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cultural, su adaptación a México y el debate presente, tanto en la cultura de los impresos, como en la cinematografía, respecto a “lo nacional” y “lo ajeno”.

      A la luz de lo anterior, resulta útil entonces la propuesta de Rafael López González en su texto “Los cocodrilos también van al cine. Efraín Huerta, crítico cinematográfico”. Señala López González que a la par de su obra poética, Efraín Huerta dedicó parte de su vida a ejercer el periodismo, y por más de una década enfocó esta labor a la crítica cinematográfica. Su agudo registro periodístico devino en punto de referencia de la industria cinematográfica de México. La penetrante mirada huertiana abarcó, además del “star system” de la “Época de Oro” del cine nacional, las fases de la industria y su organización, incluido el sindicalismo. Desde sus columnas “Radar Fílmico”, en El Nacional; “Guiones”, en Close Up de Nuestro Cine, de la Revista Mexicana de Cultura, suplemento semanal del mismo periódico; o “Llamado a las siete”, en la revista Cinema Reporter, entre otras, Huerta dio cuenta puntual de un momento crucial de cine mexicano. Este periodo se caracterizó por ser el del apogeo de un cine nacional, y muy nacionalista (por algunos de sus géneros, como el melodrama ranchero, el melodrama revolucionario, el melodrama indigenista, o el melodrama familiar-maternal, de tanta significación para las audiencias mexicanas e iberoamericanas), en una industria que tuvo una fuerte vocación universalista y cosmopolita (por sus filmes de ambientes extranjeros, de épocas pasadas y de adaptaciones de la literatura universal, entre otros factores), pero en una cinematografía que fue, finalmente, también una poderosa industria transnacional, por su fuerte presencia y aceptación en mercados internacionales.

      Aquellas características del cine mexicano, su dualidad en cuanto a temas y géneros, y a la vez su resonante éxito en el extranjero, muy notorio en el ámbito de las cinematografías de habla hispana, pero también en otros países, en otros idiomas, convocaron planteamientos que aludían a la necesidad de no perder nunca de vista “lo nacional”. Por esto resulta útil el texto de Magda Lillalí Rendón García, titulado “El Zócalo como espacio museográfico en Salón México y ¿A dónde van nuestros hijos?” Si la cultura política mexicana se ha caracterizado por construir espacios públicos, que son a la vez espacios físicos y también ideológicos, por cuanto sirven a los fines de la construcción de ciudadanía, a los fines del culto cívico (como la Columna de la Independencia, en época reciente, cuando se logra un triunfo deportivo sobresaliente, o el Zócalo de la ciudad de México en los desfiles de la Independencia), nada extraño resulta que a través de los filmes referidos en el título también se promoviera aquel culto ciudadano si se les fomentaba como espacios museográficos, desde una perspectiva de la cultura audiovisual, la cinematográfica.

      Por todo esto, explica Rendón García, el Zócalo integra nuestro pasado y nuestro presente. Es un sitio que se puede visualizar desde distintas perspectivas: económica, política, social y cultural. En el cine, por consiguiente, el zócalo se observa como escenario en dos películas mexicanas: Salón México (Emilio Fernández, 1948) y ¿A dónde van nuestros hijos? (Benito Alazraki, 1958). Por lo tanto, considerarlo como espacio museográfico trasciende la percepción del espacio físico, del discurso publicado en prensa que lo consagra como espacio político-ideológico, y de las acciones que se muestran en él, como lugar icónico para la construcción de ciudadanía y de culto cívico-patriótico, tanto para quienes viven en la Ciudad de México como para todos los integrantes de la nación, de la República, que a lo largo del tiempo han aprendido a reconocerlo como uno de sus espacios fundacionales de la identidad y el nacionalismo.

      En el centro de un diferendo entre lo nacional y lo extranjerizante, que se manifestó en el cine mexicano prácticamente desde que luchaba por nacer en la etapa muda, cuando se debatía la necesidad de recuperar el nacionalismo paisajista, costumbrista y romántico del siglo xix mexicano, por cierto a través de adaptaciones de la literatura nacional que deberían contraponerse al cine de modelos extranjeros, el debate volvió a manifestarse en los años del cine sonoro, a partir de 1931 en adelante. Así, en un cine mexicano que se caracterizaba por su pujanza y su éxito comercial en los mercados nacionales y extranjeros, se abrevaba también en la literatura universal con adaptaciones de obras como La dama de las camelias, Los miserables, Resurrección, El conde de Montecristo, El hombre de la máscara de hierro, Miguel Strogoff, el correo del zar, etcétera. Asimismo se pugnaba, nuevamente, por lo “auténticamente nacional y mexicano”, por lo latinoamericano, el panamericanismo de tiempos bélicos en los cuarenta y que a la vez se manifestó en un fenómeno peculiar: la muy marcada hispanofilia del cine mexicano, por la enorme cantidad de obras literarias españolas que se adaptaron para las pantallas desde el cine nacional, lo cual se aborda en los tres últimos capítulos del libro, “La literatura española en el cine mexicano. Antecedentes y evolución entre la etapa muda y el cine sonoro, hasta la Época de Oro”, sobre adaptaciones de la literatura española en el cine mexicano en general; “La barraca, Pepita Jiménez y La malquerida. De las invectivas contra el franquismo a la filia genuina por lo español en el cine mexicano”, sobre tres películas consideradas como entre las mejor logradas dentro de aquel tipo de cine; y “Doña Perfecta (Alejandro Galindo, 1950). Joya de la literatura española / obra cumbre del cine mexicano”, sobre la muy bien lograda traslación de aquella trama de odio e intolerancia que hizo Alejandro Galindo, desde el mundo español de Pérez Galdós, al ámbito del México decimonónico y la Guerra de Reforma.

      Es probable que ninguna otra cinematografía de habla hispana haya hecho tantas adaptaciones de literatura española para sus pantallas, lo cual resulta significativo por diversas razones. Por una parte, es una manifestación innegable de la filia cultural que une a los pueblos hispanoamericanos con la nación que, por entonces, bajo la dictadura de Francisco Franco, insiste por todos los medios en que es “la madre patria” de todas las Repúblicas de habla hispana del continente americano. Por otro lado, es significativo que el fenómeno se haya originado en un contexto de inexistencia de relaciones diplomáticas entre la dictadura franquista y los gobiernos mexicanos de “la familia revolucionaria” que rigen a la nación, y que así le disputaban a España cualquier intento de hegemonía sobre “las hermanas Repúblicas hispanoamericanas” del continente. Por otra parte, ese cine, que con aquella frecuencia tan marcada por la literatura española parecía hacerle un guiño de neutralidad a la nación y a la sociedad españolas, frente a la condena diplomática implícita en la tozudez de los gobiernos mexicanos, contribuyó probablemente a una buena difusión y conocimiento de aquella literatura, a través de un cine realizado de manera muy decorosa, entre las audiencias de habla hispana que pudieron conocer aquella literatura mediante las pantallas, quizá más que por medio de la lectura directa de las obras en versión impresa.

      Dentro de aquellas obras literarias, llevadas a la pantalla por el cine mexicano, algunas han sido ampliamente reconocidas, desde la época de su realización e incluso en la actualidad, con títulos como La barraca (Roberto Gavaldón, 1943), sobre Vicente Blasco Ibáñez; Pepita Jiménez y La malquerida (Emilio Fernández, 1946 y 1949), sobre Juan Valera y Jacinto Benavente, respectivamente; y sobre todo Doña Perfecta (Alejandro Galindo, 1950), sobre Benito Pérez Galdós, entre muchos otros filmes mexicanos de ascendencia literaria española que se podrían citar. La importancia de esta filmografía radica en que La barraca fue considerada en su momento, y sigue siendo considerada hasta la fecha, en la perspectiva de algunos críticos, incluso en España, como una obra de innegable valor cinematográfico, como se demuestra en el texto alusivo al filme. Por otra parte, además de los aciertos de Pepita Jiménez y La malquerida, la última de las películas citadas, Doña Perfecta, quizá resulte significativa porque terminó por ser una especie de síntesis fílmica entre lo español y lo mexicano. Este asunto, abordado en el último capítulo, da cuenta de la forma en que su adaptador y director, Alejandro Galindo, “mexicanizó” la historia y la trasladó del contexto de las guerras carlistas (entre fuerzas liberales y conservadoras) en la España del siglo xix a la lucha entre liberales y conservadores en el siglo xix mexicano, con agudas referencias a la reforma liberal, al conservadurismo tan flagrante y retardatario de algunos sectores de la sociedad mexicana, la decimonónica, e incluso la contemporánea, la Guerra de Reforma, el conflicto entre un Estado laico y el catolicismo reaccionario, etcétera.

      Rodada en el contexto del gobierno de Miguel Alemán (1946-1952), que en diversas

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