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Pensar rápido, pensar despacio, de Daniel Kahneman, introdujo la noción del cerebro como dividido entre dos sistemas distintos, ambos implicados en el proceso de toma de decisiones. El sistema 1 es la parte intuitiva, de acción rápida y cargada emocionalmente del cerebro; el sistema 2 es lo que utilizamos cuando tenemos que pensar conscientemente en una situación. Estas son categorías innegablemente poderosas del pensamiento, pero el trabajo de Kahneman (en gran parte en colaboración con el desaparecido Amos Tversky) se ha centrado en gran medida en las idiosincrasias e irracionalidades del sistema 1. Este nuevo modelo de cerebro es útil para comprender todo tipo de disfunciones, pequeñas y grandes, que nos aquejan en el mundo moderno. Hemos aprendido cómo nuestros cerebros pueden ser manipulados por sistemas de tarjetas de crédito y prestamistas hipotecarios depredadores, por qué elegimos ciertas marcas en lugar de otras, y por qué a veces nos dejamos llevar por una primera impresión engañosa al decidir si confiar o no en alguien que acabamos de conocer. Pero si ­revisamos la ­investigación clínica al respecto, nos encontramos con que la mayoría de los experimentos parten de planteamientos similares a estos: 4

      Problema 1. ¿Cuál escoges? ¿Recibir novecientos dólares seguros, o un 90 % de posibilidades de recibir mil?

      Problema 2. ¿Cual escoges? ¿Perder novecientos dólares, o un 90 % de posibilidades de perder mil?

      Problema 3. Además de lo que tengas, te han dado otros mil dólares. Y ahora te dicen que escojas entre una de estas opciones: un 50 % de posibilidades de ganar mil dólares o que te den quinientos seguros.

      Problema 4. Además de lo que tengas, te han dado otros dos mil dólares. Y ahora te dicen que escojas entre una de estas opciones: un 50 % de posibilidades de perder mil dólares o que te quiten seguro quinientos.

      Se podría llenar un libro entero con ejemplos de este tipo de experimentos y los resultados que estos estudios han generado han sido, de hecho, reveladores y a veces contrarios a la intuición. Pero a medida que uno lee los estudios, comienza a notar una ausencia recurrente: ninguna de las opciones que se presentan a los sujetos del experimento se parece en nada a la decisión de enterrar Collect Pond o a la de Priestley de aceptar la oferta de trabajo. En cambio, las decisiones casi invariablemente toman la forma de pequeños rompecabezas, más cercanos a las elecciones que se hacen en una mesa de blackjack que el tipo de elección que Darwin estaba contemplando en su cuaderno. Campos como la economía del comportamiento se han construido sobre la base de estos experimentos abstractos, en los que los científicos piden a los sujetos que apuesten por unos pocos resultados arbitrarios, cada uno de ellos con probabilidades diferentes. Hay una razón por la que muchas de las preguntas toman esta forma: son precisamente los tipos de decisiones que se pueden probar en un laboratorio.

      Pero cuando miramos hacia atrás en la trayectoria de nuestras vidas, y de la historia misma, creo que la mayoría de nosotros estaríamos de acuerdo en que las decisiones que más importan en última instancia no dependen (o, al menos, no deberían hacerlo) en gran medida de los instintos y de la intuición. Son decisiones que requieren un pensamiento lento, no rápido. Aunque sin duda están influenciadas por los atajos emocionales de nuestras reacciones viscerales, dependen del pensamiento deliberativo, no de las respuestas instantáneas. Nos tomamos tiempo para tomarlas, precisamente porque implican problemas complejos con múltiples variables. Estas propiedades necesariamente hacen que las redes lógicas y emocionales que subyacen a estas decisiones sean más opacas para los investigadores, dadas las obvias limitaciones éticas y prácticas que hacen que sea difícil para los científicos estudiar opciones de esta magnitud.

      Pedirle a alguien que elija una barrita de chocolate en lugar de otra es bastante fácil de hacer en el laboratorio; pedirle a alguien que decida si se casa o no es un poco más difícil de gestionar.

      Pero eso no significa que las herramientas disponibles para tomar decisiones difíciles no hayan mejorado mucho desde los tiempos de Priestley. La mayor parte de las investigaciones importantes en este campo multidisciplinario se han llevado a cabo sobre decisiones de grupos pequeños y medianos: un equipo de colegas de negocios que debaten si lanzar un nuevo producto, un grupo de asesores militares que sopesan diferentes opciones para una invasión, una junta comunitaria que trata de decidir sobre las pautas apropiadas para el desarrollo de un vecindario aburguesado, un jurado que determina la culpabilidad o inocencia de un conciudadano... Existen motivos justificados para que este tipo de decisiones se describan formalmente como decisiones «deliberativas». Cuando nos encontramos por primera vez con el ladrón acusado en un juicio con jurado, es muy posible que tengamos una respuesta instintiva de culpabilidad o inocencia que nos llega a través de una evaluación rápida de su conducta o expresión facial, o a través de nuestras propias actitudes preexistentes hacia el crimen y la aplicación de la ley. Pero los sistemas diseñados para promover la toma de decisiones deliberativas están específicamente trazados para evitar que caigamos ingenuamente en esas suposiciones preconcebidas, precisamente porque no es probable que nos dirijan hacia la decisión correcta. Necesitamos tiempo para deliberar, para sopesar las opciones, para escuchar los diferentes puntos de vista antes de emitir un juicio.

      No necesitamos depender exclusivamente de las experiencias de la psicología social para cultivar nuestras habilidades de toma de decisiones. La historia reciente está llena de estudios de casos en los que las decisiones complejas fueron tomadas por grupos de personas que adoptaron conscientemente estrategias y rutinas diseñadas para producir resultados más predecibles. Tenemos mucho que aprender del estudio de esas decisiones, tanto porque podemos aplicar esas técnicas a la hora de tomar las nuestras como porque podemos utilizar esos conocimientos para evaluar las aptitudes para la toma de decisiones de nuestros líderes, colegas y compañeros. En los debates políticos o en las juntas de accionistas casi nunca se les pregunta a los candidatos o ejecutivos cómo toman sus decisiones, y sin embargo, puede que no haya una habilidad más valiosa para alguien en cualquier tipo de posición de liderazgo. Valor, carisma, inteligencia: todos los atributos habituales que juzgamos cuando consideramos que votar por alguien es una cuestión insignificante en comparación con la pregunta fundamental: ¿tomará buenas decisiones cuando se enfrente a una situación compleja? La inteligencia, la confianza o la intuición solo pueden llevarnos hasta cierto punto cuando llegamos a una de esas encrucijadas difíciles. En cierto sentido, los atributos individuales no son suficientes. Lo que un «tomador de decisiones» (por usar el término tan ridiculizado de George W. Bush) necesita en esas circunstancias no es un talento para tomar decisiones. Lo que necesita es una rutina o una práctica: un conjunto específico de pasos para afrontar el problema, explorar sus propiedades únicas y sopesar las opciones.

      Resulta que cuando se observa a un grupo de mentes reunidas luchando con una decisión compleja, se percibe un gran dramatismo e intensidad. (Algunos de los pasajes más poderosos de la literatura captan esta experiencia, como veremos). Pero esa narrativa más lenta y contemplativa a menudo se ve ensombrecida por acontecimientos más abruptos: un discurso ardiente, una invasión militar, un lanzamiento impactante de un producto. Tendemos a avanzar rápidamente hacia los resultados de las decisiones complejas, saltándonos el viaje que nos conduce a ellas. Pero en ocasiones, en los casos en que resulta de mayor importancia, tenemos que rebobinar la cinta.

      En agosto de 2010, el mensajero pakistaní Ibrahim Saeed Ahmed (también conocido como Al Kuwaiti, entre otros alias) condujo dos horas hacia el este desde la ciudad de Peshawar, por el árido valle, hasta las colinas Sarban, donde se encuentra la ciudad de Abbottabad. Al Kuwaiti había sido una persona de interés para la CIA durante varios años, ya que se sabía que estaba vinculado a Osama Bin Laden y a otros agentes de alto nivel de Al Qaeda. Un activo pakistaní que estaba reuniendo información para la CIA había identificado el jeep Suzuki blanco de Al Kuwaiti en Peshawar y lo siguió sin que este lo descubriese hasta un suburbio de Abbottabad, un viaje que finalizó en un camino de tierra que conducía a un destartalado recinto rodeado de muros de hormigón de cinco metros de altura y rematado por una alambrada de púas. Cuando Al Kuwaiti entró en el recinto, el operativo pakistaní avisó a la CIA de que habían recibido a su objetivo en un edificio que parecía tener un sistema de seguridad más elaborado que el de otras casas del vecindario.

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