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algún bolsillo escondido cerca de la cadera y me las ofreció.

      —Elige tres.

      Lo hice y las dejé sobre la mesa. Wink y su madre se inclinaron por encima de mí.

      Wink señaló la primera carta.

      —El tres de espadas.

      —El tres de espadas es la carta de pérdida y relaciones rotas —dijo la señora Bell.

      Su voz no era soñadora ni espiritual, era práctica y objetiva, como si estuviera hablando del tiempo.

      —Las cosas perdidas no volverán a encontrarse. El dos de espadas es la carta de las elecciones difíciles, pero el tres de espadas… Ya has aceptado las cosas como son y has tomado una decisión. Tus pies ya han elegido un camino. Ahora, si el camino es o no el correcto… —Se encogió de hombros.

      Wink señaló las dos cartas siguientes.

      Un hombre y una mujer desnudos mirando a un ángel.

      Un rey con corona montado en un carro, con dos caballos al frente.

      —El carro y los enamorados. —Wink sonrió.

      —¿Y estas qué significan? —pregunté.

      Pero Wink solo levantó los hombros y continuó sonriendo misteriosamente, como la Mona Lisa.

      Varios años atrás, mi madre había escrito una novela de misterio titulada El asesino del tarot. Visitó a muchas especialistas en tarot de Seattle para investigar. Después nos contó a Alabama y a mí que algunas eran embaucadoras; otras, finas observadoras de la naturaleza humana; y otras habían sido inexplicable e inquietantemente precisas. Y por lo que ella había visto, las verdaderas lectoras no tenían puntos en común. Algunas eran ancianas, otras jóvenes, algunas tenían miradas brillantes y energía, otras eran calladas y distantes. Una de ellas había adivinado incluso el mayor secreto de mi madre…, un secreto que no le había contado a nadie. Cuando Alabama y yo le preguntamos de qué secreto se trataba, se alejó en silencio.

      Realizado el trabajo, la señora Bell perdió el interés en mí y volvió a la cocina de leña. Wink se quedó junto a mi silla sin decir nada.

      Me levanté y la cogí de la mano. Cruzamos la puerta con mosquitera, portazo, atravesamos el jardín, los perros ladraban alegremente, y nos adentramos en el bosque oscuro y profundo hacia el atardecer.

      Un kilómetro y medio de agujas de pino crujiendo bajo los pies, oscuridad creciente, árboles altos y negros, senderos retorcidos, aire fresco nocturno. En las montañas, refrescaba por la noche. También en verano.

      Wink y yo íbamos cogidos de la mano y ella no decía una sola palabra.

      Poppy había dicho que debería conocerla mejor. Que deberíamos ser amigos. Pero yo no estaba solamente obedeciendo sus órdenes: no había ningún otro lugar donde desease más estar que caminando hombro con hombro, paso a paso, con Wink Bell.

      Sus dedos se movieron entre los míos y me apretaron más fuerte.

      —¿Wink? —Me miró—. ¿Cómo es? ¿Cómo es criarse en una granja con un montón de hermanos y una madre que echa las cartas del tarot?

      Se encogió de hombros.

      —Normal. —Hizo una pausa de un segundo—. ¿Tu madre no es escritora? ¿Cómo es tener una madre que vive de inventar historias?

      Me encogí de hombros.

      —Normal.

      No le conté la historia completa, que mi madre se había marchado con Alabama. No quería ponerme triste. Y, de todas maneras, iba a imaginarlo cuando no viera a mi madre ni a mi hermano durante todo el verano.

      El siniestro tejado abuhardillado de la casa Romano Fortuna apareció frente a nosotros; con sus cuatro chimeneas empujando hacia el cielo oscuro. Me detuve conteniendo el aliento.

      Tal vez fue porque nos hallábamos en el medio del bosque, cerca de una casa abandonada, rodeados de árboles y nadie que te oyera si gritabas, pero, de repente, tuve un mal presentimiento.

      Todo estaba oscuro. El silencio era muy denso.

      Y luego oí una risa.

      Y otra.

      Voces ahogadas.

      Más risas.

      Y entonces aparecieron las llamas. Anaranjadas y sedosas, ondeando contra el cielo.

      Un chico se apartó de una pila de leños, sonriendo, de la forma en que lo hacen los chicos cuando consiguen encender un fuego.

      Miré a mi alrededor.

      Maldición.

      Habíamos acabado en medio de una fiesta de Poppy.

      Sus fiestas eran secretas, compuestas por Peligro Amarillos y unos pocos aduladores. Iban cambiando de lugar. A veces se celebraban en el cementerio Green William o en la descuidada calle principal de alguno de los pueblos cercanos abandonados durante la fiebre del oro, o junto al río Recodo Azul.

      A veces me invitaban. En general, no.

      Los Peligro Amarillos eran el círculo íntimo de Poppy: el amarillo era una referencia al opio, porque Poppy significa «amapola». Pero todos los llamaban simplemente los Amarillos. Dos chicos y dos chicas, y ninguno de ellos ni la mitad de malvado o guapo que ella. A Poppy le gustaba dar falsas esperanzas a los chicos, y una semana le dedicaba toda su atención a Thomas y la siguiente a Briggs. Solo para mantenerlos a sus pies. Las chicas eran Buttercup y Zoe. Se vestían como gemelas, aunque no lo eran. Siempre llevaban vestidos negros, carmín rojo, calcetines a rayas y un par de miradas maliciosas. Sin embargo, Buttercup era alta y llevaba su melena negra hasta la cintura, y Zoe era diminuta y tenía el cabello corto castaño y rizado; ambas eran guapas pero, definitivamente, no eran hermanas. No había hablado directamente con ellas en mi vida. No eran importantes. No, porque estaba Poppy.

      Poppy.

      Los Amarillos la rodeaban como los rayos al sol. Llevaba botas hasta la rodilla y una falda amarilla, corta y suelta, que apenas cubría lo que tenía que cubrir. Llevaba un pañuelo azul de seda alrededor de su esbelto cuello, y sus muslos eran tan largos y blancos que me mareaban.

      Dios, cómo la odiaba.

      Deseaba coger a Wink y volver corriendo por donde habíamos venido.

      Aparté el deseo y seguí caminando.

      Los Amarillos me miraron con esa expresión de lástima tan usual en ellos, pero yo le hice un leve saludo con la cabeza a Poppy y continué mi camino con Wink a mi lado, como si fuéramos bienvenidos. Como si nos hubiesen invitado.

      La hoguera ya formaba llamas de dos metros, que casi arañaban el techo inclinado del porche de la casa Romano Fortuna. Al acercarme, el calor me golpeó la piel con rapidez. Me resultó agradable. Miré a Wink y tenía los ojos cerrados hacia el calor.

      No me di la vuelta para mirar a Poppy y a los Amarillos.

      Reconocí a cinco o seis alumnos del instituto que no eran Amarillos. Ropa perfecta y pelo perfecto y brillante. El único momento en que los aspirantes a Amarillos habían notado mi presencia era cuando Alabama estaba conmigo. Entonces las chicas me hablaban con una voz muy dulce para mostrarle a él lo agradables que podían ser con su hermano no popular.

      Todos susurraban en vez de gritar y reírse, y no había música, los Amarillos no la tolerarían. A Poppy le gustaba que sus fiestas fueran silenciosas.

      Una chica llamada Tonisha estaba repartiendo tarros de cristal con espumosa cerveza tostada sacada de un barril cercano. Seguramente sería una cerveza IPA artesanal, porque los Amarillos no bebían nada que fuera barato, pero dije que no cuando nos ofrecieron, y Wink también. Se levantó un viento inesperado y las hojas crujieron en los árboles, silbaron todas a la vez de esa manera que siempre me eriza la piel.

      Los dedos de Wink me apretaron con fuerza de nuevo. Bajé la mirada hacia ella.

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