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hija de ese señor viejo, que se llama D. Serafín Blanco, y viven en Málaga, aunque son de Granada.

      —Parece, a juzgar por la mirada que le ha echado, que no le es usted enteramente antipático.

      —Ni usted tampoco, si es soltero...

      —¿Tanta gana tiene de marido?

      —Una mijita. Cuando su padre fue a establecerse a Málaga, hace siete u ocho años, era un hombre rico: esta niña podía tener entonces diez y seis años, lo más. Entonces era otra cosa. Con aquello de que su papá tenía cinco vapores en el muelle y arreaba cuatro jacos de primera cuando salía a paseo, y en todas partes se presentaba soplando por la trompeta, estaba la chica que cualquiera se acercaba a ella. El papá, que la quería tanto como Dios quiere a su madre, la cumplía todos los gustos, y, claro, la niña decía ¡pa riba! Llegó a tener más humo que echa una locomotora. Se acercaron tres o cuatro muchachos, hijos de labradores bastante acomodados, y... ¡de codo!... Pero ese tío ha dado de c... hace dos años. Todo aquello de los vapores y los jacos y los bailes lo llevó el aire: se quedaron con el día y la noche: los pretendientes desaparecieron, los años aumentaron, y naturalmente, la niña, en vez de decir ¡pa riba!, dice ahora ¡pa bajo!... Conque si usted quiere picar, ya sabe...

      —Gracias.

      —¡Phs! la niña, aunque madurita, no tiene mal aquel... vamos... Me parece, sin embargo, que la pobrecilla irá a sentarse en el polletón?

      —¿Qué es eso?

      —¿No sabe usted lo que es el polletón?—preguntó, haciendo una mueca rara y dejando escapar de la garganta un sonido más raro aún, que debía de equivaler a una carcajada.—Pues es un lugar muy alto que hay allá en el cielo, donde van a sentarse las que mueren solteras.

      Dimos algunas vueltas por el parque y observé que conocía mucha gente, porque al parecer era mucha la que había a la sazón, de Málaga. Lo que más me sorprendía era la seguridad y precisión con que determinaba la hacienda de cada uno de sus conocidos. Veíamos, por ejemplo, una señora con su hijo.

      —El marido es comerciante en sederías. Tiene unos cuarenta mil pesos.

      Encontrábamos a dos niñas con sus novios respectivos.

      —Ni una peseta; el palmito y nada más.

      Pasábamos cerca de un caballero anciano.

      —Adiós, D. Juan... Propietario rico; su labranza vale más de cien mil pesos.

      Parecía que estaba dedicado exclusivamente a tasar los bienes ajenos.

      Me repugnó algo aquella sórdida cualidad. A las pocas más vueltas que dimos acerté a ver a las monjas, a quienes acababa de dejar el padre Talavera, y me despedí para acercarme a ellas.

      —Vaya usted con Dios—me dijo con un acento donde creí advertir cierta burla. Al mismo tiempo observé que se fijaba descaradamente, deteniendo el paso para ello, en la hermana San Sulpicio.

      La primera vez que volví a encontrarle, cuando íbamos a sentarnos a la mesa, me preguntó en tono frívolo y burlón:

      —¿Qué tal la monjita?

      —¿Qué monjita?—pregunté a mi vez secamente, presto a irritarme.

      —¿Pues cuál ha de ser? Esa chatilla de los ojos negros que le trae a usted dislocado.

      —¿Que me trae a mí dislocado?—repetí, poniéndome como una cereza.—Vamos, usted está loco o quiere quedarse conmigo... y conmigo no se queda nadie, se lo advierto. Yo conozco esas monjas desde hace cinco o seis días. He sido llamado como médico por la madre superiora, después las he acompañado alguna vez por cortesía. Nada más que esto. Ni yo estoy dislocado por nadie, y mucho menos por una monja, lo cual sería un absurdo, ni tengo con ellas más que un conocimiento superficial, como los que aquí se engendran, ni he reparado si tiene los ojos negros o azules, ni tiene sentido común semejante cosa.

      Dije estas palabras con energía y mostrando demasiado claramente mi irritación.

      Suárez me miró con sorpresa y respondió con acento mitad afectuoso, mitad despreciativo:

      —¡No se apure usted, buen hombre! Déjelo usted correr, que ya parará. Me han dicho por ahí que le gusta a usted esa morena. ¿No le gusta a usted? Pues corriente. A mí sí; porque es una mujer castiza, ¿sabe usted? de esas que al llamarlas dicen con la mano ¡vuelvo!

      —A mí no me apura una broma de ese género—dije sosegándome y un poco acortado.—Pero se trata de una monja, y ya comprenderá usted que los que tenemos creencias no podemos tolerarlo. Sería feo y repugnante hablar de una religiosa como de una mujer cualquiera.

      —Pues mire usted, amigo—me respondió con mucha calma, soltando el consabido chorrito por el colmillo,—al verle a usted tan bravo, cualquiera diría que le han tocado en lo vivo. Si es así, ¡a ello! Yo le doy la absolución... Oiga usted: le prevengo que no ha sido ocurrencia mía. Todo el mundo dice por ahí que le hace usted la rosca a la monjita: ¡conque ojo!

      Respondí con un gesto desdeñoso; pero en realidad me puso inquieto la noticia.

      —¿Esas monjas hacen voto de castidad para siempre?

      —No, señor; los renuevan cada cuatro años.

      —¡Toma! Pues ya sé yo de una que al tocar a renovar va a decir ¡hasta luego!

      No quise recoger la alusión, y encaucé la conversación por otros sitios. Cuando quedé solo después de esta plática, me sentí fuertemente desasosegado. Por un lado la noticia de que mi amistad con las monjas llamaba la atención de los bañistas hasta el punto de juzgarme enamorado de una de ellas, me molestaba de un modo indecible. Renegaba en mi interior de la suspicacia malévola que parece inherente al corazón humano en todos los países, y protestaba con irritación de esa tendencia a ver el lado malo en las acciones de los demás, y atribuirlas siempre un móvil interesado o mezquino. Después de todo, ¿qué tenía de particular, vamos a ver, que yo, siendo amigo y médico a la sazón de la madre superiora, viviendo en la misma casa que ellas, las acompañase alguna vez en el paseo? Si fuesen viejas las tres, ¿dirían algo aquellas malas lenguas?... Pero en tal momento cruzó por mi mente un pensamiento contestando a esta reflexión: «Si fuesen viejas las tres, ¿las acompañarías tú tan asiduamente?» Tuve que confesarme que no. Si las tres fuesen viejas las acompañaría menos, y si fuesen todas como la madre Florentina casi nada.

      Luego no había duda; a mí me gustaba la hermana San Sulpicio. «Pero, hombre, ¿ahora estamos en esas? me dijo el pensamiento respondón al llegar a este punto. ¡Cuánto tiempo hace que estás enamorado de ella!—¿Cómo enamorado?... ¡Alto, alto!... no transijo...—¡Sí, sí, enamorado! Pues si no estuvieses enamorado, ¿por qué te habías de levantar a las cuatro de la mañana? ¿Por qué habías de ponerte de un humor tan endiablado cuando no la encuentras en el paseo? ¿Por qué, en fin, sientes ahora tal regocijo al escuchar de otros labios lo que tú has pensado más de quinientas veces en seis u ocho días, que la hermana no está atada para siempre por un voto?»

      ¡Tendría gracia! exclamé después de haber meditado un rato, sonriendo a una idea que me asaltó de pronto. Me propuse, sin embargo, ser más cauto, procurando aparecer las menos veces posible en público con las monjas. En cambio me esforzaba por que los ratos de conversación dentro de casa se prolongasen. Aun escuchando las fastidiosas disertaciones de la madre sobre sus múltiples enfermedades, me placía permanecer en su cuarto. ¡Los ojos de la hermana San Sulpicio disertaban en tanto sobre cosas tan lindas!

      Un día, poco después de llegar del manantial, estando sentados un momento en el patio, le pregunté:

      —¿Cuál es la verdadera gracia de usted?

      —¡Jesús, la verdadera! ¿Pues tengo alguna falsa?

      —Nada de eso—respondí riendo.—Toda la que usted tiene (y tiene usted muchísima) es legítima, de pura raza andaluza.

      —Vaya,

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