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se oyó el llamado del violín, que acompañado por los otros dos, comenzó a descubrir los entresijos de una melodía capaz de arañarle el alma al más insensible de los mortales. Capablanca tuvo la sensación de que la había escuchado antes. Era como si aquellas notas desenterraran alguna zona borrosa de su vida anterior, un rastro aparentemente olvidado que subyacía en un rincón de su memoria. Mientras, la música continuaba llenando la sala, el bandoneón seguía desangrándose, el piano marcando el ritmo y el violín quejándose como un ánima en pena. Estaba claro que era la primera vez que oía aquello; pero, así y todo, le producía la impresión de algo que hubiera estado siempre agazapado en un recodo del camino, esperando la ocasión para saltarle al cuello. ¿Por qué así, después de todo? Illa notó su desconcierto y le preguntó qué le ocurría.

      – Nada, es esa música, que me parece conocida, aunque sé que es la primera vez que la oigo. ¿La conoce usted?

      – Claro. Es La Cumparsita. Un tango que se está oyendo mucho en los últimos tiempos, aunque dicen que es bastante más antiguo.

      – Me recuerda alguna canción cubana. Quizás una habanera…

      – Puede ser. No sé si sabe que la habanera está en los orígenes del tango.

      – He oído decir algo; pero, sinceramente, no sé mucho de eso.

      Entonces los dos hombres callaron. Entretanto, los acordes de La Cumparsita siguieron un buen rato saliendo del estrado. Partían en suaves oleadas desde los tres instrumentos, se mezclaban en el aire con una armonía perfecta y llenaban de música todo el espacio en derredor. Capablanca los disfrutó en silencio hasta el final. Cuando la pieza concluyó, los comensales aplaudieron, y los músicos agradecieron con un gesto al público y dejaron a un lado los instrumentos. Luego se retiraron en dirección al bar.

      – Increíble.

      – Veo que le ha gustado – dijo Illa, sonriendo satisfecho.

      – Sí, mucho. Creo que ese tango dará mucho que hablar.

      CAPÍTULO 3

      Eran cerca de las once de la noche cuando salieron del hotel. Antes de despedirse, anduvieron un rato por Corrientes, moviéndose entre la gente que salía a esa hora de los teatros o merodeaba por los cafés y restaurantes de la zona. Los dos amigos hablaron de la pasión tanguera que en los últimos tiempos se había apoderado de Buenos Aires, y Capablanca aprovechó para decir que se sentía entusiasmado por aquel ambiente que se respiraba en la ciudad. Reconoció, además, que aún se hallaba bajo los efectos de La Cumparsita, y se interesó por los entresijos de su origen. Illa le explicó como pudo lo que sabía sobre la historia, que no era mucho, y Capablanca se prometió averiguar un poco más de ella. Siguieron luego hablando de cantantes y compositores, de letras y melodías, de otros mil detalles de aquella música arrabalera que estaba en vías de conquistar el mundo. De ajedrez, sin embargo, hablaron más bien poco. Como si el tema en realidad no le importara tanto, Capablanca apenas lo trajo a colación. Se limitó a responder algunas preguntas de Rolando Illa acerca de la partida del día anterior, pero ya sin mostrar el entusiasmo de antes. Parecía haber pasado página tras su infortunado primer juego. Era como si, una vez perdido con Alekhine y analizado con Rolando Illa, prefiriera olvidarse de todo lo que tuviera relación con él. Al menos por ahora. A juzgar por lo que hablaba, cualquiera hubiera dicho que las milongas y los tangos le resultaban más cercanos que los alfiles y las torres.

      Finalmente, Rolando Illa se subió a un tranvía que surgió de alguna calle transversal, y Capablanca se quedó solo entre el gentío, observando la imagen del vagón que se alejaba y tratando de explicarse a sí mismo qué era, en definitiva, lo que le gustaría hacer aquella noche. Quería, ante todo, estar un rato solo, sentirse capaz de dialogar en paz con su conciencia y repasar con calma los acontecimientos de los últimos meses, no sólo la partida con Alekhine. Necesitaba, además, respirar un poco de aire fresco, después de haber pasado varias horas en el ambiente un tanto denso del restaurante. Por todo ello, decidió ir caminando hasta el hotel. Y echó a andar, subiendo siempre la calle Corrientes y observando cómo era el mundo en derredor. Y el mundo, bien mirado, no estaba nada mal. Habría que acercarse a él y conocerlo un poco más de cerca. Pero antes de hacerlo, debía saldar algunas cuentas con su otro yo. Debía, por ejemplo, reconocerse algunas cosas. En primera y contrariamente a lo que había estado aparentando ante Illa, no era del todo cierto que hubiera asimilado la derrota. Le seguía doliendo – vaya si le dolía – , sobre todo por el modo en que había jugado aquella tarde. El suyo había sido un juego indigno del campeón del mundo. Cada vez que recordaba su caótico ir y venir por el tablero, sentía una punzante indignación contra sí mismo. Sabía, no obstante, que aquello era un revés pasajero, que al final ganaría el encuentro con Alekhine y revalidaría el título de campeón del mundo. Creía honradamente que, hoy por hoy, él seguía siendo, pese a todo, el ajedrecista más fuerte del planeta. Lo había demostrado en marzo en Nueva York.

      Lo de reunir allí a los maestros más importantes del ajedrez mundial había sido una excelente idea. La idea – suya, para que nadie dudara de su integridad – era tan limpia como sencilla: de aquel grupo de corifeos debía salir el retador al trono. Y en aquel torneo estuvieron los mejores, ciertamente. ¿Qué otra cosa, si no, podía decirse de Marshall, Vidmar, Spieldman, Nimzowitsch y del doctor Alekhine, que quedó, con todo merecimiento, en segundo lugar. Porque el primero, por supuesto, fue para él. ¿Hubiera podido ocurrir de otra manera? No lo sabía, pero, por suerte, no ocurrió. Además, lo más lógico era que ganara el vigente campeón, fuera quien fuera.

      Capablanca se alegraba enormemente de su triunfo en Nueva York. Tenía motivos, incluso varios. En primera – y este era el motivo público, el conocido – nadie podría acusarlo de seleccionar a quien más le conviniera para disputarle el cetro. Nunca le pareció elegante la idea de señalar con el dedo a un rival accesible, usando a su favor el poder que le confería el trono del ajedrez mundial. Prefería que lo acusaran de vanidoso – que no lo era – antes de cobarde – que tampoco era. Así, pues, la mejor manera de demostrar quién era el jugador más apto para enfrentarse a él, el mejor de los posibles retadores, era ganando partidas de ajedrez.

      El otro motivo – el íntimo y secreto – que tenía para celebrar el torneo de Nueva York, era su deseo de examinarse a sí mismo. Sí, porque en los últimos tiempos había alimentado ciertas dudas sobre su proverbial capacidad para vencer a cualquier contrario que se le enfrentara. No obstante lo impresionante de su récord de los últimos trece años – ciento cincuenta y cuatro victorias en ciento cincuenta y ocho partidas – , en algunas de ellas le había parecido que sus fuerzas flaqueaban. Era como si le costara más trabajo llegar a las cimas de juego que antes alcanzaba sin mayores dificultades. ¿Sería que el nivel de los ajedrecistas estaba subiendo sin que él, José Raúl Capablanca, se hubiera percatado de ello a su debido tiempo? No, no podía ser. ¿O quizás para ganar ya no bastaba con su natural intuición, su casi infinita capacidad para interpretar el juego y tomar sobre la marcha la decisión más acertada? ¿Tal vez su ímpetu juvenil, aquellos fuegos que lo habían acompañado durante tanto tiempo y lo guiaban de victoria en victoria, habían comenzado a apagarse, siguiendo la lógica de que a un despertar temprano corresponde casi siempre un ocaso prematuro?

      Porque una cosa era cierta, se sentía más sabio, pero menos fuerte que en tiempos pasados, pasados pero aún recientes. Por suerte, su aplastante victoria en Nueva York lo había tranquilizado, devolviéndole la confianza en sí mismo que siempre lo había hecho sentirse fuerte ante cualquier rival y que ya casi había comenzado a perder. Sí, Nueva York había sido un bálsamo, una cura a tiempo y necesaria.

      Mientras se dejaba acariciar por esta idea, echó un vistazo a un café que parecía ocupar toda la planta baja de un inmueble de fachada sobria y patriarcal, enclavado en un cruce de calles. «Café de los Inmortales», leyó en el pórtico y, atraído por lo sorprendente del nombre, atravesó la puerta y accedió al salón. La mayor parte de las mesas estaban ocupadas, por lo que Capablanca se dirigió a la barra y escogió una banqueta libre, situada entre dos parejas que conversaban respectivamente entre sí. Allí pidió una limonada y se puso a observar el ambiente del lugar. Para su enorme sorpresa,

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