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tener un mayor o menor grado de aproximación al mismo, puede ser verosímil o bien deformarlo completamente.”15

      Esto indica que toda investigación embarcada en dirección a los imaginarios sociales que se construyen en la historia de las enfermedades debe tener en cuenta los síntomas particulares de la patología a analizar.

      Por lo tanto, expongamos los síntomas que despierta el virus de la Fiebre amarilla una vez inoculado por el Aedes en el hombre: Hasta una semana después de la picadura se da la incubación del virus, el hombre incólume sigue su vida normalmente sin la menor sospecha y de pronto, estalla vehementemente un cortejo de síntomas. Es entonces cuando la fiebre amarilla declara una guerra a muerte al involuntario adversario. A partir de allí se puede transitar por tres fases: En la primera, que dura entre tres y cuatro días el hombre en un breve lapso pasa a una fiebre violenta, alcanzando los 41° acompañado por escalofríos, un quebrantamiento general del cuerpo, dolores musculares, de espalda, una terrible cefalea, pérdida del apetito, nauseas y vómitos abundantes e incontenibles.

      Al finalizar esa primera fase el enfermo se recupera, los síntomas desaparecen y todo es mejoría, apenas molesta un leve dolor de cabeza, esa segunda fase dura no más de 48 horas y es realmente peligrosa, por tratarse en realidad de una falsa mejoría, la que provoca que el enfermo se confié de su cura y deje el reposo.

      Pasada la engañosa calma, comienza el desesperante tormento: los ojos se inyectan en sangre y las pupilas se dilatan, aparece de forma bien definida la ictericia, que avanza como un manto amarillo cubriendo todo los rincones del cuerpo, al tiempo que las hemorragias hacen eclosión en encías y nariz. El enfermo es apresado por el delirio, se obnubila, mientras que su pulso se acelera, su respiración es lenta y costosa. La temperatura corporal antes elevada, ahora cae estrepitosamente por debajo de lo normal, caminando por la cornisa del coma. Por si todo esto fuera poco, vuelven los vómitos, pero esta vez oscuros, síntoma impactante que ha generado el bautizo de vomito negro a la enfermedad, tratándose de sangre digerida a su paso por el estómago. Y aparece la anuria. Los latidos del enfermo, preso de una adinamia e indiferencia total, son ahora cada vez más lento y el pulso tardo al límite de sucumbir. Aquel que logre sobrevivir al flagelo le espera una recuperación lenta y penosa, aunque la inmunidad que adquiera durará lo que le resta de vida.

      Está claro que más allá de los espeluznantes síntomas, otro ser humano puede tocar al enfermo, respirar su aliento, convivir íntimamente con él y de ningún modo se contagiará, ya qué la fiebre amarilla no es directamente transmisible de un hombre a otro. Para ello es necesario que entre a escena un nuevo Aedes pique al enfermo (en los primeros cuatro días de la enfermedad), pase un determinado período de incubación y luego pique a otro hombre sano, para que este deje de serlo. Esa es la única forma de transmisión. Pero estos conocimientos se consolidaron a en las primeras décadas del siglo XX, cuando la «Gran epidemia» asoló Buenos Aires nada de esto se sospechaba.

      El enemigo invisible: Los miasmas

      En este periodo de incertidumbres biomédica, anterior a la consolidación de la bacteriología moderna, las faltas de certezas dan margen a narrativas de matices tan variadas que van desde lo arbitrario o delirante a otras razonables, arrojando como resultado una diversidad de constructos desde el saber médico-científico.

      En ese lento andar de la medicina se cuestionaba el contagio de enfermedades que sobradas evidencias se mostraban como tal y, contrariamente, se afirmaba con total seguridad la contagiosidad de otras que no lo eran, al menos directamente. De esta forma las causas de las enfermedades infecciosas eran razonadas bajo endebles teorías. La más aceptada de la época era atribuirlo al Miasma, término difuso y cambiante a lo largo de su empleo en la terminología médica, siendo los higienistas su más acérrimo defensor.

      Si bien coincidimos que no se trató de un grupo homogéneo, nos planteamos ante tal esquematismo estrictamente binario ¿Hasta qué punto tiene validez universal dicha distinción? ¿Qué aporta a la cuestión el estudio de la epidemia de Fiebre amarilla en Buenos Aires de 1871? Al reconstruir la compleja trama que encierran los discursos se aprecia no sólo la alianza de ambas corrientes, sino además, como florecen explicaciones alternativas, que complejizan, deforman o amplían la concepción sobre la enfermedad e incluso lo que se ha definido como miasma.

      La ciudad y sus «aires modernos»

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