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por el sueño y sintiendo leves escalofríos en el cuerpo, miré por la ventanilla y vi el pueblecillo de Vilches pintorescamente colgado entre dos montañas no muy lejos de la vía: parece sentado en un columpio cuyos cabos invisibles están amarrados a la cima de aquéllas.

      D. Nemesio se alzó del asiento restregándose los ojos, y apenas lo hizo soltó el chorro de nuevo, haciéndome sabedor de los lances curiosos que le habían pasado en los diferentes viajes que había corrido por aquella línea. En Manzanares le habían dado en cierta ocasión un café detestable; la manteca rancia: otra vez el jefe de la estación de Alcázar no le había querido facturar el equipaje por llegar dos minutos tarde: en otra ocasión, en la fonda de Menjíbar, no les dieron tiempo a almorzar; pero él, que es un gran tunante, se burló del fondista apoderándose de lo que había en la mesa y llevándoselo al coche. Mientras tanto yo envidiaba al catalán que, enteramente cubierto por la manta, no rebullía. Pero como no es posible la felicidad en este mundo, cuando yo estaba pensando en ella, apareció el revisor y le despertó exigiéndole el billete. Se levantó de muy mal humor, por no variar. Llegamos a la estación de Baeza, donde el catalán se bajó del coche. Don Nemesio y yo permanecimos en él. Sonó la campanilla, dio el mozo la voz a los viajeros, se oyó el estrépito de las portezuelas al cerrarse, y nuestro catalán no parecía. D. Nemesio experimentó viva inquietud.

      —¡Caramba, cómo se descuida el señor de Puig!

      Pasó un momento: todos los viajeros estaban ya en sus coches.

      —¡Caramba, caramba, ese hombre va a perder el tren!

      Cuando sonó el pito del jefe y la máquina contestó con un formidable resoplido, D. Nemesio, presa de indescriptible ansiedad, asomó su calva venerable por la ventanilla gritando:

      —¡Puig! ¡Puig!... Mozo, mire usted si en el retrete hay un caballero catalán...

      El mozo se encogió de hombros con indiferencia.

      Arrancó el tren y comenzó majestuosamente a separarse de la estación, y mi compañero de viaje seguía gritando a la ventanilla:

      —¡Puig! ¡Puig!

      Al fin se dejó caer rendido en el asiento, con la consternación pintada en el semblante.

      —¡Válgame Dios! ¡Válgame Dios! ¡Pobre señor!...

      Y principió a hacer comentarios tristísimos acerca de aquel lance desgraciado. No me parecía a mí tan lamentable como a él, pero le seguí el humor, deplorándolo amargamente.

      —¡Pobre señor!... ¡Y mañana tenía que presentarse sin falta al presidente de la Audiencia! Yo no comprendo cómo estos hombres se descuidan... Bien es verdad que si una necesidad apremiante... ¡Vaya por Dios! Y vea usted, vea usted, Sanjurjo, las botas y el sombrero allí sobre la red...

      D. Nemesio miraba con ojos enternecidos aquellas prendas.

      —Se ha quedado el pobre señor con gorra y zapatillas, sin abrigo alguno, sin maleta... Se me ocurre una cosa. En la primera estación dejamos estos efectos al jefe y le telegrafiamos, ¿no le parece a usted?

      Encontré razonable la proposición, y como lo pensamos lo hicimos tan pronto como el tren se detuvo un instante. Cumplido este deber de humanidad, volvimos de nuevo al coche con la satisfacción que se experimenta siempre que se lleva a cabo una acción buena, y principiamos a departir alegremente, escuchando yo con más atención que antes los pormenores biográficos en que se anegaba el propietario de Simancas. La luz matinal, esplendorosa ya, y la perspectiva de llegar pronto nos animaban. Sacó D. Nemesio una maquinita con espíritu de vino y se puso a hacer chocolate, que tomamos con increíble apetito y alegría.

      Pasaron volando cuatro o cinco estaciones más. Llegamos a Andújar.

      —¡Hola, señores! ¿Cómo se va?—dijo una voz, y al mismo tiempo asomó por la ventanilla el rostro cetrino del catalán, esta vez risueño y desencogido, mirándonos con ojos benévolos.

      D. Nemesio y yo quedamos petrificados y nos dirigimos una mirada de angustia sin contestar al saludo.

      —Buen día, ¿eh?... ¿Se ha tomado chocolate, por lo que veo?... Nosotros nos hemos desayunado a la catalana... Vienen ahí unos paisanos, del mismo Reus, ¿sabe? y vinimos de jarana y de broma... Tomamos unas copitas de ojén, y luego una butifarrita.

      Puig se había puesto de un humor excelente con aquel encuentro. Nosotros, cada vez más confusos, le mirábamos con tan extraña fijeza y ansiedad, que por milagro no se fijaba en nuestra rarísima actitud. Abrió la portezuela al fin, y se acomodó alegremente a nuestro lado, mientras a mí me corrían escalofríos por el cuerpo, y D. Nemesio sudaba de angustia. No hacíamos otra cosa que dirigir vivas ojeadas a la rejilla, esperando cuándo el catalán levantara la vista y echaba de menos los bártulos. Al cabo de algunos minutos, no pudiendo sufrir más tiempo tal congoja, decidí acabar de una vez.

      —Señor Puig (mi voz salió un poco ronca. D. Nemesio me miró con terror). Señor Puig... nosotros, con la mejor intención del mundo, le hemos hecho un flaco servicio...

      El catalán me miró con inquietud y me turbé un poco.

      —Nosotros pensamos—dijo D. Nemesio—que usted había perdido el tren en Baeza.

      —Que se había usted quedado en el retrete—añadí yo.

      —Y comprendiendo que su situación debía ser muy fastidiosa—siguió D. Nemesio.

      —Y que le vendría muy bien que su maleta no fuese a dar a Sevilla—dije yo.

      —Se la hemos dejado, con los demás bártulos, al jefe de la estación de Jabalquinto—se apresuró a concluir D. Nemesio, clavando sus ojos saltones y suplicantes en el catalán.

      —¡Pues es verdad, voto a Dios!—exclamó éste levantando los suyos a la rejilla.

      —Dispénsenos usted por favor...

      —Ya comprenderá usted que nuestra intención...

      —¡Qué intención ni que Cristo, ni qué mal rayo que los parta!—profirió Puig llevándose las manos a la cabeza.—¡La han hecho ustedes buena! ¿Y cómo me presento yo en gorra y zapatillas al presidente?

      —¿Quiere usted mi sombrero y mis botas?—le preguntó D. Nemesio.—También le puedo facilitar alguna camisa.

      —Déjeme usted en paz con sus botas y sus camisas... Lo que yo quiero es mi equipaje, ¿sabe?... ¿Qué rayos tenía usted que ver con él, ni por qué se ha metido donde no le llamaban?

      —Oiga usted, señor mío, me parece que no hay razón para faltarme—exclamó D. Nemesio encrespándose.

      —La culpa ha sido de los dos, señor Puig, me apresuré yo a decir.

      Cada vez más furioso, y tirándose de los pelos y revolviéndose en el asiento, Puig comenzó a desahogarse en catalán, lo que fue una gran fortuna, pues no lo entendíamos. Sólo por la entonación y por las furiosas miradas que alguna vez nos dirigía, sabíamos que nos estaba poniendo como trapos.

      En esto íbamos llegando ya a la estación de Arjonilla. Cuando paró el tren, nuestra víctima se apresuró a salir sin despedirse, dio un gran golpe a la portezuela y no volvimos a verle más.

       Índice

      Conozco a la hermana San Sulpicio.

      

L ómnibus saltaba por encima de las piedras sacudiéndonos en todos sentidos, haciéndonos a veces tocar con la cabeza en el techo; yo llegué a besar, en más

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