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llamada Maximina. Se habían escrito durante una temporada. Después supo que se había casado; después no supo más de ella.

      —Ha muerto—le dije.

      —¿Ha muerto?—repitió toda turbada.—¿La conocía usted?... ¿Dónde ha muerto?

      —La conoce hoy todo el mundo. Ha muerto en Madrid. Su historia sencilla, escrita y publicada recientemente, ha hecho derramar muchas lágrimas. Aún tengo media idea de que se menciona en ella el nombre de usted.

      La hermana quedó silenciosa, inmóvil. Estábamos sentados en un banco del parque, a la orilla del río, que corría triste y fangoso a nuestros pies. Delante, a corta distancia, se extendía la cortina sombría de la sierra cerrándonos el horizonte. Al cabo de algunos momentos advertí que la monja estaba llorando.

      —Dispénseme usted que le haya dado la noticia así tan de repente... Yo no pensaba...

      —¡Pobrecilla! ¡Si usted supiera lo buena que era aquella criatura!—dijo llevándose el pañuelo a los ojos.—Luego ha sido uno de los pocos seres que en el mundo me han querido de veras...

      —¡Pocos seres!... Yo creo que se equivoca, hermana. A usted deben quererla todos los que la traten... Al menos por lo que a mí se refiere, hace poco tiempo que la conozco y ya se me figura que la quiero...

      Después de decir esto comprendí que era algo descomedido y quedé confuso. Traté de atenuarlo siguiendo:

      —Tiene usted un carácter abierto, campechano, que la hace muy simpática. Yo creo que la virtud y la piedad no exigen por precisión ese retraimiento, ese silencio y rostro severo y adusto que suele verse en muchas religiosas, en casi todas. Imagino que la alegría debe ser la compañera de la virtud; lo mismo opinaba Santa Teresa, como usted debe de saber. Además, un rostro sereno, risueño, una palabra cortés, indican en cualquier estado, cuando no es hipocresía, un corazón bondadoso.

      Levantó la mirada húmeda hacia mí, diciendo con graciosa severidad:

      —Mire que las religiosas no podemos escuchar requiebros: ya se lo he dicho.

      —Éstos no son requiebros: no he dicho nada de su figura.

      —Pero lisonjea usted mi carácter, que es lo mismo.

      Aquella tarde estuvo triste y taciturna, lo cual me dio buena idea de ella, porque, a no dudarlo, la tristeza provenía de la noticia que le acababa de dar. Me vi precisado a conversar exclusivamente con la madre Florentina; porque pensar que se le podía sacar alguna palabra del cuerpo a la hermana María de la Luz, era pensar lo imposible. Cuando llegamos a casa, al tiempo de separarnos, la hermana San Sulpicio me dijo:

      —Oiga: ¿podría proporcionarme esa novela de que me hablaba?

      —¿La de Maximina?

      —Sí: pediré permiso a la superiora y al confesor para leerla. Creo que me lo concederán... Y si no me lo conceden, la leeré de todos modos, aunque me cueste una severa penitencia.

      Me hizo reír aquella desenvoltura, y le respondí:

      —Sí, se la puedo dar a usted. Hoy mismo escribiré a Madrid pidiéndola.

      La casa del famoso inventor, la Fonda Continental, se había llenado por completo. En la mesa redonda comíamos ya doce, y además había que contar las monjas, que comían en su cuarto. Por la noche, aquél me vino a pedir que consintiese poner en mi cuarto otra cama para un joven que acababa de llegar de Málaga.

      —¡Pero, hombre de Dios, si apenas puedo revolverme yo!

      Pues no había más remedio. El inventor tenía o decía tener con aquel joven un compromiso ineludible, y se empeñaba, con humildad, sí, pero también con firmeza, en que se pusiera la cama. Yo me indigné muchísimo y le dije algunas palabras pesadas. Por lo visto, aquel loco sabía barrer para dentro. Su mirada de perro fiel había llegado a causarme repugnancia. La verdad es que si no hubiera sido por la simpatía invencible, que ya no podía ocultarme a mí mismo, que me inspiraba la hermana San Sulpicio, aquella misma noche me habría mudado de casa. Sufrí a regañadientes la introducción de la cama, y no pude menos de dirigir al intruso, que se paseaba solo por el patio, algunas miradas coléricas. Me dispuse a estar con él lo más grosero posible.

      Cuando llegó la hora de acostarse, fuime hacia el cuarto, me desnudé y me metí en la cama. Poco después de estar allí, cuando aún no me había dormido, llegó el intruso. Fingí que dormía para no saludarle. A la mañana siguiente levanteme temprano y fui a misa, según costumbre. Él no se despertó.

      Era un joven de veintiséis a veintiocho años: tuve ocasión de verle bien paseando por la galería. Bajo de estatura y de color, cara redonda con ojos pequeños y vivos de una expresión firme y aviesa que le hacía desde luego antipático; pelo negro y lacio que ofrecía al descubrirse una leve y prematura calva en la coronilla. Vestía de un modo semejante a los chulos, como sucede ordinariamente con los señoritos en Andalucía; pantalón muy apretado, chaqueta corta y apretada también y hongo flexible. Aprovechando un momento en que nos encontramos al pie del manantial bebiendo el agua, me creí ya en el caso de dirigirle la palabra.

      —Tengo entendido que es usted mi compañero de cuarto, caballero.

      —Eso parece—me respondió en tono resuelto no exento de impertinencia.

      Un poco picado por él, le dije sonriendo:

      —Por cierto que ha sido bien a mi pesar. No tenía ninguna gana de compañía.

      —¡Pues qué había usted de hacer! ¿Quién tiene gana de que le introduzcan una cuña?

      Puesta la conversación en este terreno de franqueza un poco ruda, seguimos platicando amigablemente mientras dábamos vueltas por la galería. Mi compañero era un malagueño tan cerrado, como lo era sevillana la hermana San Sulpicio. Hablaba de la zeda, mientras ésta hablaba de la ese. Fumaba sin cesar pitillo sobre pitillo y sin cesar también escupía lanzando el chorrito de saliva por el colmillo, como sólo lo había visto hacer hasta entonces a la plebe. No obstante, era de una familia muy distinguida, hijo de un cosechero y exportador de pasas, y se llamaba Daniel Suárez. Hablamos del artículo en que su padre y él comerciaban, y observé que poseía ideas bastante prácticas, pero no muy escrupulosas, en asuntos mercantiles. Tenía un modo de producirse resuelto, serio, un poco malhumorado y desdeñoso. Jamás reía, ni sonreía siquiera. A pesar de esto no acababa de hacerse antipático. Su franqueza era un poco cínica; pero sus ideas siempre prácticas y razonables. Aquel tono malhumorado que usaba se veía bien que procedía de su temperamento, no de un espíritu vanidoso. Le pregunté por el patrón y le hablé de su invención famosa.

      —Sí; es un loco mientras no se llegue a los céntimos—me respondió.—En cuanto llega a los céntimos su razón se aclara de repente, y no hay hombre más lúcido en media legua a la redonda. No tenga usted cuidado de que se equivoque cuando le ponga la cuenta.

      —Más vale así, porque de otro modo, sus hijos...

      —No tiene hijos. No tiene más que a su mujer y una sobrina a quienes hace trabajar como mulas de alquiler. A mi padre y a mi nos ha escrito ya más de cincuenta cartas pidiéndonos dinero para construir su cañón. No se nos ha pasado por la tela del juicio dárselo, por supuesto; pero si se lo diéramos, se quedaría con ello, y pediría en seguida a otra persona.

      —Ayer, cuando me vino con la embajada de meter la cama de usted en mi cuarto, estuve a punto de incomodarme de veras y dejar la casa.

      —Hubiera usted hecho bien. Si usted se incomoda de veras, le deja en paz a escape. Iría recorriendo todos los huéspedes, hasta tropezar con el tonto que necesitaba.

      No me hizo maldita gracia lo del tonto; pero me callé, esperando ocasión de demostrarle que no lo era.

      Cruzamos cerca de una joven elegante que venía paseando con un viejo. Mi compañero la saludó con mezcla de cortesía y displicencia, que era lo que le caracterizaba. La joven, que era lindísima, aunque un

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