el entusiasmo y la disponibilidad de sus miembros y es, principalmente, un punto de encuentro para las familias que buscan apoyo, información y compañía.

      Tener compañía en el camino ayuda mucho. Tener con quien hablar y compartir los miedos puede hacerlos más llevaderos; expresarlos en voz alta ayuda, de alguna manera, a racionalizarlos, procesarlos y encontrar maneras de superarlos. Además, es valioso escuchar experiencias de otras familias, sus testimonios son un alimento para la confianza de las familias educadoras. Nosotros fuimos afortunados, pues aquella familia que mencioné antes fue nuestra compañía en el inicio, y mis hijos tuvieron con quien jugar y así no extrañaron tanto a sus compañeros de colegio. Hoy en día, la amistad entre nuestras familias es uno de los mejores regalos que nos ha dado la educación sin escuela. Sin embargo, no hay que desanimarse si la compañía tarda en aparecer. Será un poco más difícil tal vez, pero a la larga descubriremos la fuerza y el poder que tenemos para sacar adelante un proyecto tan ambicioso y tan importante como este, y eso brinda solidez y seguridad a la familia.

      La diferencia de edad entre mi hija mayor y mi hijo menor es de nueve años; es decir, he tenido niños en distintas etapas de desarrollo aprendiendo en casa al mismo tiempo. Esto podría verse como otra dificultad, y tal vez sea una de las razones por las que, como familia, llegamos tan rápido al enfoque poco estructurado con el que hoy manejamos nuestra vida y nuestro aprendizaje.

      Sé que produce una gran angustia en los padres pensar que deberán enseñar conocimientos correspondientes a diferentes cursos a niños de diferentes edades. Para que eso no sea un problema, recomiendo hacer un esfuerzo consciente por dejar de ver la vida dividida en asignaturas; dejar de creer que tenemos que enseñar contenidos a nuestros hijos pues si hacemos esto, dejaremos de ser sus padres para convertirnos en sus profesores. El aprendizaje va mucho más allá de los contenidos, es independiente de la edad que se tenga, no viene dividido por asignaturas y no espera a que llegue el día del examen para demostrar que sí está sucediendo. El aprendizaje real está dirigido por el entusiasmo de quien aprende, influenciado por el ejemplo que recibe e inspirado por el apasionamiento de quienes lo rodean. Los invito a ver a sus hijos de esta manera, a liberarse de las tiranías impuestas por los esquemas escolarizados y a disfrutar la vida aprendiendo con y de sus hijos. Es como cuando hay un bebé en casa: si pensamos en horarios y materiales escolares, tratar de compaginar eso con la atención al bebé puede convertirse en una pesadilla, pero, si vemos la presencia del bebé como una oportunidad única e irrepetible de aprender y nos despreocupamos de todo lo demás, toda la familia va a disfrutar de esa etapa de la vida sin tantas preocupaciones y ganando mucho aprendizaje.

      Mencioné la tiranía de los esquemas escolares porque ese fue un gran descubrimiento: al estar por fuera del colegio teníamos libertad para muchas cosas que antes hacíamos de manera condicionada, o que no hacíamos:

       libertad para decidir sobre el manejo de nuestro tiempo: horarios de sueño y de comida, de lectura y de juego; época del año para salir de viaje o visitar a los abuelos; flexibilidad en las rutinas o en los cambios de planes; en suma, más cabida a la espontaneidad;

       libertad para permitir a cada miembro de la familia dedicarse a lo que más le gusta, por el tiempo que quiera hacerlo, siguiendo su interés personal;

       libertad para seguir los ritmos individuales de cada uno de los hijos;

       libertad para expresar la personalidad por medio del aspecto personal, lo cual los niños desean desesperadamente, aunque el uniforme del colegio se los impide.

      Nos hemos librado de las etiquetas que imponen las notas y los reportes escolares, ya nadie en casa es poco participativo, ni ocupa el primer, tercer o último lugar cada mes; nadie es sobresaliente ni insuficiente; nadie es humillado frente a sus amigos por hacer las cosas de una forma diferente. Estoy segura que se me escapan muchas otras libertades a las que ya me he ido acostumbrando y que quienes educan en casa podrán identificar.

      En mi caso personal, al día de hoy llevo veinte años de matrimonio y crianza, y diez de educar en casa. He sido una mamá dedicada 100% al cuidado de mis hijos desde el principio, y luego con mayor razón al empezar a educar en casa. Sin embargo, antes de casarme era una joven con grandes ambiciones profesionales a las que renuncié de buena gana para ser mamá, sin saber que diez o quince años después iba sentir el peso de mis decisiones en muchos aspectos de mi ser como mujer. Desearía haber tenido más autonomía, haber mantenido algo de mi vida propia al margen de mi rol de mamá y haber generado ingresos propios de manera permanente para ser económicamente independiente. Pero por encima de todo ha sido bellísimo ver crecer a mis hijos y no lo cambiaría por nada; no hubiera querido tener un trabajo en oficina que me separara de ellos por largas partes de mi día. Ser mamá joven me permitió tener la energía y la cercanía generacional para disfrutar a los hijos y crear una relación cercana con ellos.

      Ahora que son mayores y no dependen tanto de mí, he entrado en un proceso de redescubrimiento propio en el que estoy buscando redefinir mi vida, mis propósitos, mis sueños, sin dejar a un lado mi rol de mamá, que es para toda la vida.

      He dedicado nueve años de mi vida a formar y mantener activa la red EnFamilia, lo que ahora veo como un trabajo no remunerado que me ha traído muchos conocimientos y un proyecto que es parte importante de mi vida.

      Martín, mi marido, se ha dedicado a trabajar para sostener el hogar y, al ser la nuestra una familia numerosa, eso ha significado mucho trabajo duro. Durante algunas épocas estuvo más presente en la vida familiar que en otras, pero hace casi diez años que es un trabajador independiente, por lo que pasa mucho tiempo trabajando desde casa. Cuando no podemos pagar a alguien para que nos ayude, las tareas del hogar las realizamos entre los dos. Su presencia

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