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      Levanté la vista y, de repente, ahí estaba ella, junto a los escalones de la entrada con una camisita verde de botones y un holgado peto marrón, con enormes botones en forma de fresa en los tirantes. Era ropa de niña, no de una chica de diecisiete años. El peto estaba sucio y era demasiado grande para su pequeño cuerpo.

      Wink era una de «los famosos chicos Bell». Siempre aparecía alguno más y era difícil saber cuántos eran realmente.

      Pero ahora yo vivía a su lado, de modo que era probable que lograra averiguarlo. Ese podría ser mi segundo objetivo del verano:

      1. Olvidarme de Poppy. Para siempre.

      2. Averiguar cuántos eran los Bell.

      En el colegio, todos llamaban a Wink Bell Salvaje Bell a sus espaldas, por su cabello desgreñado y su ropa más bien sucia.

      Salvaje era una palabra un poco fuerte para una niña, por lo cual, ahora que lo pienso, me da la impresión de que algún maestro amargado fue el primero en ponerle ese apodo. Algunos todavía la llamaban así a veces, pero no parecía que ella reparara en ello, y menos aún que le importara.

      Todos los chicos Bell tenían nombres raros, como Alabama y yo, y siempre me había sentido atraído por ellos, al menos por ese motivo.

      Cambié de brazo la caja de libros y la observé. Su pelo rojo se rizaba en largos y apretados bucles que caían sobre sus hombros delgados, y tenía pecas en la nariz, en las mejillas y prácticamente por todas partes. Sus ojos eran grandes, verdes… e inocentes. Ya nadie tenía esa mirada. Al menos nadie de mi edad. Nuestros ojos crecieron y dejaron de creer en lo mágico, y empezaron a preocuparse por el sexo. Pero los de Salvaje… todavía tenían un brillo lejano y desconcertado, como perdidos en un bosque encantado.

      —Te pareces a alguien —dijo.

      Dejé la caja de libros en el suelo del porche y Wink debió de tomarlo como una invitación, porque subió de inmediato los peldaños y se quedó de pie frente a mí. Su cabeza apenas me llegaba al hombro.

      —Te pareces a alguien —repitió.

      En la escuela, todos pensaban que era rara. Más que rara. Si una persona era un poco extraña, era fácil burlarse de ella. Tal vez sabía demasiadas citas de La guerra de las galaxias, o hablaba consigo misma, o vivía en una cabaña en las montañas, u olía a sótano, o hacía trucos de magia en la escuela cada vez que podía porque quería ser mago. De esta clase de gente era fácil burlarse, reírse de ella, hacerla llorar. Pero a Wink no. Hacía años que los matones se habían dado por vencidos con Wink y sus hermanos. Era imposible ridiculizar a los Bell: jamás sentían vergüenza o miedo. A la larga, los matones se aburrían y elegían una presa más fácil.

      Wink tenía un hermano mayor llamado Leaf, que se graduó el año pasado. Pero cuando estaba en la escuela, a todos, absolutamente todos, les daba miedo. Tenía ojos verdes y tranquilos y pelo rojo oscuro, tan lacio como rizado era el de Wink. Era alto y esbelto, y uno nunca habría pensado que sería capaz de darle una paliza a nadie. Pero lo hacía, y constantemente. Tenía un temperamento que nadie, ni siquiera los profesores, subestimaba.

      Todos decían que los Bell eran brujos y chicos raros. Y la gente los dejaba tranquilos, y a ellos parecía gustarles que así fuera, la mayor parte del tiempo.

      Entonces, ¿qué hacía Wink ahora en mi porche, observándome con cara de que no pensaba irse?

      Hundió la mano en uno de los bolsillos del peto. Era tan profundo que todo el brazo desapareció en su interior. Cuando sacó la mano, sostenía un librito. Era viejo y las hojas estaban medio sueltas. Pasó las páginas, encontró lo que buscaba y me lo mostró. Lo mantenía abierto en una ilustración de un chico que llevaba una espada. Se encontraba en una colina, frente a un castillo de piedra oscura, con un fondo de montañas sombrías. Parecía que estaba esperando…, esperando a que apareciera algo y lo matara.

      —Ese es Ladrón —dijo Wink señalando al chico con uno de sus pecosos deditos—. Pelea y mata a la Cosa de las Profundidades con la espada que le dejó su padre. —Tamborileó con el dedo sobre la página—. ¿Ves el pelo castaño y rizado? ¿Y los ojos azules y tristes? Te pareces a él.

      Eché otro vistazo a la ilustración y después volví a mirar a Wink.

      —Gracias —dije, aunque no estaba seguro de que fuera un elogio.

      Asintió con cierta seriedad y volvió a guardar el libro en su profundo bolsillo.

      —¿Has leído La Cosa de las Profundidades?

      Negué con la cabeza.

      —Se lo he leído un montón de veces a los Huérfanos. Así es como llamo a mis hermanos, por ser tantos y porque nos quedamos sin padre. Sí que tenemos madre, así que no son realmente huérfanos, pero ella se pasa la vida echando las cartas y leyéndole las hojas de té a la gente y casi siempre estamos solos.

      Hizo una pausa.

      —Así que seguramente verás muchos coches desconocidos aparcados delante de nuestra casa. Un coche desconocido significa que hay alguien en casa y ella le está leyendo las cartas.

      Hizo otra pausa. No tenía prisa.

      —Mim me leyó las hojas de té y dijo que tú y yo íbamos a tener algo juntos. Me preguntaba si nuestra historia sería como La Cosa de las Profundidades, porque te pareces al Ladrón.

      Tomó una gran bocanada de aire, exhaló, metió las manos en los bolsillos y dejó de hablar. Una suave brisa pasó y levantó su abundante cabello de los hombros. Después del largo discurso, pareció satisfecha de que nos quedáramos en silencio.

      Aún no sabía cómo hablar con Wink. Eso llegaría mucho más adelante, pero ya me resultaba relajante. Transcurrían los segundos y yo escuchaba el hilo de agua del arroyo que bajaba hacia el huerto de manzanos y los crujidos que emitía mi padre dentro de la casa mientras deshacía cajas. Sentí que se me aflojaban los hombros y mi postura se suavizaba. Estar con Wink era, de algún modo, como estar solo, pero sin sentirse solo, ¿sabéis a qué me refiero?

      Y, finalmente, descubrí que la razón por la que me sentía tan tranquilo era que ella no estaba analizándome. No trataba de averiguar si yo era sexy, atractivo, gracioso o popular. Simplemente se quedaba frente a mí y me dejaba seguir siendo quienquiera que fuera. Y nadie había actuado de esa forma conmigo hasta entonces, excepto quizá mis padres y Alabama.

      —¿Y qué ocurre en el libro? —pregunté después de unos minutos de brisa y pelo ensortijado, de peto, de no juzgar y de un silencio suave y pacífico—. ¿Qué le pasa al Ladrón?

      —Hay un monstruo con forma de mujer hermosa que mata gente: niños, mayores, a todos. Intenta matar a la chica a la que quiere el Ladrón. Él lucha con el monstruo y lo mata, porque es el Héroe. Hay una gran victoria y un descenso a la oscuridad. Hay pistas y acertijos que resolver, y pruebas de fuerza e ingenio. Hay redención, consecuencias y por siempre jamás.

      Yo también he leído muchos libros. Muchos más de lo que creen todos, excepto mi padre. Leía mucho, especialmente durante el último año. Mis días transcurrían arrastrándome de una clase a la otra, alejando a todos mis amigos con mis malditos cambios de humor, con mis constantes e interminables Poppy esto y Poppy aquello, y mi amor, mi amor, siempre mi amor por esa chica de pelo rubio que a veces me cogía de la mano entre las clases y a veces me besaba en los labios cuando nadie nos miraba, pero generalmente me ignoraba, se iba y yo seguía diciendo su nombre mientras ella ni siquiera se daba la vuelta.

      Pero mis noches, aquellas en las que Poppy no golpeaba mi ventana, las pasaba con mis libros. Leía muchos libros de ciencia ficción y muchos más de fantasía de lo que probablemente sea bueno para una persona. Leí clásicos como Dickens, Rebelión en la granja y Donde crece el helecho rojo. Incluso leí algunas novelas históricas de aventuras, algunas

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