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en especialista. Poco faltó para que pusiera en las tarjetas Ceferino Sanjurjo, poeta descriptivo. Fui al Ateneo y leí un poema describiendo la siega del trigo, que me valió el ser saludado con los pañuelos por las damas y calurosamente palmoteado por los caballeros.

      En esto ¡quién se acordaba, por supuesto, de la medicina legal y de las otras asignaturas del doctorado! Fui a pasar el verano a Bollo, y convencí a mi buen padre de que yo no había nacido para tomar pulsos, sino para describir en verso todo lo creado, y me facilitó dinero para volver al año siguiente a Madrid. Seguí haciendo la misma vida de antes y cultivando la misma especialidad con que casual y dichosamente había acertado. Mas, por efecto de la vida sedentaria y desarreglada que llevaba, o por ventura porque las descripciones cuando se abusa de ellas van directamente al estómago y se sientan en él, es lo cierto que vine a enfermar de este órgano. Tan mal me puse que me resolví en la primavera a ir a tomar las aguas de Marmolejo.

      Aquí comienza el período de mi vida que he anunciado como interesante. Y en verdad que ya me pesa, pues nada es peor para obtener buen éxito en las narraciones como despertar la curiosidad con promesas halagadoras. En fin, he cometido una torpeza, y es justo que la pague. Si os reís de mí y de mi loca presunción, yo no estaré a vuestro lado, como la noche funesta en que me silbaron en el teatro de Eslava, para oír vuestras carcajadas. ¡Es horrible! Además, fío mucho en las descripciones.

      Arreglados mis bártulos, y después de comer precipitadamente, tomé el tren correo de Sevilla el día 4 de Abril de 188... Cuando hubieron cesado las despedidas, y el pito del jefe dio la señal de marcha y el prolongado tren salió de la estación, dirigí una mirada de examen a los que me acompañaban. El viajero que tenía enfrente era un hombre pálido, de cuarenta a cincuenta años, bigote negro y manos flacas y velludas; el que se sentaba más allá era un caballero rechoncho, de ojos grandes y saltones, con unas cortas patillas entrecanas que le bajaban poco de la oreja, fisonomía abierta y risueña, mientras el otro parecía, por la expresión recelosa y sombría de sus ojos, hombre de carácter oscuro y malhumorado. Así que salimos de la estación, quitose éste, lanzando apagados gemidos, las botas y se puso las zapatillas, colocó el sombrero de castor sobre la rejilla y se encasquetó una gorra de paño.

      —Padece usted de los callos, ¿verdad?—le preguntó el caballero gordo con palabra insinuante sonriendo con amabilidad.

      —No señor—contestó el otro secamente.

      —¡Ah!... Como usted se quejaba al sacarse las botas...

      —Es que tengo sabañones—replicó con peor humor y acento catalán bien señalado.

      —¡Oh! Pues si usted padece de sabañones es porque quiere.

      El catalán le echó una mirada mitad de indignación mitad de curiosidad.

      —Sí, señor; porque usted quiere—insistió el otro con aire petulante y satisfecho, mirándole a la cara risueño.

      El catalán bajó los ojos, sacudió levemente la cabeza y se dispuso a encender un cigarro.

      —Sí, señor; yo, aquí donde usted me ve, he padecido terriblemente de sabañones.

      Dijo esto con la misma entonación satisfecha y semblante risueño que si contase que había llegado al polo Norte.

      —Pero no tuve más que ponerme unos polvitos que yo tengo, de mi exclusiva invención... y como con la mano.

      —Pues hombre, si usted se ha inventado la medicina, ¿cómo quiere usted que yo me haya curado con ella?—dijo el catalán.

      —Es que yo puedo facilitárselos cuando usted quiera.

      —Muchas gracias; no soy amigo de drogas.

      —¿Drogas? Mis polvos no son drogas, señor mío; están hechos exclusivamente con vegetales.

      El catalán le miró fijamente, y después volvió la vista a mí, haciendo una mueca expresiva.

      —No entra una sola droga en su confección, y lo mismo curan los sabañones, que la calentura, que la tisis, cuando no está en el cuarto grado, se entiende. Las calenturas perniciosas que había en Simancas se han desterrado, y la tisis no se conoce. Las chicas del pueblo los llaman «los polvos de D. Nemesio».

      Aquí el catalán soltó una carcajada sonora y brutal que dejó avergonzado al buen D. Nemesio.

      —Bueno, señor; si usted no cree en su eficacia, nada hay perdido.

      Quedó un poco amoscado y tardó algún tiempo en hablar; pero al cabo de algunos minutos no pudo contenerse y volvió a pegar la hebra asándonos a preguntas. A dónde íbamos, de dónde éramos, qué profesión teníamos, etc. El catalán le respondía con malos modos, cuando le respondía, que no era siempre. Yo satisfice de buen grado su curiosidad. Quedó encantado al saber que iba a Marmolejo. También él se dirigía a este punto, a curarse una afección de la orina.

      —Pero, hombre—exclamó el catalán groseramente,—¿no dice usted que tiene usted unos polvos que lo curan todo?

      —Sí, señor; que curan casi todas las enfermedades—repuso D. Nemesio algo incomodado;—pero obran mucho mejor ayudados por otras medicinas.

      Gracias a sus preguntas supe pronto que el catalán era juez electo de primera instancia en un pueblo de la provincia de Córdoba y que iba a Sevilla a presentarse al presidente de la Audiencia. Se llamaba Jerónimo Puig. Fue todo lo que pudo sacar de él D. Nemesio, quien por su parte nos enteró prolijamente de su patria, condición, familia, carácter y cuantas circunstancias podían ser directa o indirectamente útiles para su biografía. Era un propietario rico de Simancas, donde había nacido y criádose, y tenía mujer y siete hijos, cuatro de ellos casados. La exposición seria y concienzuda que nos hizo del carácter de cada uno de sus yernos y nueras duró cerca de una hora. El catalán, cuando lo juzgó conveniente, hizo de la capa almohada y se tendió a lo largo, y no tardó en roncar. Yo me vi obligado a escucharle largo rato aún, si bien a la postre concluí por pensar en mis asuntos, dejándole despacharse a su gusto.

      El tren corría ya por los campos de la Mancha, que se extendían por entrambos lados como una llanura negra interminable que cortaba la esfera brillante del firmamento poblado de estrellas. D. Nemesio, fatigado al cabo de tanto hablar, comenzó a dar cabezadas, pero sin decidirse a tumbarse, como si quisiera mantenerse siempre alerta para coger el hilo del discurso en cuanto el sueño le dejase un momento de respiro.

      Paró el tren.—«Argamasilla, cinco minutos de parada»—gritó una voz.—Di un salto en el asiento y me apresuré a abrir la ventanilla, clavando mis ojos ansiosos en la oscuridad de la llanura. Aquel nombre había hecho dar un vuelco a mi corazón; era la patria del famoso Don Quijote de la Mancha; y aunque yo en mi calidad de poeta lírico he despreciado siempre a los novelistas por falta de ideal, todavía el nombre de Cervantes fascinaba mi espíritu por la gran fama de que goza en todo el universo. La negra silueta del pueblo dibujábase a la lejos, y una torrecilla alzábase sobre él destacando su espadaña con precisión del fondo oscuro de la noche. ¡Pobre Cervantes! ¡Aquí fue preso y maltratado como el último comisionado de apremio; en todas partes despreciado y humillado, cual si no hubiese tropezado en el curso de su vida más que con poetas líricos!

      —¿Sabe usted que entra un fresquecito regular?—dijo D. Nemesio despertándose.

      —¿Quiere usted que levante el cristal?

      —Si usted no tiene inconveniente...

      —Ninguno—repuse, apresurándome a hacerlo.—Estaba mirando al pueblo de Argamasilla, donde se dice que Cervantes fue preso y colocó la patria de su héroe.

      —¡Ah, Cervantes!... ¡Ya!—exclamó D. Nemesio abriendo mucho los ojos para expresar que no era insensible a este nombre. Y luego, encarándose conmigo, me preguntó con interés:

      —Cervantes era un hombre muy despejado, ¿verdad?

      —No, señor—respondí bruscamente, echándome a dormir y tapándome con la manta.

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