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de un quehacer en el que “el gran valor de la historia cultural es el establecimiento de las conexiones existentes entre las diferentes actividades o áreas del desarrollo humano”,10 en una circunstancia histórica específica, entendiendo a ésta última como “la unidad compuesta por fuerza productiva, estructura social y forma mental”.11 Se trata simplemente de que la historia cultural permite establecer las relaciones existentes entre todos (o varios de) los factores integradores de la vida social y de la historia cotidiana.

      En la historia por venir, la prensa seguirá siendo, y cada vez más, una fuente importante, además de atractiva, para escribir la historia de la gente común, la historia desde abajo, teniendo siempre en cuenta los márgenes que marcan la necesidad de una saludable relatividad y flexibilidad en las consideraciones teóricas y metodológicas sobre la prensa como fuente para la historiografía. Y si a la prensa se le puede preguntar por esas manifestaciones concretas, cotidianas, se diría que “vulgares” (en el mejor sentido), de factores y productos culturales explicables por su relación con lo político y lo económico, conviene reiterar que no es el ánimo de exclusión entre las fuentes lo que mejor sirve para la escritura de la historia, sino la complementariedad de todas las fuentes posibles, de entre todas las existentes, la que verdaderamente puede ser la base de su riqueza.

      Lo mismo aplica para todas las demás tipos de fuentes que referimos en este capítulo introductorio. El cine es hoy aceptado también como una fuente válida para la historiografía. Es un producto que se genera con fines económico / comerciales y de entretenimiento, primordialmente, pero sus planteamientos están determinados por las perspectivas, posiciones, filiaciones (políticas, religiosas, ideológicas, etcétera), de quienes están detrás de su hechura. Es decir, un filme, en muchos sentidos, es un agente del proceso sociocultural que se vive en el momento en que se produce y se lanza al mercado para su consumo. A la vez, sobre todo pasado el tiempo, cuando la perspectiva histórica lo posibilita con mayor claridad y facilidad, el análisis del cine, de los filmes, como fuentes de interrogación para la escritura de la historia, lo convierten también en una fuente primordial de conocimiento. Vale la pena reiterar, como hicimos con la prensa, que el filme por sí solo no es tampoco una fuente válida para la historiografía, si se le considera de manera aislada, porque en esas circunstancias a lo más que puede dar lugar es a una crítica, a una opinión, que en todo caso será la posición del crítico frente al filme. Pero en interacción con todo el otro espectro de fuentes posibles (la prensa, la publicidad, la literatura, y los archivos históricos de todo tipo, como los gubernamentales-oficiales-institucionales, diplomáticos, empresariales, familiares, etcétera), sin duda alguna el valor de un filme como fuente para la historiografía, y no únicamente para la crítica del filme per se, se acrecienta de manera exponencial y productiva en términos de resultados.

      Una vasta red de vasos comunicantes

      Citemos como ejemplo la notoria interacción que ocurrió entre cine, literatura y prensa en el contexto mexicano de la primera mitad del siglo xx. Durante los últimos años treinta, la realización de filmes como El indio (de Armando Vargas de la Maza, 1939), basado en una obra literaria homónima de Gregorio López y Fuentes, adaptada para la pantalla por él y por un dramaturgo reconocido, Celestino Goroztiza, es perfectamente ilustrativa de la política indigenista del régimen cardenista, que había creado el Departamento de Asuntos Indígenas y el Departamento de Educación Indígena (ambas entidades precursoras de lo que después sería el Instituto Nacional Indigenista). Por añadidura, la novela que dio pie a la película había sido ganadora del Premio Nacional de Literatura de la época, lo cual denota una posición oficial para premiar a los intelectuales y creadores alineados con la que era una política oficial del régimen, la del indigenismo, que se manifestó en varios otros filmes, como La noche de los mayas (de Chano Urueta, 1939), que contó con la intervención de Antonio Médiz Bolio, o bien Adiós mi chaparrita (René Cardona, 1937), basada a su vez en una novela, Rancho estradeño, de Rosa de Castaño. Si a esta interacción entre política oficial, cine y literatura e indigenistas, sumamos además lo dicho en la prensa respecto a todo aquel conjunto de interacciones, tenemos un panorama más completo de cómo ocurrió aquella alineación que tuvo un cambio muy drástico durante los años cuarenta, cuando México se encontró en guerra con las potencias del Eje y en el bando de los Aliados.

      Adicionalmente, México no se divorció de su filiación cultural con España, con la “madre patria”, y mucho menos con todas sus “hermanas” repúblicas latinoamericanas, con todo y lo franquista que fuera España e inclusive en la inexistencia de relaciones diplomáticas con ella. Así, España no dejó de ser fuente nutricia para la producción fílmica mexicana, a través de la multitud de obras literarias españolas que fueron adaptadas en el cine nacional, como La barraca, de Vicente Blasco Ibáñez; Pepita Jiménez, de Juan Valera; La malquerida, de Jacinto Benavente, o El abuelo, de Benito Pérez Galdós, utilizado para el filme Adulterio (de José Díaz Morales, 1945).

      Nuevamente encontramos que pese a la reticencia oficial y diplomática del gobierno mexicano frente al régimen franquista, la filiación cultural pro hispanista de los sectores empresariales del cine, y de una parte de la sociedad mexicana, impactó en esta interacción entre cultura social, cine y literatura, que también tuvo expresiones de encomio en la prensa, sobre todo en la crítica cinematográfica que, a ambos lados del Atlántico, refirió aquel fenómeno cultural de trama muy compleja. España, que a través de su Consejo de la Hispanidad luchaba con denuedo por evitar el divorcio de las sociedades latinoamericanas respecto a su posición como “eje rector cultural” de las “hijas de la madre patria”, creó con el tiempo una Unión Cinematográfica Hispanoamericana (ucha), a través de la cual premió los esfuerzos de las cinematografías latinoamericanas (principalmente la argentina y la mexicana), por mantener los vínculos culturales con la España franquista.

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