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y a todas las chicas les gustaba. Pero yo era el hermano lector, al que le gustaba nadar en los ríos, caminar bajo la lluvia y sentarse bajo las estrellas, pero jamás practicar deportes organizados. Y no me parecía mal.

      Wink y yo seguíamos observándonos. Ella era quien tiraba de la conversación, y dejé que llevara la voz cantante. Se volvió y miró los libros que yo traía, entonces pude observar un grupo de pecas de aspecto suave en la parte interna de los brazos, y lo pequeña que era su nariz, como la de una muñeca, y las pestañas cortitas y gruesas, de color rojo pálido, y el mentón puntiagudo.

      En un momento, mi padre pasó junto a nosotros, alto, de espeso pelo castaño, gafas con montura metálica, con caminar suave y tranquilo. Le gustaba correr cuando no estaba leyendo o vendiendo libros raros a personas de sitios lejanos, y el hecho de que corriera hacía que se moviera como un gato. Buscó una lámpara en la furgoneta, volvió con zancadas largas y silenciosas, sonrió y entró en casa con la lámpara, permitiendo que continuáramos con nuestro silencio.

      —–Midnight.

      Una voz de mujer rasgó la ligera quietud. Moví la cabeza bruscamente hacia el origen del sonido.

      Poppy.

      Se encontraba justo en el límite del bosque, al otro lado de la carretera, en el borde de la laberíntica granja Bell.

      Supongo que, después de todo, tres kilómetros no era suficientemente lejos.

      Maldición.

      Pasó junto al granero de los Bell, las cuatro construcciones anexas y la vieja casa de techo rojo y caído y altas ventanas con postigos negros. Cruzó la carretera, que no era más que grava y maleza, zigzagueó entre nuestros cuatro manzanos verdes y brillantes, subió los escalones de madera del porche y se detuvo delante de Wink, como si esta no estuviera allí. Llevaba un vestido blanco y liviano, que le envolvía el cuerpo de una manera que susurraba: «Esto me costó muy caro». Poppy era la malcriada hija única de dos médicos muy ocupados, que habían amasado una fortuna gracias al snowboard y sus celebridades con instinto suicida que asaltaban Puente Roto todos los inviernos. Su casa era una de las más grandes de la zona, incluyendo la infinidad de residencias de vacaciones de estrellas de cine y músicos de edad avanzada.

      Se pasó la mano por el cabello y me sonrió.

      —¿Sabes cuánto he tardado en llegar hasta aquí caminando? No puedo creer que me haya tomado la molestia de venir.

      No la miré. Observé cómo Wink bajaba los escalones y regresaba a su granja al otro lado del camino sin pronunciar una sola palabra, silenciosa como una siesta bajo el sol.

      —Mis padres no van a comprarme otro coche hasta que me gradúe. —Poppy apretó sus labios perfectos haciendo un puchero, ajena a la partida de Wink, como si esta fuera un fantasma—. Solo por haberme llevado el Lexus nuevo sin pedir permiso y haberlo destrozado junto al puente. Mierda. Deberían haberlo imaginado.

      La ignoré. Desvié la mirada hacia la granja Bell, atraído por un destello verde, marrón y rojo que trepaba por una escalera adosada al enorme granero, a la derecha de la casa blanca y destartalada.

      Wink desapareció en la abertura oscura y cuadrada del granero.

      Conocía a Wink de toda la vida, pero, en la práctica, era como si acabase de conocerla.

      Poppy me chasqueó los dedos en la cara y mis ojos regresaron de inmediato a ella. Estaba enfadada y guapa como siempre, pero, por una vez, no reparé en ello. Me pregunté qué haría Wink en lo alto de aquel granero, tal vez les leería una vez más La Cosa de las Profundidades a los Huérfanos.

      Me pregunté cómo sería vivir al lado de una chica como esa después de haber vivido al lado de una como Poppy.

      De pronto deseé con todo mi maldito corazón haber vivido siempre en aquella vieja casa, enfrente de Wink y los Huérfanos.

      —Midnight, Midnight, Midnight…

      Poppy repitió mi nombre una y otra vez con esa voz dulce y tonta que antes me había encendido y ahora me dejaba frío.

      Me arranqué del sentimiento de paz y ensueño que Wink había creado y me concentré finalmente en la chica que tenía frente a mí.

      —Vete a casa, Poppy.

      Poppy pestañeó abriendo y cerrando sus grises ojos muy lentamente. Jugó con los caros bolsillos de su caro vestido y me sonrió con esa sonrisa triste y serena que, con muy poco esfuerzo, lograba parecer sincera.

      —Midnight, lo nuestro no se ha acabado. No habremos acabado hasta que yo lo diga.

      Ni siquiera pude mirarla. La sensación de paz de Wink ya había desaparecido, por completo. Lo único que sentía era rabia. Y melancolía.

      Poppy extendió la mano y la puso en mi mejilla. Sus ojos se clavaron en mi piel y tiraron de mi rostro hacia abajo, hacia el de ella, como un pez en el anzuelo.

      Me resistí, pero no con la fuerza que pretendía.

      Poppy estaba acostumbrada a conseguir lo que quería. Así eran las cosas con ella.

      Estaba acostumbrada a ganar. Siempre.

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      En la escuela, Leaf no hablaba, no se juntaba con chicos estúpidos ni hablaba de cosas de chicos; en realidad, ninguno de los Bell hablaba, y esa era una de las cosas por las cuales resultaban tan raros. Leaf era misterioso, tranquilo y callado, y siempre parecía estar desconcertado o enfadado. Y cuando no parecía desconcertado o enfadado, parecía inexpresivo, distante y abstraído, como si no estuviera viendo nada de lo que lo rodeaba.

      Bridget Rise era de las que se hacían pis encima. A su hermano mayor le había pasado lo mismo. Supongo que era algo de familia, el gen de hacerse pis encima, como tener mala vista o la piel seca o el pelo lacio, algo que la evolución debería haber eliminado, al estilo Darwin. La última vez que Bridget se hizo pis encima fue en un recreo de tercer curso. Unos chicos le dijeron que era asquerosa y comenzaron a tirarle puñados de tierra que se le metió entre el pelo y en la blusa.

      Puede que yo también le tirase tierra y puede que les diese la idea a los otros chicos. Bridget lloraba y sollozaba y luego, inesperadamente, apareció Leaf. Tenía once o doce años, pero ya entonces tenía aquel carácter.

      Levantó a Bridget, con los pantalones empapados, la tierra y todo, y la ayudó a entrar en la escuela.

      Después, volvió a salir y nos dio una paliza a cada uno de nosotros, a todos los que teníamos las manos sucias, literalmente, yo incluida. Me aplastó la cara contra el suelo, en el mismo barro que había estado tirando, y me advirtió que si me burlaba otra vez de Bridget me rompería la nariz.

      Hablaba en serio, todos sabíamos que hablaba en serio. Y cuando, dos semanas después, me olvidé y durante el almuerzo la llamé Bridget la meona, Leaf me esperó al salir de clase: una mano y un golpe le bastaron. Los ojos se me pusieron bizcos mientras su puño me golpeaba la cara: chasquido, crujido, sangre, grito.

      La nariz me quedó torcida. Ni siquiera mis padres médicos pudieron arreglarla, al menos no perfectamente. Midnight decía que esa pequeñísima imperfección me hacía todavía más hermosa, pero él leía poesía y su mente era débil, como su corazón. Hace muchos años que dejé de prestarle atención.

      No permití que la risa de Leaf me disuadiera ese día en el granero. Estaba confundida, porque nunca había perdido a nada, pero estaba entusiasmada con el desafío y, por una vez, quería intentar hacer algo. De verdad. Así es como me sentí, al principio.

      El día que cumplí dieciséis, fui a verlo entre dos clases. Me apoyé en su taquilla gris y arqueé la espalda. Llevaba la falda más corta que tenía, la que hacía que mis piernas parecieran de tres metros de largo, la que había hecho babear a Briggs, literalmente, en la fiesta de Zoe la noche anterior; tuvo que secarse la cara con la mano. Había dejado mi sujetador sobre la

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