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las viviendas en ese vecindario. Esta es la definición misma de los sistemas caóticos: contienen cientos, si no miles, de variables independientes, todas ellas vinculadas en relaciones de retroalimentación, donde los pequeños agentes pueden provocar marejadas inimaginables.

      En muchos de los experimentos clásicos de laboratorio de economía conductual, los psicólogos pueden introducir un nivel de incertidumbre en la decisión que se estudia, pero esa incertidumbre en sí misma está claramente definida por los términos del experimento: si eliges la opción del 90 % frente a la segura, sabes exactamente cuánta incertidumbre estás dispuesto a tolerar. Pero las decisiones complejas en el mundo real implican necesariamente diferentes niveles de incertidumbre: si estás contemplando mudarte de Nueva York a California, puedes estar seguro de que las temperaturas invernales serán, en promedio, más cálidas si te mudas, pero la cuestión de si a tus hijos les va a ir bien en las escuelas públicas del estado es necesariamente más ambigua. Sin embargo, en muchos casos los resultados con mayor incertidumbre son los que más nos importan.

      Las decisiones de banda estrecha son fáciles porque no se mezclan señales de diferentes partes del espectro. No tienes que pensar en los microorganismos que alteran el valor de las propiedades o en cómo tu ambición profesional como científico podría afectar a tu deseo de intimidad emocional con tu cónyuge. Las ­cadenas de causalidad son más simples. Pero el espectro completo también plantea dificultades porque a menudo las personas tienen sistemas de valores incompatibles en diferentes puntos del espectro. Es fácil dejarse llevar por el corazón cuando solo se calcula el impacto en el estado emocional. Resulta mucho más difícil cuando el corazón entra en conflicto con las ideas políticas que se tengan, con las raíces de la comunidad, con las necesidades económicas o con las tres cosas. Y, por supuesto, estos conflictos se agravan aún más cuando la decisión involucra a múltiples partes interesadas o a una colectividad entera.

      Como observó Simon, las decisiones difíciles también nos confunden porque las opciones disponibles a menudo no están completamente definidas. Pueden parecer, a primera vista, que ofrecen un conjunto de opciones binarias: elegir A o elegir B. Pero a menudo la mejor decisión, la que de alguna manera encuentra el equilibrio más ingenioso entre las bandas que compiten en el espectro, resulta ser una opción que no era visible desde el principio.

      Los grupos, por definición, aportan un conjunto más amplio de perspectivas y conocimientos. Los grupos grandes y diversos pueden ser vitales para la etapa divergente de una decisión, al introducir nuevas posibilidades y exponer riesgos invisibles. Pero los grupos son vulnerables a muchas de sus propias deficiencias, incluidos los sesgos o distorsiones colectivos que surgen de la dinámica social de la interacción humana. Por algo la expresión pensamiento de grupo es peyorativa. Como veremos, muchas de las técnicas que se han desarrollado para estimular la toma de decisiones complejas han sido diseñadas específicamente para evitar los posibles puntos ciegos o sesgos del comportamiento del grupo y para descubrir la amplia gama de conocimientos que posee un grupo bien formado.

      Estos ocho factores son los escollos que han hecho fracasar innumerables decisiones a largo plazo. Cuando se trata de tomar una decisión difícil, es casi imposible evitarlos todos. Pero a lo largo de las décadas transcurridas desde que Simon propuso por primera vez su noción de racionalidad limitada, los responsables de la toma de decisiones en muchos campos han desarrollado un conjunto de prácticas que nos ayudan a sortear algunos de ellos o, por lo menos, a fortificar nuestra embarcación, de modo que las inevitables colisiones causen menos daños a medida que nos dirigimos hacia puerto seguro.

      Hay una escena maravillosa en la primera mitad del libro ­Middlemarch, de George Eliot, que refleja las dificultades de la toma de decisiones complejas. (Volveremos a Middlemarch y a una decisión aún más famosa en el último capítulo del libro). La escena transcurre con el monólogo interior de un joven y ambicioso médico llamado Tertius Lydgate en la década de 1830 en Inglaterra, sopesando una decisión de grupo que le resulta muy incómoda: si reemplazar al amable vicario local, Camden Farebrother, por un nuevo capellán llamado Tyke, que cuenta con el apoyo de Nicholas Bulstrode, el banquero beato de la ciudad, que es la principal fuente de financiación para el hospital de Lydgate. Lydgate ha entablado amistad con Farebrother, aunque desaprueba el hábito de juego del vicario. A medida que se aproxima el momento de la reunión del consejo municipal, se apresura a analizar sus opciones:

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