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odiosa y chillona, y ya había intentado provocar a Leaf en otras ocasiones. Lo había llamado de todo —pobre, pelirrojo, flacucho, sucio, enfermo— y él se había limitado a reírse. Pero el día en que llamó a Fleet Park, un niño de doce años, «chino maricón», Fleet se echó a llorar y Leaf explotó. Le pegó a DeeDee hasta dejarla en coma allí mismo, en las escaleras del instituto. Le golpeó la cabeza contra el cemento mientras la mantenía inmovilizada con las rodillas sobre el pecho, y las tetas de DeeDee se sacudían y el pelo rojo de Leaf volaba alrededor de sus desgarbados hombros, con las montañas nevadas de fondo.

      Ese día, mi corazón triplicó su tamaño.

      Después de que Leaf le destrozara la cabeza, DeeDee no volvió a ser la misma. En la clase de ciencia de la mujer moderna, leí acerca de las lobotomías, y era así como había quedado ella: indiferente, apática, inútil.

      Leaf no tuvo problemas por esa pelea, nunca se metía en problemas, igual que yo. Además, todo el mundo estaba harto de DeeDee, incluso los profesores, especialmente los profesores. Era tan malvada con ellos como con el resto.

      También había maldad dentro de mí, una vena cruel. No sabía de dónde venía y no quería tenerla, de la misma forma que no querría tener los pies grandes, ni pelo castaño apagado ni nariz de cerdito.

      Pero, joder, si hubiera nacido con nariz de cerdito, lo aceptaría, como acepto lo cruel y lo malvado.

      Leaf fue el primero en identificarme por lo que era. Yo era preciosa, ya de niña. Parecía un ángel: labios de querubín, mejillas sonrosadas, huesos elegantes y una aureola de cabello rubio. Todos me querían y yo me quería a mí misma, siempre me salía con la mía y hacía lo que me daba la gana, y, aun así, la gente se sentía afortunada de conocerme.

      Nadie se considera superficial, podéis preguntarles a vuestros conocidos, todos lo negarán. Pero yo soy la prueba viviente de eso: siempre me salgo con la mía porque soy guapa.

      Sin embargo, Leaf vio más allá de la belleza: la traspasó.

      Yo tenía catorce años cuando Leaf Bell le partió la cabeza a DeeDee en las escaleras del instituto, y quince cuando lo seguí hasta su casa e intenté besarlo en el granero. Se rió en mi cara y me dijo que era fea por dentro, y me dejó sola ahí, sentada sobre el heno.

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      Todas las historias necesitan un Villano.

      El Villano es tan importante como el Héroe. Tal vez más importante. He leído muchos libros: algunos en voz alta a los Huérfanos y otros a solas. Todos tenían un Villano: la Bruja Blanca, la Bruja Malvada, el Caballero del Pelo como el Vilano del Cardo, Bill Sykes, Sauron, Mr. Hyde, la Sra. Danvers, Iago, Grendel…

      No necesitaba que Mim me leyera las hojas de té para saber quién era el Villano de mi historia. En este caso era mujer y tenía el cabello rubio y el corazón del Héroe en las manos. Tenía dientes, garras y un pico de oro, como el diablo embaucador de una novela de T. S. Joyce.

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      Tengo un hermano mayor. Un hermanastro. Se llama Alabama (se explicará más adelante) y vive con nuestra madre en Lourmarin, Francia. Mis padres no están divorciados, simplemente no viven juntos. Mi madre escribe novelas históricas de misterio y hace dos años, en medio de una tormenta de nieve, decidió que continuaría escribiendo novelas históricas de misterio, pero en Francia. Mi padre suspiró, se encogió de hombros y ella se marchó. Y Alabama se marchó con ella. De todas maneras, él siempre había sido su preferido, probablemente porque su padre fue el gran amor de mi madre. El padre de Alabama era muscogui y choctaw. Regresó de inmediato a Alabama (el estado, no el hermano) antes de que naciera mi hermano. Entonces apareció mi padre, con su gran corazón y su debilidad por las criaturas necesitadas. Se casó con mi madre embarazada, y el resto es historia.

      Esto es, hasta que el invierno pasado ella se hizo bohemia y se marchó con mi hermano a un país de uvas y quesos. Entonces mi padre vendió la aburrida y espaciosa casa de tres dormitorios y tres baños en la que yo me había criado y nos mudamos al campo, a una vieja y ruinosa casa de cinco dormitorios, un baño y suelos que crujen.

      Dos hectáreas, un huerto de manzanos y un arroyo claro y burbujeante. Justo cuando llegaba el verano.

      Y no me importó. En absoluto.

      La casa estaba a tres kilómetros del pueblo, a tres kilómetros de Puente Roto, con sus mansiones victorianas, sus calles adoquinadas, sus caros restaurantes gourmet y sus hordas de esquiadores en invierno.

      Y estaba a tres hermosos y benditos kilómetros de Poppy.

      No más golpecitos en la ventana en medio de la noche de la chica que vivía a tres casas de la mía. No más Poppy riéndose mientras trepaba hasta el alféizar de la ventana y se metía en mi cama. No más dudas sobre de quién era la colonia a la que olía la pechera de su camisa.

      Se había acabado comportarme como un idiota. Y esta vieja casa, enclavada entre manzanos y pinos en un rincón sombrío y olvidado de las montañas…, era el primer paso hacia mi libertad.

      Mi libertad de Poppy.

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      Yo se la habría entregado a Leaf en cuanto me la hubiese pedido, pero jamás lo hizo, así que decidí dársela a Midnight.

      Midnight, con sus grandes ojos entornados y el corazón saltándole del pecho, los suspiros, la suavidad, los besos. Lo odié por eso, lo odié de verdad.

      Lo odié, lo odié, lo odié.

      Mis padres creían que yo aún era virgen. Nunca hablaban de sexo en mi presencia, se negaban a aceptar que había crecido, porque querían que fuera su estúpido angelito para siempre. Y eso me ponía furiosa, furiosa, furiosa por dentro, todo el tiempo, todo el tiempo. Usaba las faldas más cortas que encontraba y los tops más escotados. Ay, cómo se retorcían buscando en mí alguna parte que no fuera sexual donde posar sus ojos, para poder mantener la imagen que siempre habían tenido de mí.

      Mis padres seguían regalándome muñecas que eran iguales que yo: rubias, de ojos grandes y labios rojos y carnosos. Y cada vez que veía una nueva caja sobre la mesa de la cocina, envuelta en papel rosa y con mi nombre, sabía que esa misma noche me encontraría golpeando la ventana de Midnight para que me dejara entrar y así demostrarme a mí misma lo antiangelical que era.

      La mayoría de la gente lleva vidas de silenciosa desesperación. Leaf decía eso a menudo. Es la cita de un hippie de esos que abrazan los árboles, que llevó una vida aburrida en el bosque hace mil años, y es probable que Leaf creyera que me abriría los ojos, que me volvería más sabia y me conectaría con mi ser más profundo, pero lo único que logró fue que me dieran ganas de arrancarme toda la ropa y correr gritando por el pueblo.

      Si iba a llevar una vida de desesperación, no sería silenciosa sino escandalosa.

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      Observé al Héroe mientras descargaba cajas en la vieja casa de Lucy Rish. Me coloqué junto a un manzano y estuve allí bastante rato, hasta que me vio. Se me daba bien pasar desapercibida cuando no quería que me vieran. Había aprendido a ser silenciosa e invisible leyendo Sigilos y sombras.

      No les había mostrado a mis hermanos Sigilos y sombras. No quería que aprendieran a esconderse a plena luz del día.

      No todavía.

      Esperaba que al Héroe le gustara su nueva casa. A Lucy no le había gustado. Había sido una anciana malvada y supersticiosa, que nos llamaba brujas y aferraba su rosario cada vez que nos veía. Y tiraba manzanas a los Huérfanos si jugaban

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