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En los días de borrascas. Lucas Guiastrennec
Читать онлайн.Название En los días de borrascas
Год выпуска 0
isbn 9789878709444
Автор произведения Lucas Guiastrennec
Жанр Документальная литература
Издательство Bookwire
Esto indica que toda investigación embarcada en dirección a los imaginarios sociales que se construyen en la historia de las enfermedades debe tener en cuenta los síntomas particulares de la patología a analizar.
Por lo tanto, expongamos los síntomas que despierta el virus de la Fiebre amarilla una vez inoculado por el Aedes en el hombre: Hasta una semana después de la picadura se da la incubación del virus, el hombre incólume sigue su vida normalmente sin la menor sospecha y de pronto, estalla vehementemente un cortejo de síntomas. Es entonces cuando la fiebre amarilla declara una guerra a muerte al involuntario adversario. A partir de allí se puede transitar por tres fases: En la primera, que dura entre tres y cuatro días el hombre en un breve lapso pasa a una fiebre violenta, alcanzando los 41° acompañado por escalofríos, un quebrantamiento general del cuerpo, dolores musculares, de espalda, una terrible cefalea, pérdida del apetito, nauseas y vómitos abundantes e incontenibles.
Al finalizar esa primera fase el enfermo se recupera, los síntomas desaparecen y todo es mejoría, apenas molesta un leve dolor de cabeza, esa segunda fase dura no más de 48 horas y es realmente peligrosa, por tratarse en realidad de una falsa mejoría, la que provoca que el enfermo se confié de su cura y deje el reposo.
Pasada la engañosa calma, comienza el desesperante tormento: los ojos se inyectan en sangre y las pupilas se dilatan, aparece de forma bien definida la ictericia, que avanza como un manto amarillo cubriendo todo los rincones del cuerpo, al tiempo que las hemorragias hacen eclosión en encías y nariz. El enfermo es apresado por el delirio, se obnubila, mientras que su pulso se acelera, su respiración es lenta y costosa. La temperatura corporal antes elevada, ahora cae estrepitosamente por debajo de lo normal, caminando por la cornisa del coma. Por si todo esto fuera poco, vuelven los vómitos, pero esta vez oscuros, síntoma impactante que ha generado el bautizo de vomito negro a la enfermedad, tratándose de sangre digerida a su paso por el estómago. Y aparece la anuria. Los latidos del enfermo, preso de una adinamia e indiferencia total, son ahora cada vez más lento y el pulso tardo al límite de sucumbir. Aquel que logre sobrevivir al flagelo le espera una recuperación lenta y penosa, aunque la inmunidad que adquiera durará lo que le resta de vida.
Está claro que más allá de los espeluznantes síntomas, otro ser humano puede tocar al enfermo, respirar su aliento, convivir íntimamente con él y de ningún modo se contagiará, ya qué la fiebre amarilla no es directamente transmisible de un hombre a otro. Para ello es necesario que entre a escena un nuevo Aedes pique al enfermo (en los primeros cuatro días de la enfermedad), pase un determinado período de incubación y luego pique a otro hombre sano, para que este deje de serlo. Esa es la única forma de transmisión. Pero estos conocimientos se consolidaron a en las primeras décadas del siglo XX, cuando la «Gran epidemia» asoló Buenos Aires nada de esto se sospechaba.
El enemigo invisible: Los miasmas
En este periodo de incertidumbres biomédica, anterior a la consolidación de la bacteriología moderna, las faltas de certezas dan margen a narrativas de matices tan variadas que van desde lo arbitrario o delirante a otras razonables, arrojando como resultado una diversidad de constructos desde el saber médico-científico.
En ese lento andar de la medicina se cuestionaba el contagio de enfermedades que sobradas evidencias se mostraban como tal y, contrariamente, se afirmaba con total seguridad la contagiosidad de otras que no lo eran, al menos directamente. De esta forma las causas de las enfermedades infecciosas eran razonadas bajo endebles teorías. La más aceptada de la época era atribuirlo al Miasma, término difuso y cambiante a lo largo de su empleo en la terminología médica, siendo los higienistas su más acérrimo defensor.
El estudio de Alain Corbin es buen punto de partida para analizar la esencia que ha adquirido el término en Francia durante los siglos XVIII y XIX, por tratarse de uno de los países cuyos postulados médicos han sido influyentes en nuestro país.16 Allí se reafirmaba que el detritus nauseabundo amenazaba el orden social [mientras que] la victoria tranquilizadora de la higiene acentúa la estabilidad; [por ende] el olfato delataba el veneno, [y] detectaba los peligros que oculta la atmósfera.17
No hay dudas para los higienistas de la época que el aire mantiene en suspensión las sustancias que se desprenden de los cuerpos. Se lo denominaba miasma al efluvio o emanación nociva que se suponía desprendían los cuerpos enfermos, las sustancias corrompidas y las aguas estancadas y que transmitían las enfermedades.18
Esta concepción del aerismo forjó entre los higienistas una práctica discursiva centrada en nociones como aire mefítico y gases tóxicos. A partir de ellas, diagramaron su profilaxis: en un primer momento, retomando la antigua senda recorrida por Hipócrates, se consideró que el antiséptico capaz de detener los miasmas eran las substancias aromáticas, por los olores socialmente considerados “agradables”. Tanto los síntomas como el remedio pertenecen al sentido del olfato. 19
En un segundo momento, los principios que delinearán las acciones de los higienistas, definida como vigilancia olfativa, tendrá como objeto no sólo detectar y atacar el miasma, sino buscar donde germina la amenaza, de allí que el punto de localización del mal sea, además de olfativo, visual: La relación que el hombre tiene con su entorno también oscila. Lo esencial será el análisis de las cualidades de los lugares estrechos, de la vida cotidiana; de la envoltura aérea, de la atmósfera de los cuerpos.20 La profilaxis aquí apuntaría al saneamiento, desinfección y cuarentenas. Entonces la insalubridad y las precarias condiciones de vida se convertirían en la principal amenaza, capaz de desencadenar desde el miasma a las epidemias. De este modo se evidenciaba una definida política higienista neo hipocrática, con un campo de acción mucho más vasto y activo. Esa política, preocupada en los problemas sociales, enfocaba su lente de supervisión en las ciudades y su hacinamiento. Con el concepto de suciedad en el centro de la escena las estrategias fueron desde la desinfección de los espacios, (calles, cementerios.), hasta el control de la vivienda popular, (conventillos).
Estos controles luego, como lo demostraremos, se expandirán más allá de lo propiamente material, interfiriendo en la vida cotidiana de los habitantes, en lo que respecta al consumo de alimentos, horas de descanso, tipo de trabajo, y vida privada.21 Asimismo, el desplazamiento del centro de atención hacia la ciudad, por parte de los higienistas, se fue estableciendo al mismo tiempo que se acentuando la noción de foco en las autoridades, legitimando el proceder e intervención de las fuerzas, (llámese médica, policial, pública o toda en su conjunto) sobre los considerados como tal. Todo foco infeccioso debía ser aislado y eliminado.
Seria equívoco presentar un cuadro homogéneo de los postulados médicos- higienistas respecto a las explicaciones de las etiologías de las enfermedades. Estas presuntas diferencias ya fueron señaladas muy tempranamente por Ackerknecht, para quien en el higienismo prevalecían dos corrientes confrontadas: una infeccionistas y otra contagionistas. La revolución pasteuriana habría permitido la victoria de la segunda, despojando de los circuitos de los saberes médico a la primera.22
Si bien coincidimos que no se trató de un grupo homogéneo, nos planteamos ante tal esquematismo estrictamente binario ¿Hasta qué punto tiene validez universal dicha distinción? ¿Qué aporta a la cuestión el estudio de la epidemia de Fiebre amarilla en Buenos Aires de 1871? Al reconstruir la compleja trama que encierran los discursos se aprecia no sólo la alianza de ambas corrientes, sino además, como florecen explicaciones alternativas, que complejizan, deforman o amplían la concepción sobre la enfermedad e incluso lo que se ha definido como miasma.
La ciudad y sus «aires modernos»
En 1869 la ciudad de Buenos Aires contaba con un total de 177.987 habitantes la cual se componía de 89.661 argentinos y 88.126 extranjeros.23 Para esos años se aceleraba la marcha del arribo de inmigrantes de ultramar, preludio de la denominada Era aluvial. Proyecto alentado por una elite liberal que concebía a la inmigración como un componente clave del proceso modernizador. Sin embargo, contrariamente a lo esperado por la elite, en su mayoría los arribados provenían de la