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y rizado.

      Alta y delgada.

      Baja y pequeña.

      Conocía el cuerpo de una de ellas, cada pliegue, cada centímetro, cada dedo, cada curva.

      La otra tenía la mano entre la mía y nos tocábamos por primera vez.

      Ambas eran un misterio.

      —¿Wink?

      Alzó la mirada hacia mí.

      —Creo que me gustará tener a los Bell de nuevos vecinos —le dije.

      Asintió, con el rostro muy serio.

      —Seremos buenos para ti —afirmó.

      Sonreí ante su comentario.

      —Tus hermanos hacen muchas preguntas.

      Asintió nuevamente.

      —Hacen eso con las personas que les gustan.

      Hablábamos en afirmaciones breves y rápidas, y no tenía nada que ver con lo anterior, delante de mi casa, cuando Wink no dejaba de hablar dulcemente de La Cosa de las Profundidades o permanecía tranquila y silenciosa, mientras la brisa le agitaba el pelo. Supuse que odiaba estar allí, en la fiesta de Poppy. En mi caso, no cabía ninguna duda. Realmente, ¿qué tenía de divertido estar allí en la oscuridad, susurrando y bebiendo cerveza?

      Tal vez había cometido un error al no haber dado la vuelta para regresar corriendo por el camino. Pero, maldición, no quería que Wink pensara que era un cobarde. Había sido un cobarde durante mucho tiempo.

      —¡Esta casa es mala! —exclamó Wink de pronto, alzando la mirada muy arriba, hacia el techo inclinado—. La casa Romano Fortuna no es una casa con suerte. Nunca lo ha sido.

      Quedaba a un kilómetro y medio del pueblo y a un kilómetro y medio de la granja Bell, justo en el medio. Había permanecido vacía durante años, y las casas se vienen abajo muy rápidamente cuando nadie se ocupa de ellas. Los arbustos eran enormes y la hierba de delante estaba cubierta de piñas. El camino de grava que conducía a la casa desde el pueblo no era más que una extensión de agujas de pino marrones y brotes que luchaban por crecer en la penumbra.

      Alcé también la mirada y observé la casa. Grande, gris y en ruinas. Los ventanales miradores del frente estaban rotos y se podía ver la sombra del deteriorado piano de cola que yo sabía que había en el interior. Todos habíamos explorado la casa Fortuna de niños. Nos desafiábamos entre nosotros a entrar y poner los dedos en las agrietadas teclas de marfil, subir por la tambaleante y crujiente escalera y echarnos sobre la manta polvorienta y mordida por las ratas que aún cubría la cama del dormitorio principal.

      Me sorprendió que Poppy quisiera hacer una fiesta allí. La valiente Poppy, que no le tenía miedo a nada… excepto a la Romano Fortuna. Ni siquiera los Amarillos sabían cuánto odiaba ese lugar. Solo yo. Había estado con ella el verano anterior, a su lado, mientras subía los escalones del porche y luego se negaba a cruzar la puerta, como un perro que capta un mal olor. Se echó a reír y dijo que las casas embrujadas eran una estupidez. Pero sus pies de uñas perfectamente pintadas, dentro de sandalias caras y delicadas, no traspasaron el ruinoso umbral.

      La desaparición de Romano Fortuna fue uno de los mayores misterios del pueblo. Era joven y soltero, médico del hospital donde ahora trabajaban los padres de Poppy. Y cuando compró una magnífica mansión en las afueras del pueblo, en medio del bosque, y la llenó de magníficos objetos, la gente pensó que se casaría con una hermosa joven y vivirían felices por siempre jamás. Pero no fue así. Vivió en la casa durante dos años y nunca hizo una fiesta ni invitó a nadie a cenar. Y luego, una mañana, no fue a trabajar. Pasaron los días. Cuando finalmente la policía derribó la puerta, encontraron el interior congelado en el tiempo, como si Romano acabara de salir a tomar un poco el aire. Había una cafetera en la mesa, helada, y un plato con un sándwich mohoso a medio comer. La leche se había echado a perder en la nevera. La radio todavía estaba encendida, emitiendo viejos y tristes blues del Delta…, o por lo menos esos fueron los rumores.

      —Si te contara lo que le ocurrió a Romano, no me creerías —dijo Wink de pronto, como si pudiera leerme la mente.

      Se encogió de hombros, y estos desaparecieron debajo de su pelo rojo y revuelto.

      Mordí el anzuelo.

      —Sí, Wink, te creería.

      Negó con la cabeza, sonriente.

      —Déjame adivinar. Los fantasmas hicieron que Romano Fortuna huyera gritando en medio de la noche. Ahora se encuentra en un manicomio y está loco de atar.

      Volvió a negar con la cabeza.

      —La casa está embrujada, pero esa no es la razón de que Romano se fuera. A veces, la gente simplemente se va, Midnight. Se dan cuenta de que están en el camino equivocado o en la historia equivocada, y se marchan en medio de la noche y no regresan.

      Ese era el momento. Ahí tenía mi oportunidad de decir que yo sabía mucho de personas que se marchaban, que mi madre cogió a mi hermano y se fue, no en medio de la noche, pero se fue igualmente.

      El momento estaba pasando de largo y yo lo dejaba escapar…

      Wink me lanzó una mirada penetrante, como si supiera qué estaba pensando.

      —Una vez, Mim le leyó las cartas a una mujer muy muy mayor que había vivido en París. Le contó a mi madre que aún tenía un apartamento en la margen derecha del Sena, con sus muebles, su ropa y todo. No había regresado desde la segunda guerra mundial. Dijo que un día decidió que ya no quería saber nada más de París ni de la guerra y no volvió nunca.

      —¿Eso es cierto, Wink?

      —Por supuesto. Todas las historias extrañas lo son.

      Y, de repente, los dos dejamos de hablar. Nos quedamos uno al lado del otro sin decir una palabra.

      Estaba regresando esa sensación que había tenido antes, esa sensación de paz y tranquilidad…

      Risas.

      Levanté la vista.

      Los Amarillos estaban observándonos. También Poppy. Ella dijo algo y ellos se rieron otra vez. Y luego ella lo repitió. Más fuerte.

      —Apuesto a que Salvaje lleva ropa interior de niña. Estoy segura de que todavía lleva braguitas blancas de algodón con lunares o mariposas. ¿Qué decís, Amarillos? ¿Deberíamos averiguarlo?

      —¡Cállate, Poppy! —exclamé, intentado sonar tranquilo y seguro, como Alabama.

      Pero debí de hacerlo mal porque Poppy me devolvió una larga y lenta sonrisa de suficiencia.

      Miré a Wink y su rostro estaba sereno.

      —Sujetadlos —dijo Poppy.

      Y los Amarillos ya estaban encima de nosotros. Los chicos me sujetaron de los brazos y me inmovilizaron. Buttercup y Zoe fueron a por Wink y ella no se movió, ni siquiera se inmutó. Se quedó donde estaba, con aspecto tranquilo. Casi como si hubiera estado esperando desde el principio que eso sucediera y estuviera contenta de que terminara de una vez.

      Los que no eran Amarillos se reunieron a nuestro alrededor y nos observaron, esperando para ver qué haría Poppy a continuación. Tonisha, Guillermo, Finn, Della y Sung. Cabello caro y brillante. Ropa cara y brillante. Rostros caros y brillantes.

      —No lo hagas, Poppy —dije—. Por favor. —Esta vez, ni siquiera intenté sonar como mi hermano.

      Pero extendió los brazos y aferró el borde del vestido verde de Wink y lo levantó de un tirón.

      Wink y sus piernas blancas y delgadas, calcetines rojos hasta las huesudas rodillas.

      Ropa interior blanca, con pequeños unicornios.

      Como Poppy había predicho.

      Poppy extendió el brazo.

      —¡¿Veis?! —exclamó.

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