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resistirme a la idea de dar una vuelta por las calles de Buenos Aires.

      – ¿Sabe ya orientarse en ellas?

      – No mucho. Precisamente por eso llegué tarde. La ciudad es enorme y yo todavía no la conozco bien. No me ha dado tiempo.

      – Tampoco es un monstruo. Cómprese un plano y verá cómo se la aprende en unos días.

      – Ya tengo uno. Por cierto, ¿me perdonaría la tardanza si la invito a tomar algo en el bar?

      La muchacha ladeó el rostro y dejó ver una sonrisa que afectaba recelo.

      – Depende de cómo se comporte.

      Él se levantó del asiento y le tendió la mano, al tiempo que decía, siempre medio en broma:

      – Yo soy un caballero, señora.

      Y la tomó del brazo para conducirla en dirección al bar, que se encontraba en otro ángulo del vestíbulo, a algunos metros de distancia.

      – Gracias – respondió Marina, y se dejó llevar.

      Se sentaron en un rincón y pidieron de beber, ella un vermouth y él un refresco de cola. Cuando el camarero se alejó, Marina preguntó a Capablanca si no le gustaban las bebidas alcohólicas. La noche anterior había tomado sólo limonada… Él la interrumpió, sin dejar de lado cierto tono jocoso.

      – Cualquiera diría que he estado siempre controlado. Desde el primer momento.

      La muchacha se llevó la mano a la boca, como si tratara de contener la risa.

      – ¡No, por favor! ¿Cómo se le ocurre? Desde luego que no. Pero es algo que llama la atención. Y hablando de Buenos Aires, ¿qué es lo que más le gusta?

      – El tango, el ambiente que se respira aquí. Me encantaría conocerlo mejor, aunque tal vez no llegue a hacerlo. Desgraciadamente, apenas sé andar por la ciudad.

      – Veo que necesita alguien que lo ayude en eso, una especie de guía, ¿no?

      – Sería fantástico; pero no sé… Por cierto, ¿no podría ser usted?

      – Quizás. Bueno, sí, podría; aunque, eso sí, con una condición.

      – Usted dirá…

      – De eso se trata, precisamente: basta ya de «usted» – y elevando ligeramente la voz, como si le riñera, agregó – : Si no me tratás de vos, pues no podré hacerte de guía.

      Capablanca sonrió divertido, sobre todo porque era la primera vez que alguien se dirigía a él usando el voseo porteño.

      – De «vos» no puedo, seguro. Pero me encantaría poder decirte «tú».

      – Son equivalentes; la relación es la misma.

      – Bueno, pues ya está hecho, Marina; te trataré de tú. ¿Qué tal te suena?

      – Suena mucho mejor, señor Capablanca.

      – Me alegro; pero si me vas a tratar de vos, será mejor que dejes eso de «señor Capablanca» y me digas José Raúl. O Capa, como casi todos mis amigos.

      – Me gusta más «Capa». Voy a llamarte así.

      – Perfecto. Es más, me agradaría que fuéramos amigos, que me consideraras, pues eso, un amigo tuyo.

      – Pues yo, encantada – dijo la muchacha, tendiéndole su mano por sobre la mesa. Él alargó las dos suyas y la tomó entre ellas, acariciándola un instante, hasta que Marina reaccionó y, delicada pero firmemente, la retiró de nuevo. A Capablanca le pareció que la pequeña mano hervía.

      – Oye, ¿sabes, por casualidad, dónde está El Café de los Angelitos? – dijo entonces.

      – Claro, y no por casualidad. Es el sitio preferido de Gardel. Siempre está ahí.

      – ¿Canta en ese café?

      – No, ahora no está cantando en ningún sitio. Es decir, no canta en público. Está grabando. Se pasa el día en el estudio, y cuando va a Los Angelitos es para cenar. Casi siempre tarde.

      – ¿Cómo sabes todo eso?

      – Porque mi marido es quien le paga.

      Capablanca sacudió la cabeza, sorprendido.

      – No me digas. ¿Podrías explicármelo mejor?

      – No tiene mucha ciencia. Mi esposo es el director de los estudios Odeón en La Argentina. Todos los cantantes quieren grabar con él. Quieren vender discos y ganar mucha plata. Así de simple.

      – ¿Dónde está tu esposo ahora?

      – De viaje. Va a estar unos días por el interior. ¿Y vos, lo querés conocer a Gardel?

      – Sí, me gustaría conocerlo. Creo que es el mejor cantor de tangos. Es muy conocido fuera de la Argentina, ¿sabes?

      – Vos también sos muy conocido. Más que Gardel, incluso.

      – ¿Tú crees?

      – Pues claro. A vos todo el mundo te conoce en todos los países. Actualmente hay como una fiebre de ajedrez por todas partes. Cuando me preparaba para ir a cubrir tu encuentro leí en algún lugar que vos no sos conocido por el ajedrez, sino que es al revés: es el ajedrez el que es mundialmente conocido gracias a vos. Algo de eso decía.

      – Si sigues hablando así, me voy a poner colorado.

      – Sabés que es verdad. No te hagas el modesto. Por cierto, ¿tenés algún disco suyo?

      – ¿De Gardel? Sí, tengo varios. Cuando me encuentro alguno nuevo, lo compro y me lo llevo a casa. Siempre me ha interesado mucho la música.

      – ¿Música o ajedrez? ¿Cuál de las dos cosas preferís?

      – Ésa no es una buena pregunta. Son cosas diferentes. El ajedrez es mi carrera. Vivo de él y le dedico todo mi tiempo de trabajo. Lo hago lo mejor que puedo, y creo que bastante bien, modestia aparte. Pero, aparte del trabajo de cada cual, hay otras cosas en la vida, cosas que disfrutas y que te ayudan a vivir y ser feliz. En mi caso, la música es una de ellas.

      – ¿Disfrutás mucho con ella?

      – Sí, mucho, con la música en general. Pero con el tango es diferente. El tango no sólo se disfruta. No sé lo que tendrá, pero a mí me apasiona.

      La muchacha estaba radiante.

      – A mí me pasa igual – dijo con vehemencia – . Es que el tango es pasión; una pasión capaz de llegarte a lo más hondo y estremecerte el alma.

      Esta vez Capablanca no replicó enseguida. La miró a los ojos y estuvo un rato así, contemplándola en silencio. Cuando volvió a hablar, lo hizo para decir que era verdad, que el tango era pasión. Quizás fuera por la mezcla de ritmos y de sangres que estaba en la base de su origen, o tal vez esto se debía a los instrumentos con que se tocaba, venidos de diferentes partes del mundo; o quién sabía si al alma de la gente que lo componía, o a la de aquellos que lo interpretaban. Anoche mismo, sin ir más lejos, él se había sentido estremecer, como ella había dicho, con la música de un tango que había oído tocar en el restaurante donde cenaba. Y trató de describirle los sentimientos que le provocó la interpretación del trío del hotel Regina. Como no pudo hacerlo, terminó diciéndole que aquel tango le había erizado hasta los últimos pelos del cuerpo. Ella lo oyó, risueña y satisfecha.

      – ¿Recordás cómo se llama la pieza?

      – Sí, claro, se llama La Cumparsita. Por cierto, Illa me contó algo de su historia; pero me pareció un poco confusa, y la verdad es que no entendí mucho de ella. Creo que él no sabía demasiado. Quizás tú puedas contarme un poco más.

      – A mí también me gusta mucho ese tango. Creo que en el futuro ése será «el tango». Pero es cierto que su historia es un poco oscura. De entrada, el autor no es argentino. Es uruguayo y se llama Gerardo Matos Rodríguez. Se dice que Matos lo

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