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de quién fue el primero en grabarlo y con qué firma.

      – ¿No tiene letra?

      – Sí tiene, y demasiadas. Ése es otro de los problemas, el gran problema, diría yo. En estos momentos está en litigio, pendiente de los tribunales. Hace unos años, creo que en el 24, dos compositores argentinos, Contursi y Maroni, escribieron una letra a la música de ese tango y le pusieron de nombre Si supieras. Pero lo hicieron sin la autorización de Matos, que montó en cólera y escribió su propia su letra. Creo que la publicó y que algunos cantantes la han interpretado y grabado en algún sitio. Pero lo cierto es que la canción, que ya estaba casi olvidada, ha cobrado nueva vida con la letra de estos dos músicos argentinos. Es la más conocida, la que todo el mundo tararea. Y la que canta Gardel, por cierto. Los versos de Si supieras no tienen nada que ver con la letra de Matos. Pero es La Cumparsita, ¿me entendés?

      Cómo no la iba a entender, si hablaba como los ángeles, si era un ángel toda ella, un ángel rubio con rostro de chiquilla, que se expresaba, además, con una voz profunda y clara, matizada por la suave cadencia rioplatense. Él asintió sonriente. De pronto comprendió que había pasado el tiempo. ¿Cuánto? No tenía idea. ¿Desde qué hora estaban allí, sentados en el bar? Tampoco sabía. Entonces le preguntó si no tenía hambre, y al ver la respuesta afirmativa en su mirada le propuso ir a cenar en algún sitio fuera. Ella dijo que le parecía bien, y Capablanca llamó al mozo y pagó la cuenta. Luego se levantaron y salieron del bar. Cuando abandonaron el hotel eran las nueve de la noche. Unos minutos más tarde caminaban hacia el sitio donde había quedado el coche. Al llegar, Capablanca señaló hacia el vehículo y preguntó:

      – ¿Y a eso cómo le dicen ustedes?

      – Aquí decimos «auto». Y ustedes, carro, ¿no?

      – Yo digo casi siempre carro, por la influencia americana. Pero en Cuba se usa la palabra «máquina». No sé por qué razón, pero allá dicen así.

      – Me gusta mucho tu «máquina».

      – Deja que veas cómo anda – le dijo Capablanca, abriéndole la puerta. Ella dijo «gracias» y ocupó el asiento del pasajero. Luego él dio la vuelta, se sentó al volante y puso en marcha el vehículo, que se deslizó suavemente sobre los adoquines de la calle. Al llegar a la esquina, se detuvo un instante, antes de incorporarse al flujo que transitaba por la avenida.

      – ¿Adónde pensás ir? – preguntó entonces Marina.

      Capablanca se encogió de hombros. Adonde ella dijera, como si quieres llegar al fin del mundo, bromeó. No, gracias, todavía no estoy interesada en ese viaje, replicó la muchacha, en el mismo tono. Mientras el coche se desplazaba por la avenida, él le confesó que no tenía una idea muy clara de los lugares interesantes de Buenos Aires. La ciudad, además, había cambiado mucho desde la última ocasión que había estado allí, hacía nada menos que catorce años, cuando ella, seguramente, era todavía una chiquilla. Marina quiso protestar, pero él no la dejó. Sabía, por ejemplo, que la zona de la costanera sur había sido transformada en una hermosa playa…

      – Sería buena idea, si fuera de día. Pero vos sos un poco pícaro – dijo la muchacha con acento alegre – , creo que sabés más de lo que aparentás.

      Capablanca la miró de reojo. Se había quitado el sombrero por temor a que se lo llevara el aire y, con la ayuda de las manos, trataba de mantener el orden en su peinado.

      – No es verdad. Hay muchas cosas que no conozco y que me imagino deben de ser muy interesantes.

      Ella lo miró desafiante.

      – ¿Como cuáles?

      – ¿Ves? – dijo él divertido – . Me has puesto en un aprieto.

      – Sí, sos un pícaro; pícaro y peligroso.

      A Capablanca le pareció que era mejor cambiar la conversación y comentó:

      – Me habías dicho que tenías hambre, ¿no?

      – Igual que vos.

      Así las cosas, había que ir a cenar a algún lugar. Y, como no podía ser de otra manera, el primero de todos los lugares posibles vino a ser El Café de los Angelitos, que fue, por supuesto, el lugar elegido. De modo que, sin demorarse en discutirlo, acordaron llegarse hasta él y ver qué había por allí.

      CAPÍTULO 6

      La muchacha apareció primero. Surgió de entre la sombra con el halo de luz y permaneció un instante inmóvil, plantada en medio del salón y dando la espalda a la mayoría de las mesas. Llevaba el pelo negro recogido sobre la nuca y un vestido bermellón que le ceñía las caderas y caía suelto hasta más allá de las rodillas. Los zapatos, de tacón alto, eran también rojos. Pronto sonaron los primeros acordes provenientes del piano, y su cuerpo comenzó a ondular como un campo de trigo frente al viento. Enseguida entró la guitarra y se oyó la voz del bandoneón. Ella elevó un brazo, y luego el otro, hendiendo el aire con sus manos y dedos, mientras se dejaba llevar por las progresiones del violín, que parecía gobernar toda su anatomía. Según la música subía en el aire del local, la muchacha agitaba las caderas en un incitante y sinuoso movimiento de rotación, al tiempo que deslizaba suavemente un pie tras otro sobre el piso, dibujando imaginarios círculos con ellos. Su manera de moverse estaba llena de sensualidad. Bailaba como si flotara sobre las notas que llegaban en oleadas desde el estrado de los músicos, y se veía que disfrutaba haciéndolo. Capablanca no había presenciado nunca un espectáculo semejante, ni siquiera en sus anteriores visitas al país. En cualquier caso, el hecho de ver a aquella mujer moviendo brazos, manos y cintura en el único punto iluminado del salón, le producía un enorme placer estético.

      Muy pronto entró en escena el muchacho, que iba vestido de negro, incluido el sombrero y los zapatos de charol. Lucía bigote y llevaba el pelo liso, con la raya a la izquierda y profusamente engominado. Al verlo aparecer, la muchacha retrocedió unos pasos, como si se pusiera en guardia. Parecía recelosa. Entonces él le tendió la mano y ella, sin dejar de marcar el compás de la música, dio algunos pasos hacia su compañero y se dejó tomar en los brazos del hombre para seguir bailando juntos. Capablanca los miraba arrobado. Y Marina lo miraba a él, entre arrobada y suspicaz.

      – ¿Te gusta?

      – Es un placer verlos bailar.

      – Sí, ya me di cuenta cómo se te iban los ojos cuando la chica meneaba ese cuerpo que Dios le dio.

      Él le sonrió, sin poder ocultar las ansias, cada vez más fuertes, que habían empezado a carcomerle la conciencia. Entonces empujó el plato con los restos de la cena y, señalando a la pareja, preguntó:

      – ¿Qué tal se te da el tango?

      – Creo que bien – respondió ella, con voz sugestiva – . ¿Y a vos?

      – Para no ser argentino, me defiendo algo. Claro, con una profesora del país, seguramente mejoraría mucho. Por cierto, ¿aquí no se baila?

      – Sí, claro; y eso forma parte del show. Ya lo verás.

      – ¡Qué bien! – dijo él, visiblemente contento – . Veremos qué tal nos va.

      Marina sonrió feliz, y Capablanca volvió la vista a la pareja de bailadores. En aquel momento el muchacho se inclinaba sobre su compañera, cuyo cuerpo se dobló hacia atrás como una caña de bambú. Estuvieron un instante así, aparentemente inmóviles, mientras la música elevaba el tono y la insistencia del violín los mantenía enlazados en aquel estado de incitación, como dos pinceladas de una misma pintura. Luego, a un llamado del bandoneón, volvieron a la posición erecta y continuaron entrecruzando piernas, rozando pechos y vientres, enredándose uno sobre el otro en un baile que era toda una exaltación del juego erótico. Parecían las dos mitades de un organismo vivo que se revolvía sobre sí mismo, estirándose y encogiéndose con los acordes de la música que tocaba el cuarteto. Aún estuvieron un rato girando, sacando y metiendo las piernas, moviéndose suavemente al compás de la música que llegaba del pequeño estrado donde cuatro virtuosos regalaban lo mejor de su arte al público que esa noche

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