Скачать книгу

mil y una enfermedades que padecía.

      En aquellos momentos decía sentir una gran bola en el vientre, tan fría que la helaba; al mismo tiempo se quejaba de dolor de cabeza. Para ponerme en antecedentes de la dolencia empleó cerca de media hora, con una prolijidad tan fatigosa que a cualquiera desesperaría. Pero yo me hallaba en tan buena disposición de espíritu, que la escuchaba sin disgusto. La hermana San Sulpicio me miraba en tanto con ojos de compasión: parecían decirme: «¡Pobre señor! Conste que yo no tengo la culpa». De vez en cuando fijaba los míos en ella, y también procuraba decirle tácitamente: «No me compadezca usted; me encuentro muy bien. La molestia de los oídos se compensa muy bien con el placer de los ojos».

      Cuando la madre hubo concluido su relación, o al menos cuando creí que la había concluido, tomé la palabra y, recordando medianamente las lecciones de mi profesor Tejeiro, comencé a soltar por la boca una granizada de términos técnicos, que yo mismo quedé asombrado. A la paciente debió de hacerle un gran bien, a juzgar por la expresión feliz con que me escuchaba, tanto que estuve ya por no recetar y darla por curada; pero en cuanto terminé comenzaron las preguntas:

      —Diga usted, señor, ¿y esta bola fría cree usted que algún día la arrojaré?

      —Esa bola no es más que una sensación: no tiene realidad; es un fenómeno nervioso. Porque los nervios, que son los que transmiten nuestras sensaciones al cerebro, a veces nos engañan, son falsos corresponsales... Verá usted; nosotros tenemos un centro nervioso en el cerebro, de donde parten...

      Y me enfrasqué en una descripción anatómica, procurando ponerla al alcance de las inteligencias femeniles a quienes iba dirigida. Después me preguntó si tenía algo que ver con el corazón, y le expliqué largamente lo que era esta víscera y sus relaciones con las otras de nuestro cuerpo. Luego tocó el punto del estómago, y no con menor erudición expuse mis conocimientos acerca de este importante órgano, que denominé, muy ingeniosamente, «el laboratorio químico de la vida».

      La madre estaba encantada, escuchándome con verdadero arrobamiento. El médico del convento era un buen señor, pero no debía de saber gran cosa, porque apenas les decía nada de sus enfermedades ni se producía tan bien. Según me dijo el patrón más tarde, opinaba que yo era un verdadero sabio y se alegraba en el alma de haber tropezado conmigo, porque tenía muchas esperanzas de curarse con mis recetas. ¡Pobre señora!

      Héteme aquí, pues, en relación amigable, y bastante íntima, con aquellas monjas, gozando bien gratuitamente de opinión de médico sapientísimo. No me pesaba de ello, por más que desde entonces saliese a cuatro o cinco consultas por día. Pero era mucho lo que me placía la vista de la hermana San Sulpicio, y mucho lo que me hacía gozar su carácter resuelto, desenfadado, tan poco monjil que verdaderamente en ocasiones asombraba. Por la tarde de aquel mismo día las acompañé mientras paseaban el agua por la galería, y charlamos animadamente con la mayor confianza, lo mismo que si nos conociésemos desde larga fecha. Tal milagro en cualquier otro punto del globo, es cosa corriente en Andalucía, donde el trato y la confianza son cosas simultáneas. No dejaba de sorprenderme que la hermana San Sulpicio me hablase ya en tono festivo y me dijese algunas bromitas delicadas, porque en mi Galicia las mujeres son más reservadas: sobre todo si visten el hábito religioso, por milagro se autorizan el departir con un joven. Pero como me agradaba, dejábame llevar por la corriente, aceptaba las bromas, y las devolvía, procurando, por supuesto, que no traspasasen los límites en que debían mantenerse tratándose de una religiosa, y hacía todo lo posible por mostrarme ingenioso y bien educado, a fin de inspirar cada vez mayor confianza.

      Al día siguiente hice que me despertasen muy temprano, y fui a misa de alba. La madre tenía tan buena idea de mí, que no le sorprendió nada encontrarme en la iglesia; pero la hermana San Sulpicio me dirigió una mirada de curiosidad que me puso colorado. La verdad es que nunca he sido muy devoto, y debo confesar ingenuamente que en aquella ocasión me llevó a la iglesia, más que el deseo de asistir al santo sacrificio, la esperanza de ver a la graciosa hermana. Sin embargo, es bien que se sepa al propio tiempo que no soy ateo ni participo de las ideas materialistas del siglo en que vivimos, las cuales he combatido en verso varias veces. Soy idealista, y protesto con todas mis fuerzas contra el grosero naturalismo. Además, a un poeta lírico no le sienta mal nunca un poco de religión.

      Al salir de la iglesia vino hacia mí la madre, me hizo la consulta matinal, y no tuve más remedio que acompañarlas a beber el agua, subiendo con ellas a la misma calesa. En los días que siguieron nuestra confianza y amistad crecieron extremadamente. Era su acompañante obligado en los paseos, y también en casa departíamos a menudo, ora en el cuarto de la superiora, ya sentados algún ratito en el patio. Observaba que la gente, al pasearnos en la galería o en el parque, nos miraba con curiosidad. Sobre todo a las jóvenes les llamaba mucho la atención que acompañase a unas monjas, y me dirigían miradas maliciosas y sonrisas, por donde vine a comprender que sospechaban la admiración que las virtudes y los ojos de la hermana San Sulpicio me inspiraban.

      Pertenecía ésta, lo mismo que las otras, a una congregación denominada el Corazón de María, que estaba destinada a la enseñanza de niñas y habitaba un convento de Sevilla. Esta congregación era francesa y tenía varios colegios, lo mismo en España que en Francia. El superior de todos ellos era un clérigo viejecito que constantemente los estaba recorriendo para inspeccionarlos. Los votos que hacían duraban cuatro años, al cabo de los cuales se renovaban. A la tercera vez era necesario hacerlos perpetuos o salir de la congregación. Lo mismo la hermana San Sulpicio que su prima, la hermana María de la Luz, se habían educado desde muy niñas en aquel convento, del cual no habían salido más que para ejercer su ministerio en dos o tres puntos de España.

      Cada momento me seducía más la gracia y el carácter campechano de la primera; y eso que más de una vez se reía, según sospecho, a mi costa. A los dos o tres días de tratarla me preguntó:

      —¿De dónde es usted?

      —De Bollo.

      Me miró con sorpresa.

      —Un pueblecito del partido judicial de Viana del Bollo, en la provincia de Orense—añadí con timidez.

      Por sus ojos pasó entonces un relámpago de alegría y observé que se mordió los labios fuertemente, volviendo al mismo tiempo la cabeza.

      —¿Qué? ¿Le hace a usted gracia el nombre de mi pueblo, verdad?—le pregunté, comprendiendo lo que pasaba en su interior.

      —Pues sí, señor... dispénseme usted... me hace muchísima gracia—repuso, tratando de reprimir en vano las carcajadas que fluían a su boca.—Dispénseme, pero tanto bollo... vamos... es cosa que a cualquiera se le atraganta.

      Después que rió cuanto quiso, me dijo:

      —No creí que era usted gallego.

      —¿Pues?

      —No se le conoce a usted nada.

      —¿Y en qué distingue usted a los gallegos, hermana?

      —Pues en lo que les distingue todo el mundo... Está bien a la vista—replicó con algún embarazo.

      Yo me eché a reír, adivinando que se figuraba que todos los gallegos eran criados o mozos de cuerda. Se puso un poco colorada y dijo:

      —No es por nada malo... no crea usted que yo quiero rebajarlos.

      En los días sucesivos observé que el sentimiento de conmiseración por la desgracia de haber nacido en Galicia no se desvanecía, mostrándome cierta simpatía y benevolencia no exentas de protección. Cuando le hice algunas preguntas acerca de Sevilla, me habló con entusiasmo y orgullo. Se sorprendía de que no hubiese estado allí. Para ella era el paraíso; un lugar de delicias, de donde nadie podía irse sin sentimiento. Apenas salía del convento, y sin embargo, el apartarse de Sevilla considerábalo como un destierro penoso. Dos años había pasado en Vergara, donde la congregación tenía colegio, y en los dos años no había hecho más que suspirar por su patria. Y eso que para la salud le probaba muy bien el país. Pero ¡qué tristeza asomar la frente por las rejas de la ventana y ver aquel cielo siempre encapotado,

Скачать книгу